Jesús no habla de un programa para escogidos, sino para todo cristiano. Y todos comprendemos perfectamente que las exigencias planteadas por Jesús no se reducen a una eucaristía dominical ni a unas prácticas morales o a algunas creencias, sino que se refieren a la globalidad de la vida, al talante, al espíritu con que hemos de vivirla.
Jesús nos pide la orientación total de nuestra existencia, que hay que vivir desde el amor y el espíritu de servicio. Pero estas exigencias no son simplemente un precio que hay que pagar, sino la vivencia misma de la libertad, de una vida nueva, libre de la esclavitud de los ídolos.
Todo ello supone elegir a Jesús como el determinante último de nuestra vida. Significa estar animados por su Espíritu, sus sentimientos, sus afectos, sus criterios, su jerarquía de valores y actuar en la práctica movidos por ellos.
Es posible que nos llamemos cristianos porque nos bautizaron de pequeños, hicimos la primera comunión, incluso recibimos la “confirmación en la fe” cuando apenas éramos conscientes del sacramento que recibíamos, pero, posiblemente, en ningún momento de nuestra vida hemos optado realmente por Jesús.
El verdadero seguidor de Jesús en algún momento de su vida tendría que revisar todo lo que implica seguir a Jesús, el Señor, ver sus pros y sus contras, sus riesgos, lo que supone de cambio personal y social; analizar el Evangelio, pensar, reflexionar y finalmente decidir de tal manera que esta opción adulta y consciente no nos deje dudas sobre qué camino queremos seguir.