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UNA CUNA DE CARTÓN

ANTONIO BLÁZQUEZ MADRID, ablazquezmadrid@gmail.com

LAS ROZAS (MADRID).

 

ECLESALIA, 27/12/12.- En el vestíbulo apagado de la sucursal bancaria, el niño recién nacido tiritaba bajo los periódicos que tapaban su cuerpo desnudo. Tumbada a su lado, sobre el suelo sucio, una mujer joven y escuálida se sujetaba el vientre aún dolorido. Se quitó el raído jersey que cubría su torso, para arropar al niño que se acurrucaba en la caja que le servía de cuna. Al otro lado de la puerta, el cajero automático iba entregando sus billetes: ahora a uno, después a otro, y a otra, y a otro, que se abrazaban y seguían su parranda por la calle.

Entre los periódicos arrugados se podía leer en grandes letras, adornadas con guirnaldas, la fiesta que se celebraba: FELIZ NAVIDAD 2011.

La madre, escondida en el rincón oscuro del vestíbulo, y cubierta por la sombra del cajero, miraba con ternura a su pequeño. El niño lloraba, encogido dentro de la caja de cartón.

«No llores mi niño, no llores, que estoy aquí junto a ti. Hoy es Navidad, y el Niño Dios nació como tú en un pequeño portal de paja. No llores mi niño, no llores, que mamá te cuidará siempre».

El frío mantenía morados los labios del bebe, que intentaban arrancar un poco de comida de los secos pechos de la madre. Ella los apretaba con fuerza, en un vano intento de hacer que unas gotas de leche aparecieran en sus maltrechos pezones.

«Espera, mi vida, espera, que pronto alguien dejará algún yogurt, o tal vez un poco de leche fresca, sobre el cubo de la basura. Espera, mi vida, que enseguida se calmará tu hambre».

El cajero seguía repartiendo billetes entre voces alegres que esperaban inquietas. La tarde avanzaba gris, y un viento de nieve silbaba una canción triste de navidad al otro lado del cristal. El aire helado entraba por las rendijas de la puerta, y la piel del niño se cubría de frío. La madre amontonaba periódicos viejos sobre la cuna de cartón, que los pies del niño removían en una inocente lucha por encontrar calor. Las manos del niño tiritaban.

«No te preocupes mi niño, sólo es frío, que pasará deprisa. Cuando acabe la noche y el nuevo día aparezca, llegará el sol para espantar al frío. No te preocupes mi niño, sólo es frío, y se irá cuando llegue el día».

La tarde seguía avanzando y buscando la noche, y las sombras comenzaban a luchar contra las luces de colores que salpicaban el pequeño cielo artificial que colgaba entre las fachadas de las casas. En la calle se oían villancicos que salían de gargantas saturadas de champán y turrón. El cajero seguía dando billetes. En el interior, la madre cogía a su hijo entre los brazos para intentar darle un poco de calor. Los ojos inocentes y suplicantes del niño mostraban su hambre no saciada de recién nacido.

«No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche, y la oscuridad te hará dormir; y cuando estés dormido iremos a buscar comida puerta a puerta, que hoy es Navidad y habrá gente buena que cubrirá su conciencia con un poco de leche caliente, que hará que tu hambre deje de ser hambre para quedar convertida solamente en miseria. No sufras, mi vida, que pronto caerá la noche e iremos a buscar comida».

El sonido monótono y metálico del cajero seguía repitiéndose una y otra vez. El frío llenaba el interior de la caja de cartón que contenía el pequeño cuerpo del niño. Los cristales empañados dejaban ver las luces de colores difuminadas por la neblina y las siluetas felices que cruzaban por la acera. La noche seguía avanzando. El cajero seguía repartiendo dinero. Las gentes se despedían deseándose felicidad eterna. Un aire gélido inundaba cada rincón del vestíbulo, y la madre intentaba proteger con sus brazos el cuerpo helado de su hijo. El niño ya no lloraba, sólo unas lágrimas cristalinas que cruzaban su cara mostraban su agónica existencia.

«Mi niño, mi amor, no te rindas ahora; mira la luna que ya está en lo alto. Espera, que pronto mi cuerpo tendrá leche para alimentar tu cuerpo. Mi vida, no te rindas, que no tardando mucho llegará el sol luminoso y caliente. Ven, acurrúcate entre mis pechos, deja que mi calor espante tu frío. Resiste, mi amor, mi niño, no te rindas ahora».

Fuera, bajo el cielo frío del invierno, los villancicos atravesaban los cristales de las ventanas de las casas, y se fundían con las luces de colores que adornaban la calle. Las risas llegaban hasta la puerta de la sucursal bancaria. Dentro, entre la oscuridad, el niño ya no tiritaba, ni lloraba, ni movía sus pequeñas manos moradas, ni pataleaba entre los periódicos viejos; estaba muy quieto dentro de la caja de cartón, y la madre dejaba escapar una lágrima al tiempo que cerraba, con sus temblorosos dedos, los apagados ojos del niño.

«Mi niño, ahora el cielo te esperará caliente, y las nubes formarán entre ellas una cuna blanda que recogerá tu tierno cuerpo, y las estrellas lucirán toda la noche para celebrar contigo la Navidad, y cuando salga el sol, tú estarás lejos de este frío mundo que te vio nacer y que nunca quiso conocerte. Mi niño, mi amor, mi vida, ahora tendrás un cielo caliente, sólo para ti».

El cajero volvía a dejar caer más billetes, que alguien recogía mientras cantaba a la navidad. Al otro lado, el pequeño cuerpo del niño permanecía, inerte y frío, dentro de su cuna de cartón. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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