Es la palabra «pecado». Se volvió una palabra «socialmente incorrecta». Sin embargo la realidad del pecado está ahí, tristemente presente. Está en el origen del sufrimiento y de la muerte, causa de nuestras lágrimas.
Originalmente el verbo «pecar» significa «no dar en el blanco». Es no hacer caso de lo que Dios espera de mí, es desobedecerle. El pecado es, por lo tanto, lo que hace que mi vida no sea lo que debería ser. El pecado conduce al fracaso, a la desobediencia a Dios y al sentimiento doloroso del contraste entre el bien que quiero y “el mal que no quiero” (Romanos 7:19- 20).
El pecado nos afecta a todos. La Biblia dice: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron…” (Romanos 3:22-23). Reconocer que hemos pecado es difícil, pues se trata de tomar conciencia de que hemos hecho mal al otro, a uno mismo y a Dios. Tomar conciencia de la falta siempre hiere. Espontáneamente tratamos de cicatrizar la herida minimizando la falta. Pero el pecado no es sólo una herida hecha a los demás y a nosotros mismos, sino también una ofensa a Dios, a su amor. ¿Se trata de una situación desesperada? No, porque Dios, quien ama a su criatura, envió a su Hijo para liberar del pecado a todos los que creen en él. Jesucristo “murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15:3); sufrió el juicio en nuestro lugar. Él perdona al pecador arrepentido.