San Juan Pablo II habla a los Obispos en el jubileo del año 2000
1. «Concédenos, Señor, la sabiduría del corazón» (Salmo responsorial).
Hoy la plaza de San Pedro se asemeja a un gran Cenáculo, pues acoge a obispos de todas las partes del mundo, que han venido a Roma para celebrar su jubileo. La memoria del apóstol san Pedro, evocada por su tumba bajo el altar de la gran basílica vaticana, invita a volver espiritualmente a la primera sede del Colegio apostólico, el Cenáculo de Jerusalén, donde recientemente tuve la alegría de celebrar la Eucaristía, durante mi peregrinación a Tierra Santa.
Un puente ideal, que cruza siglos y continentes, une hoy el Cenáculo a esta plaza, en la que se han dado cita los que, en el Año santo 2000, son los sucesores de aquellos primeros Apóstoles de Cristo. A todos vosotros, amadísimos y venerados hermanos, os doy un abrazo cordial, que extiendo con el mismo afecto a cuantos no han podido venir, pero están unidos espiritualmente a nosotros desde sus sedes.
Juntos hagamos nuestra la invocación del Salmo: «Concédenos, Señor, la sabiduría del corazón». En esta sapientia cordis, que es don de Dios, podemos resumir el fruto de nuestra convocación jubilar. Consiste en la configuración interior con Cristo, Sabiduría del Padre, mediante la acción del Espíritu Santo. Para obtener este don, indispensable para el buen gobierno de la Iglesia, nosotros, los pastores, debemos ser los primeros en pasar a través de él, «puerta de las ovejas» (Jn 10, 7). Debemos imitarlo a él, «buen Pastor» (Jn 10, 11. 14), para que los fieles, escuchándonos a nosotros, lo escuchen a él y, siguiéndonos a nosotros, lo sigan a él, único Salvador, ayer, hoy y siempre.
2. Dios concede la sabiduría del corazón mediante su Palabra, viva, eficaz, capaz de penetrar hasta lo más íntimo del hombre, como nos ha dicho el autor de la carta a los Hebreos (cf. Hb 4, 12) en el pasaje que acabamos de proclamar. La Palabra divina, después de haber sido dirigida «en distintas ocasiones y de muchas maneras antiguamente a nuestros padres por los profetas» (Hb 1, 1), en los últimos tiempos fue enviada a los hombres en la persona misma del Hijo (cf. Hb 1, 2).
Nosotros, los pastores, en virtud del munus docendi, estamos llamados a ser heraldos cualificados de esta Palabra. «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Es una tarea exaltante, pero también una gran responsabilidad. Se nos ha confiado una palabra viva. Por tanto, debemos anunciarla con nuestra vida, antes que con nuestros labios. Es una palabra que coincide con la persona de Cristo mismo, el «Verbo hecho carne» (Jn 1, 14). Por consiguiente, es el rostro de Cristo lo que hemos de mostrar a los hombres; es su cruz lo que debemos anunciarles, haciéndolo con el vigor de san Pablo: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2).
3. «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10, 28). Esta afirmación de san Pedro expresa la radicalidad de la elección que se exige al apóstol, una radicalidad que resulta más clara a la luz del diálogo exigente de Jesús con el joven rico. Como condición para la vida eterna, el Maestro le indicó la observancia de los mandamientos. Ante su deseo de mayor perfección, le respondió con una mirada de amor y una propuesta totalitaria: «Anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres ―así tendrás un tesoro en el cielo―, y luego sígueme» (Mc 10, 21). Sobre estas palabras de Cristo cayó, como si el cielo se hubiera oscurecido repentinamente, la tristeza del rechazo. Entonces Jesús pronunció una de sus sentencias más severas: «¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!» (Mc 10, 24). Pero él mismo, ante el desconcierto de los Apóstoles, mitigó esa sentencia, recurriendo al poder de Dios: «Nada es imposible para Dios» (Mc 10, 27).
La intervención de san Pedro se convierte en expresión de la gracia con que Dios transforma al hombre y lo hace capaz de una entrega total. «Lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10, 28). Así es como se llega a ser apóstol. Y así es como se experimenta también el cumplimiento de la promesa de Cristo sobre el «ciento por uno»: el apóstol que ha dejado todo por seguir a Cristo ya vive en esta tierra, a pesar de las inevitables pruebas, una existencia realizada y gozosa.
Venerados hermanos, ¡cómo no expresar en este momento nuestra gratitud al Señor por el don de la vocación, primero al sacerdocio y después a su plenitud en el episcopado! Dirigiendo la mirada atrás, a las vicisitudes de nuestra vida, una gran emoción nos invade el corazón al constatar de cuántas maneras el Señor nos ha demostrado su amor y su misericordia. En verdad, «misericordias Domini in aeternum cantabo!» (Sal 89, 2).
