Vida nueva, acciones nuevas
Si somos en Cristo hombres nuevos, podemos obrar y activar ese ser nuevo, asumirlo consciente y responsablemente, con libertad, hasta el despliegue de todas sus potencialidades. Somos y se nos apremia a ser hombres nuevos, a fraguar el nuevo ser que se nos da en Cristo. Es un camino de purificación, de liberación de todo aquello que daña nuestro propio ser y se opone al plan de Dios. A la vez que, por la muerte y resurrección de Jesús, nacimos hombres nuevos, también el hombre viejo murió, “fue crucificado con él” (Rom 6,6).
El hombre es y está llamado a ser hombre nuevo, hijo y hermano, hombre reconciliado y reconciliador, hombre comunitario y solidario, creador de una “nueva humanidad” (GS 30), agente de “un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (GS 55).
Esta vida nueva que Dios nos ofrece trae consigo una nueva forma de actuar y comportarse. En el proceso de ir construyendo la vida nueva es necesario vaciar el corazón de sí y esforzarse por llenarlo de Dios. Es decir, dejar el hombre viejo marcado por el pecado y revestirnos del hombre nuevo, la santidad (Ef 4,22.24). El ser lleva al hacer: “todo árbol bueno da frutos buenos” (Mt 7,17).
La presencia de Jesús Resucitado entre nosotros se produce y se revela sólo gracias a otra presencia oculta y discreta, pero determinante, la del Espíritu Santo. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5).
Cuando Jesús resucitó y fue glorificado, envió el Espíritu a los que creían en Él: es lo que sucedió en Pentecostés. El Espíritu nos revela a Cristo como imagen de Dios invisible, nos une a Él y nos hace vivir en Él.
Si es verdad que el hombre nace inconcluso y crece mediante una experiencia de donación y de comunión hasta la perfección definitiva de la vida eterna, es también cierto que desde el inicio es sujeto espiritual irrepetible, abierto al infinito, llamado a vivir para los demás y con los demás; el Espíritu Santo acompaña e impulsa a cada hombre hacia la realización plena, inscrita en cada corazón y realizada en Jesucristo.
Ante todo, el Espíritu Santo nos infunde la gracia santificante, don gratuito que Dios nos hace de su propia vida, y que nos purifica y santifica para que seamos capaces de vivir y obrar según la vocación divina a la que hemos sido llamados.