“Cuando se te llene la boca proclamando la paz procura tener aún más lleno el corazón”. San Francisco de Asís
MARÍA TERESA SÁNCHEZ CARMONA, teresa_sc@hotmail.com
SEVILLA.
ECLESALIA, 08/10/12.- Se podría decir que era buena persona, un hombre campechano de ésos que al poco de conocerle parece que fuese amigo de toda la vida. Era amable, como suele decirse, por dentro y por fuera. Desde luego había algo en su apariencia que no pasaba desapercibido: no sé si el pelo castaño, ligeramente ensortijado; acaso esos ojos avispados y despiertos, con un brillo inteligente en su fondo, como el de un niño entusiasmado con sus juegos. Pero sin duda lo más hermoso era su sonrisa, ¡qué sonrisa! La tenía siempre en los labios, entregada y abierta, lista para contagiar otros rostros con su serena alegría.
No es frecuente encontrar personas como él hoy en día, la verdad, con esa sencilla transparencia. Porque no era simpleza ni ingenuidad, no. Era otra cosa: una sencillez manifiesta, un puro sosiego en la manera de ser y de actuar. En las cosas de cada día, entiéndame. No me refiero a grandes acontecimientos ni sucesos sobrenaturales (aunque déjeme decirle que más de una vez sorprendió a todos con sus planteamientos, empezando por su propia familia). Pero esa interioridad suya encontraba un cauce certero en los detalles cotidianos, en la experiencia de cada día. ¿Cómo decirle? Transmitía una apacible calma en todo cuanto hacía, un saber detenerse a contemplar y acoger con los cinco sentidos puestos en cada instante concreto, con el corazón entero ofrendado, como si no existiese nada ni nadie más en el mundo.
Le gustaba pararse con las personas, la mirada fija en los ojos que le hablaban como si quisiese leer en lo profundo de su alma. Esa capacidad de acogida la trasladaba a todo cuanto hacía, no crea; se deleitaba contemplando la naturaleza en sus más pequeños matices: la hoja a punto de caer del árbol, el zumbido de una abeja en las tardes de verano, la manera pausada de posar su mano sobre la cabeza del perro… Poseía este hombre una sensibilidad infinita, tierna y delicada, sutil: uno lo veía y daba la impresión de que no era más que lo que mostraba, tal era su transparencia en actos y palabras. Sin embargo, cuando le escuchabas hablar (en un discurso donde el silencio hacía de tonada para unas pocas palabras leves) – digo – cuando le escuchabas hablar te dabas cuenta de que lo visible era apenas una gota frente al mar de emociones que llevaba dentro: mar calmo la mayor parte del tiempo, pero me consta que otras debió sentirlo como un mar bravío y desatado en olas, tormenta que hubiese hecho zozobrar su débil barca… de no haber sido por su fe y su inquebrantable esperanza.
De algún modo, todo cuanto él hacía quedaba convertido en un canto de espíritu, en un diálogo con el misterio. Es la impresión que daba, él y aquella otra chica con la que salía a pasear por los cerros, a esa hora en que el sol y la luna cruzan sus órbitas en el cielo. Atardecer de un día, despertar de estrellas. Se amaban. Eso dicen algunos, que se conocían y se amaban. Quizá era al revés; quizá se amaban tan profundamente que era como si se conociesen desde siempre. Quién sabe. El caso es que uno y otro coincidían en ese lugar del alma donde sobran las palabras, pues compartían una misma música de espíritu, una sed, un mismo fuego, un íntimo anhelo de paz, un sagrado enamoramiento. Se amaban, estaban habitados por un mismo Amor más allá de todo espacio y todo tiempo: un amor expansivo que, lejos de cerrarse en sí mismo, les movía también a buscarlo en cada criatura. Amor desbordado del corazón a los labios, tan bello que era capaz de inspirarle Cánticos y poemas, tendidos como lazos de unión con el universo. Por eso hay quienes dicen que ellos dos nunca se separaron: porque se alentaron para seguir viviendo la misma búsqueda en trascedente sintonía, con la misma serena alegría…