4. Para el obispo, sucesor de los Apóstoles, Cristo lo es todo. Puede repetir a diario con san Pablo: «Para mí la vida es Cristo…» (Flp 1, 21). Esto es lo que él debe testimoniar con toda su conducta. El concilio Vaticano II enseña: «Los obispos han de prestar atención a su misión apostólica como testigos de Cristo ante todos los hombres» (Christus Dominus, 11).
Al hablar de los obispos como testigos, no puedo por menos de hacer memoria, en esta solemne celebración jubilar, de los numerosos obispos que, en el arco de dos milenios, han dado a Cristo el supremo testimonio del martirio, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles y fecundando la Iglesia con el derramamiento de su sangre.
En el siglo XX, de modo particular, han abundando estos testigos, algunos de los cuales yo mismo he tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Hace una semana inscribí en el catálogo de los santos a cuatro obispos mártires en China: Gregorio Grassi, Antonino Fantosati, Francisco Fogolla y Luis Versiglia. Entre los beatos, veneramos a Miguel Kozal, Antonio Julián Nowowiejski, León Wetmanski y Ladislao Goral, que murieron en los campos de concentración nazis. A ellos se añaden Diego Ventaja Milán, Manuel Medina Olmos, Anselmo Polanco y Florentino Asensio Barroso, asesinados durante la guerra civil española. Además, en el largo invierno del totalitarismo comunista, florecieron en Europa oriental los beatos mártires Guillermo Apor, húngaro, Vicente Eugenio Bossilkov, búlgaro, y Luis Stepinac, croata.
Al mismo tiempo, es justo y necesario dar gracias a Dios por todos los pastores sabios y generosos que, a lo largo de los siglos, han ilustrado a la Iglesia con sus enseñanzas y sus ejemplos. ¡Cuántos santos y beatos confesores hay entre los obispos! Pienso, por ejemplo, en las luminosas figuras de san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales; pienso también en los Papas Pío IX y Juan XXIII, a quienes recientemente tuve la alegría de proclamar beatos.
Amadísimos hermanos, «rodeados por una nube tan grande de testigos» (Hb 12, 1), renovemos nuestra respuesta al don de Dios, que recibimos con la ordenación episcopal. «Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en Jesús», Pastor de los pastores (Hb 12, 1-2).
5. Al considerar el misterio de la Iglesia y su misión en el mundo contemporáneo, el concilio ecuménico Vaticano II sintió la necesidad de dedicar una atención especial al oficio pastoral de los obispos. Hoy, en el umbral del tercer milenio, el desafío de la nueva evangelización pone ulteriormente de relieve el ministerio episcopal: el pastor es el primer responsable y animador de la comunidad eclesial, tanto en la exigencia de comunión como en la proyección misionera. Frente al relativismo y al subjetivismo que contaminan gran parte de la cultura contemporánea, los obispos están llamados a defender y promover la unidad doctrinal de sus fieles. Solícitos por las situaciones en las que se pierde o ignora la fe, trabajan con todas sus fuerzas en favor de la evangelización, preparando para ello a sacerdotes, religiosos y laicos y poniendo a su disposición los recursos necesarios (cf. Christus Dominus, 6).
Recordando la enseñanza conciliar (cf. ib., 7), hoy queremos expresar desde esta plaza nuestra solidaridad fraterna a los obispos que son objeto de persecución, a los que se encuentran en la cárcel y a los que impiden ejercer su ministerio. Y, en nombre del vínculo sacramental, extendemos con afecto el recuerdo y la oración a nuestros hermanos sacerdotes que sufren esas mismas pruebas. La Iglesia les agradece el bien inestimable que, con su oración y su sacrificio, aportan al Cuerpo místico.
6. «Descienda sobre nosotros la bondad del Señor, nuestro Dios, y haga prósperas las obras de nuestras manos, ¡prospere la obra de nuestras manos!» (Sal 89, 17).
En nuestro jubileo, amadísimos hermanos en el episcopado, la bondad del Señor ha descendido con abundancia sobre nosotros. La luz y la fuerza que brotan de ella sin duda harán prósperas «las obras de nuestras manos», es decir, el trabajo que se nos ha confiado en el campo de Dios que es la Iglesia.
En estas jornadas jubilares, para nuestro apoyo y consuelo, hemos querido subrayar la presencia de María santísima, nuestra Madre, en medio de nosotros. Lo hicimos ayer por la tarde, con el rezo en común del rosario, y lo hacemos hoy, con el Acto de consagración, que realizaremos al final de la misa. Es un acto que viviremos con espíritu colegial, sintiendo cercanos a nosotros a los numerosos obispos que, desde sus sedes respectivas, se unen a nuestra celebración, realizando con sus fieles este mismo acto. La venerada imagen de la Virgen de Fátima, que tenemos la alegría de acoger en medio de nosotros, nos ayuda a revivir la experiencia del primer Colegio apostólico, reunido en oración en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús.
Reina de los Apóstoles, ruega con nosotros y por nosotros, para que el Espíritu Santo descienda con abundancia sobre la Iglesia, a fin de que resplandezca en el mundo cada vez más unida, santa, católica y apostólica. Amén.