En el latín clásico, papa (del griego páppas), significaba “padre” o ‘”papá”, un término utilizado para referirse a los obispos en el Asia Menor y que desde el siglo XI, se utiliza exclusivamente para designar al Papa de la iglesia católica. Es una buena definición como cabeza de la iglesia porque indica un ascendente amoroso de cuidado y guía incondicional.
Algunos papas han sido más acertados que otros, han cumplido mejor su papel de maestros y profetas que otros. En el caso de Francisco, pese al poco tiempo que lleva en esta difícil misión, se ha ganado por derecho propio al menos dos consideraciones: la de ser creíble (ejemplar, generador de confianza) y la de su humildad que para nada le impide actuar con audacia evangélica. A la gran mayoría de creyentes y no creyentes nos ha sorprendido por su amor a los más pequeños y por su denuncia profética dentro y fuera de la iglesia. Algunos le piden más celeridad en los cambios que ya ha comenzado de puertas a dentro, mientras que otros asisten con preocupación cada vez que reivindica el evangelio frente a prácticas intolerables, incluidas las del neoliberalismo como sistema injusto a superar (“Esta economía mata”, ha llegado a decir).
Pero la pregunta sigue en pie: ¿quién sigue a este papa? Porque una cosa es aplaudir sus manifestaciones y su coherencia, y otra bien diferente subirse a ese carro incómodo de la coherencia y denuncia profética que implica necesariamente cambios reales en nuestras actitudes y relaciones humanas. Parece como si quisiéramos que Francisco fuese capaz de cambiar las cosas y hasta las conductas humanas pero de manera que no nos salpique mucho. Una especie de admiración la nuestra que se rinde a su capacidad de comunicador que nos transmite lo que Cristo quiere ahora de nosotros, pero deseando encarecidamente que sea él y solo él quien lleve a cabo la colosal tarea de lograr un mundo mejor. Lo que nos gustaría en realidad es que sea capaz de cambiar lo que haga falta pero sin que ello implique nuestra conversión e implicación real en dicha tarea.
El papa ha generado montones de titulares sorprendiendo a propios y extraños. Ha cultivado la compasión y la misericordia zarandeando el entramado legal a la manera de Jesús de Nazaret. Nos ha esponjado el camino de la salvación poniendo el acento en la implantación del Reino y su justicia (las dos cosas) para que vuelvan a brotar la alegría de vivir y la esperanza. Los católicos le hemos escuchado entre sorprendidos y admirados, pero no parece que hayamos pasado de ahí. No he visto a centenares de obispos levantar su voz adhiriéndose a su mensaje, ni la mayoría de cardenales parece haber despertado de su letargo de siglos; unos pocos acompañan al papa en un trabajo en equipo tratando de darle la vuelta a un Estado vaticano para convertirlo en el epicentro del mensaje de Cristo contrario a una doctrina filosófica o un centro de poder puro y duro.
A la pregunta ¿La prioridad de la Iglesia hoy? Francisco responde que “Lo que más se necesita es la misericordia, misericordia y valentía apostólica”. No es en absoluto una respuesta retórica sino ejemplar que necesita de nuestro apoyo explícito y de nuestra conversión católica, es decir, universal que no puede quedarse en el Papa y en esa minoría misionera que trabaja heroicamente siguiendo a Jesús y que también seguiría siendo heroica sin este Papa. Francisco necesita que le sigan: los cardenales, obispos y laicos así como tantísimas personas de buena voluntad agnósticos o de otras religiones que se sienten removidos por el mensaje y su actitud. Nuestro papa necesita seguidores pero no solo en Twitter o en las entrevistas de la televisión.
A los que ya se impacientan porque Francisco no imprime más celeridad a sus reformas anunciadas, deben reconsiderar qué velocidad han puesto en la conversión de sus propias vidas y en la transformación de sus entornos familiares y sociales. Nos hemos convertido en espectadores de la vida en lugar de sus transformadores, como nos pide el Maestro. A la manera de Jesús, este Papa está más solo de lo que parece. Ya veremos si alguna vez pintasen bastos, cuántos admiradores suyos saldrían corriendo o simplemente no se moverían porque nada les delataría: nunca cambiaron de actitud.