ROMÁN DÍAZ AYALA, romandiazayala@gmail.com
HUMANES (MADRID).
ECLESALIA, 15/10/12.- “El Reparador de la salvación humana, Jesucristo, quien, antes de subir a los cielos, ordenó a sus Apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes, les hizo también, como apoyo y garantía de su misión, la consoladora promesa: Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). Esta gozosa presencia de Cristo, viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa, se ha advertido sobre todo en los períodos más agitados de la humanidad (…) Confiad, yo he vencido al mundo (Jn 16,33)”
Con estas palabras el querido y llorado papa Juan XXIII anunciaba al mundo, que quedaba oficialmente convocado el Concilio Vaticano II, un 25 de diciembre de 1961. A esta Constitución Apostólica se había llegado cuando dos años antes, el 25 de enero de 1959, dio a conocer a los cardenales de Roma su propósito de convocación y entonces se pusieron en marcha los períodos ante preparatorio (1959-1960) y preparatorio (iniciado el 5 de junio de 1960)
En estos días (11 de octubre de 1962) se cumplen cincuenta años de la Apertura del Concilio, y con esa sencillez y claridad de espíritu nos decía en el documento que analizamos, la Constitución de convocatoria del Concilio, que esperaba de las deliberaciones su influjo que “llegará a iluminar con su luz cristiana y penetrar de fervorosa energía espiritual no sólo lo íntimo de las almas, sino también el conjunto de las actividades humanas”.
El Papa Angelo Roncalli sabía de qué estaba hablando. Conoció de primera mano la tragedia de la primera guerra mundial y perteneció a la generación testigo del período de entreguerras con su colofón de la Conflagración final, los holocaustos, más Hiroshima, Nagasaki… La división del mundo en dos bloques, la Guerra Fría, la Guerra de Corea, y cuando “el primer anuncio hecho por Nos el 25 de enero de 1959, fue como la menuda semilla que echamos en tierra con ánimo y mano trémula”, entonces había triunfado una Revolución en Latino-américa, un régimen en Cuba que se pasó al bloque socialista, y que encendió la llama de la insurrección en el continente. Luego vendrían las dictaduras militares.
La Segunda Guerra dejó un mundo convulso que parecía dominado por la técnica y la economía y que recrudecía nuevas formas de colonialismo en los países que se independizaban políticamente. Sus dos encíclicas, Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963) daban la clave para que entendiéramos el reto del Concilio y sobre qué energía espiritual hablaba que emanando del Concilio iluminase y penetrase “el conjunto de las actividades humanas”. “La Iglesia no tiene una finalidad primordialmente terrena, no puede, sin embargo, desinteresarse en su camino de los problemas relativos a las cosas temporales ni de las dificultades que de éstas surgen”.
No se trata de un interés meramente intelectual y ajeno a la vida propia. Ya se encarga de explicitarlo más: “Ella (la Iglesia) sabe cuánto ayudan y defienden al bien del alma aquellos medios que contribuyen a hacer más humana la vida de los hombres, cuya salvación eterna hay que procurar”.
Entendía Juan XXIII la presencia de la Iglesia, “de hecho o de derecho”, en las instituciones y en la elaboración de una doctrina social. El Concilio luego promulgó que la Iglesia era todo el Conjunto del Pueblo de Dios donde los fieles todos tenían su protagonismo y una función plena. Fue iniciativa del papa que tuviéramos una plena comprensión de la Iglesia como el conjunto de quienes somos la fiel “imagen divina que le imprimiera en su rostro el divino Esposo, que la ama y protege, Cristo Jesús”. Nos pidió los esfuerzos necesarios para la unidad llamando a los no católicos romanos “hermanos separados”.
Y, por último quiero mencionar que a la pregunta de para qué sirve el Concilio, el papa Juan nos decía: “juzgamos que formaba parte de nuestro deber apostólico el llamar la atención a todos nuestros hijos para que, con su colaboración a la Iglesia, se capacite ésta cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo”. Entendía el papa que debía obedecer a “una voz íntima de nuestro espíritu, hemos juzgado que los tiempos estaban ya maduros para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el nuevo don de un Concilio Ecuménico” (…) “para incrementar en el espíritu de los fieles la gracia de Dios y el progreso del cristianismo”.
Más abajo todavía, y para seguir respondiendo a la pregunta de para qué sirve el Concilio, nos dice que en aquel momento “la Iglesia anhela fortalecer su fe y mirarse una vez más en el espectáculo maravilloso de su unidad; siente también con creciente urgencia el deber de dar mayor eficacia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, así como el de aumentar la difusión de la verdad revelada y la consolidación de sus instituciones”.
Hubo muchas resistencias, todas venían de dentro de la Jerarquía y de la Curia Romana. Los obispos estadounidenses vivían un poco ajenos a los problemas más acuciantes, porque el liderazgo de todo orden ejercido por su Gobierno impedía ver las raíces de los conflictos que sacudían al mundo y porque la iglesia americana gozaba de un gran prestigio ascendente y el reconocimiento social de amplios sectores. No en balde por primera vez en su historia elegían a un católico para la Presidencia de la Nación en 1960, católico y de ascendencia irlandesa, un descendiente de inmigrantes.
Los obispos de todo el mundo, incluido los estadounidenses tuvieron su conversión del Camino de Damasco en cuanto el Concilio comenzó su andadura.
Los españoles tenían otros problemas. Salieron del Concilio divididos formando parte de los dos sectores, los aperturistas y renovadores y algunos que se refugiaron en una postura muy conservadora que sólo admitía los aspectos formales de la Reforma. Nuestros problemas interiores prevalecieron y el “progreso cristiano” que nos pidió Juan XXIII sólo se realizó a medias.
Seguimos en tiempos mesiánicos. El querido papa Juan nos dio la clave y debo citarle de nuevo: “acogiendo como venida de lo alto una voz íntima de nuestro espíritu”.
Hermanos queridos, ante la crisis sigamos la voz íntima que viene de lo alto y observemos los signos de los tiempos. Lo dijo él. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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