PABLO HERRERO HERNÁNDEZ, pabloherrero.hernandez@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA, 21/03/13.- En estas mismas columnas, escribía hace unos días José Antonio Pagola en su comentario a las lecturas de uno de los últimos domingos (ECLESALIA, 26/02/14): «Es sorprendente lo que está sucediendo con el Papa Francisco. Mientras los medios de comunicación y las redes sociales que circulan por internet nos informan, con toda clase de detalles, de los gestos más pequeños de su personalidad admirable, se oculta de modo vergonzoso su grito más urgente a toda la Humanidad: “No a una economía de la exclusión y la iniquidad. Esa economía mata”».
Y, en efecto, en el año exacto que el Papa Francisco lleva ocupando la Sede de Pedro, tengo la impresión de hallarme ante un magisterio torrencial, oceánico, ante el que me cuesta horrores «ponerme al día»; no ha terminado uno de leer varias de sus jugosísimas homilías diarias improvisadas en Santa Marta, cuando la última audiencia, la última homilía, el último encuentro, el último documento reclaman imperiosamente su atención. Por no hablar de la Evangelii gaudium, documento luminoso donde los haya y rompedor en más de un sentido, de la que sí me gustaría compartir con todos los amigos de Eclesalia, en las próximas semanas, algo de lo que más me ha llamado la atención.
Pues bien: en todo este providencial torrente de intervenciones, una que, por su importancia, creía yo que merecería una adecuada atención —esta vez, sobre todo, en medios eclesiales—, no me parece que haya sido lo suficientemente considerada ni meditada, ni siquiera leída. Se trata del discurso que sólo hace unos días, el 27 de febrero, dirigió el Papa a los miembros de la Congregación para los Obispos, que como todos sabemos, es la encargada de proponer al Sumo Pontífice los nombramientos episcopales. El discurso en cuestión lo podéis encontrar ya colgado y traducido al español en “Lo que el Papa Francisco quiere que sean los obispos” de la revista Ecclesia.
Creo que se trata de un discurso que, pese a estar dirigido prioritariamente a la Congregación encargada de los nombramientos episcopales y a los propios obispos, nos interesa a todos, pues, al trazar en él el Papa lo que podríamos llamar el «retrato robot» del obispo según su corazón, indudable y necesariamente está delineando para todos —sacerdotes, religiosos y laicos— el modelo de Iglesia que responde a sus aspiraciones.
Y, aunque nada en este discurso tiene desperdicio, dos o tres frases de él me han llamado la atención de manera muy especial. Escribe el Papa que los obispos han de ser «hombres custodios de la doctrina no para medir lo distante que vive el mundo de la verdad que esta contiene, sino para fascinar al mundo, para cautivarlo con la belleza del amor, para seducirlo con el ofrecimiento de la libertad que da el Evangelio. La Iglesia no necesita apologetas de sus propias causas ni cruzados de sus propias batallas, sino sembradores humildes y confiados de la verdad, que sepan que esta les es nuevamente encomendada una y otra vez y que se fíen de su poder. Obispos conscientes de que, incluso cuando sea de noche y la fatiga de la jornada los encuentre cansados, en el campo las semillas estarán germinando. Hombres pacientes, porque saben que la cizaña nunca será tanta como para llenar el campo. El corazón humano está hecho para el trigo; ha sido el enemigo quien, a escondidas, ha arrojado la mala semilla. Pero la hora de la cizaña ya está irrevocablemente fijada» (n.º 6; la cursiva es mía).
No hallo rastro, en todo el discurso del Papa, de una Iglesia perennemente enfrentada con el mundo y con la humanidad; de una Iglesia erigida en custodia de la única ética admisible y reivindicadora de que sus preceptos morales se conviertan en ley civil y positiva para que sean de obligada aplicación a todos los ciudadanos de una sociedad secular y pluralista; de una Iglesia en perpetuo estado de cruzada, en la que el victimismo y el triunfalismo no son sino las dos caras de una misma moneda; de una Iglesia en permanente estado de guerra —o, cuando menos, de sitio— frente a todo lo que caiga fuera de unos confines que ella misma va haciendo cada vez más estrechos. No hallo rastro de una Iglesia así en estas palabras del Papa Francisco, en las que encuentro, en cambio, la honda aspiración y la gozosa indicación de una Iglesia radicalmente distinta, en permanente proceso de conversión al Evangelio como condición necesaria para predicar ese mismo Evangelio; una Iglesia plenamente digna de ser y de llamarse «cristiana»: la Iglesia de este siglo XXI.
Ojalá no sólo los miembros de la Congregación para los Obispos, sino todas las Conferencias Episcopales y cada uno de sus pastores relean, mediten, interioricen y, sobre todo, «se apliquen» este importante texto del magisterio papal, con el que también todos y cada uno de nosotros, discípulos misioneros según la afortunada figura de la Evangelii gaudium, debemos confrontarnos. Será una ocasión de oro para que seamos Iglesia que «fascine al mundo, que lo cautive con la belleza del amor, que lo seduzca con el ofrecimiento de la libertad que da el Evangelio»; para que pasemos de parecer —y a veces de ser— una Iglesia en contra del ser humano, a ser Iglesia que esté realmente, y con todas las consecuencias, al servicio de él.
Quien estas líneas firma, laico devuelto gozosamente a la fe precisamente hace un año, tras casi veinte de increencia, así se atreve a esperarlo, a pedirlo en la oración y a intentar hacerlo realidad.
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).