Muchos le tomaban por loco. Imagínese, hoy en día, ¿quién estaría dispuesto a dedicar su vida para llevar a otros el puro amor? ¿quién encuentra tiempo para detenerse a contemplar las nubes y las estrellas, para seguir el recorrido de un insecto sobre la tierra y observar el crecimiento de las flores? ¿Quién se permite soñar que otro mundo es posible? ¿quién camina sin más rumbo ni meta que conmover el corazón de los hombres? Juglar de Dios le llamaban, el pobrecillo de Asís, mendigo… Y le diré que ciertamente lo era, pues nada tenía sino amor. Y ni eso, porque ya sabe usted que el amor no se posee ni se aferra… brota sin más, se desborda en el corazón desde no se sabe dónde, y llega un momento en que sencillamente no puede contenerse por más tiempo. Así le ocurría a él: era tanto el amor que le habitaba, que se dedicaba a darlo a manos llenas. Por eso era un mendigo de amor, y a la vez el hombre más rico de la tierra: nos mostró que quien nada posee vive todo como riqueza; nos mostró que quien nada tiene para dar, tan sólo puede darse él mismo como ofrenda. He aquí su tesoro, y el más hermoso de todos los regalos que puede hacer un hombre. Es lo que él hizo: se entregó sin reservarse nada, de la túnica al corazón, de la piel al alma. A imitación de su Señor, Jesucristo. Pura entrega, sin detenerse en teorías: de palabra compartía versos y oraciones y algunos escritos que redactó para su orden, pero fue su manera de vivir la que resultaba sugestiva. Su manera de ser, ¡ya ve! Hubo algunos que no le entendieron, a pesar de sus gestos tan sencillos. No todos le reconocieron, a pesar de ser un hijo de vecino. Pero yo le aseguro que aquí nadie le ha olvidado.
A mí me ocurre que algunas tardes me asomo a la ventana y contemplo el cielo. Y le recuerdo, así sin más. O me siento a la puerta de mi casa y miro esos cerros por los que paseaba con su amiga Clara. Y ¿sabe? Es como si algo se me esponjase aquí dentro, como si se ensanchase el alma. ¿No ve? hasta la piel se me pone de gallina. Porque le diré un secreto: él era más que “él”. No sé si me explico, pero algo en ese muchacho hablaba de cosas más grandes que él mismo. En su mirada había un fuego sereno, un resplandor de vida, una invitación casi provocadora a ofrendar el alma en el día a día… Llámele Amor, llámele Dios lo que le movía, ¿importa acaso? Era un hombre de Dios porque de Él hablaban sus gestos, pero era también un enamorado de las personas, ¿entiende? Una persona como usted o como yo, pero con ese resplandor en los ojos que sólo tienen aquellos que están profundamente enamorados. Por eso pasó su vida buscando nuevas formas para transmitir a otros el Amor: ése que él intuía en cuanto le rodeaba y también, secretamente, en lo profundo de sí mismo. Porque el amor es creativo y busca siempre nuevas maneras de expresión. Incluso las más impensables. ¿O cómo se explica, si no, que le diese por acoger y cuidar a los leprosos? Como lo oye: se volcó absolutamente con estas personas, en realidad con todo aquél que manifestase algún tipo de necesidad. Sencillamente era alguien demasiado sensible para no hacerlo: se acercaba a ellos con el mismo cuidado que ponía en oler una flor; les hablaba con la misma emoción que se advertía en sus palabras cuando recordaba a su querida Clara.
Por éstos y otros gestos podría decirse que, a su manera, fue un revolucionario. Eso explicaría su iniciativa de reparar las iglesias que estaban en ruinas; el repentino afán por reformarlas que manifestó un día tras orar en la capilla de San Damián. Paradojas de la vida: fíjese que empezó por reconstruir iglesias deterioradas y terminó por renovarnos el sentir a nosotros mismos. Y eso que no siempre tendría claro lo que tenía que hacer ni cómo, no crea. Algunos hombres del pueblo le vieron caminar a solas por el monte durante muchos días. Iba demacrado, con el cuerpo bien cubierto por el hábito sin dejar ver apenas un centímetro de piel. La mirada perdida, como si fuese ciego, a tientas, buscando en su interior una luz perdida, como queriendo reavivar un entendimiento que sólo el corazón comprende…
Pese a todas las dificultades que pudo haber pasado, puedo decirle que en su vida no hizo sino transmitir a los demás una infinita alegría, una perfecta alegría que fue derramando a su paso como una lluvia de flores: la alegría de llevar a todos la verdadera paz de espíritu, ésa que el corazón ha descubierto antes en lo profundo de sí mismo. Sí, fue un hombre de paz, un hombre de bien; fue un buen hombre. ¿Cómo? ¿no se lo he dicho aún? Francisco, señor. Francisco era su nombre. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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