🙏 SAN JUAN PABLO II – Para MÍ la VIDA es CRISTO – SAN PABLO
Para el obispo, sucesor de los Apóstoles, Cristo lo es todo. Puede repetir a diario con san Pablo: «Para mí la vida es Cristo…» (Flp 1, 21). Esto es lo que él debe testimoniar con toda su conducta. El concilio Vaticano II enseña: «Los obispos han de prestar atención a su misión apostólica como testigos de Cristo ante todos los hombres» (Christus Dominus, 11).
Al hablar de los obispos como testigos, no puedo por menos de hacer memoria, en esta solemne celebración jubilar, de los numerosos obispos que, en el arco de dos milenios, han dado a Cristo el supremo testimonio del martirio, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles y fecundando la Iglesia con el derramamiento de su sangre.
En el siglo XX, de modo particular, han abundando estos testigos, algunos de los cuales yo mismo he tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Hace una semana inscribí en el catálogo de los santos a cuatro obispos mártires en China: Gregorio Grassi, Antonino Fantosati, Francisco Fogolla y Luis Versiglia. Entre los beatos, veneramos a Miguel Kozal, Antonio Julián Nowowiejski, León Wetmanski y Ladislao Goral, que murieron en los campos de concentración nazis. A ellos se añaden Diego Ventaja Milán, Manuel Medina Olmos, Anselmo Polanco y Florentino Asensio Barroso, asesinados durante la guerra civil española. Además, en el largo invierno del totalitarismo comunista, florecieron en Europa oriental los beatos mártires Guillermo Apor, húngaro, Vicente Eugenio Bossilkov, búlgaro, y Luis Stepinac, croata.
Al mismo tiempo, es justo y necesario dar gracias a Dios por todos los pastores sabios y generosos que, a lo largo de los siglos, han ilustrado a la Iglesia con sus enseñanzas y sus ejemplos. ¡Cuántos santos y beatos confesores hay entre los obispos! Pienso, por ejemplo, en las luminosas figuras de san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales; pienso también en los Papas Pío IX y Juan XXIII, a quienes recientemente tuve la alegría de proclamar beatos.
Amadísimos hermanos, «rodeados por una nube tan grande de testigos» (Hb 12, 1), renovemos nuestra respuesta al don de Dios, que recibimos con la ordenación episcopal. «Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en Jesús», Pastor de los pastores (Hb 12, 1-2).