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PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE MADRID A CARGO DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR D. JAIME MAYOR OREJA.

Eminentísimo y Reverendísimo Cardenal-Arzobispo de Madrid, Eminentísimo señor obispo, Señores miembros del cabildo, Señoras y señores, queridos amigos.
Es un inmenso honor pronunciar en esta Catedral de la Almudena de Madrid el pregón de la Semana Santa de 2012.
Pronunciar un Pregón constituye siempre un privilegio, una oportunidad para hacer pública tu fe, pero poder hacerlo en la Catedral de la capital de España, acrecienta la responsabilidad del pregonero. Pronunciar un pregón de Semana «Santa» en Madrid, pocos meses después de la Semana «inolvidable» y «profunda» que vivimos con ocasión de la J.M.J. se transforma en un pregón de acción de gracias. Pregonar la Semana Santa no es sólo anunciar la llegada de un periodo especial en la vida de la Iglesia. Pregonar la Semana Santa es aspirar a que el sentido profundo de estos días llene el año entero, nos llene la vida entera. Es aspirar a que la pasión, la muerte y la resurrección que rememoramos irradien su luz sobre nuestra vida y sobre nuestra muerte, sobre las de todos los hombres.
Porque la muerte de Jesús es una lección permanente de vida. Una lección para nuestras vidas, un acontecimiento que no sólo debemos recordar sino del que debemos aprender las muchas enseñanzas que nos ofrece para hacer frente a los problemas de cada día.
Esta ha sido siempre mi creencia. Permítanme, les pido perdón por ello, que arranque con una vivencia personal que remarcó en mi vida la conveniencia -diría incluso necesidad-, de saber buscar y de encontrar puntos de encuentro entre nuestra modesta experiencia cotidiana y la grandiosa realidad de la Pasión de Jesús. El 10 de febrero de 1997 realicé mi primer viaje a Israel y a Tierra Santa. Lo hice como joven y aún inexperto ministro del Interior del Gobierno de España. Pero el objetivo más importante era honrar y homenajear a una víctima del terrorismo, una persona admirable, Fernando Múgica Herzog, que había sido asesinado el año anterior en San Sebastián. Ese día, mientras yo visitaba el Museo de la Historia del Holocausto en Jerusalén, se me informó de que un coche-bomba había asesinado a Domingo Puente Marín, peluquero de la base militar de Armilla, en Granada. La explosión también hirió de gravedad a otras personas que viajaban en la misma furgoneta que él. Inmediatamente decidí suspender el viaje y regresar a España. Sin embargo, había un problema. Los pilotos del avión oficial que me trasladaba tenían permiso porque el viaje era de varios días, y no había forma de encontrarlos. A la espera de que se les pudiera localizar, el ministro del Interior israelí decidió llevarme a conocer los Santos Lugares.
Cuando estaba visitando el Huerto de los Olivos, se me comunicó que un miembro de la Mesa Nacional de Herri Batasuna, Eugenio Aramburu, había aparecido muerto, ahorcado en un caserío en Mallabia, poco antes de comparecer ante el Tribunal Supremo. Allí mismo, me informaron de la petición de comparecencia urgente en el Congreso, por el suicidio de un preso de ETA, José María Aranzamendi, en la celda de Alcalá Meco. Mi inquietud, como comprenderán, crecía, pero los pilotos seguían sin aparecer Seguimos visitando los Santos Lugares, y en el momento en el que me acercaba al lugar donde comenzaba el Gólgota, al pie de la escalinata, se me informó de que el magistrado de lo Social del Tribunal Supremo Rafael Martínez Emperador, había sido objeto de un atentado. Poco después, justo cuando me introducía en el lugar que ocupó la cruz de Cristo, me comunicaron su muerte. Unos minutos más tarde, me informaron de que los pilotos habían sido localizados y pude llegar horas después a la Sede del Tribunal Supremo donde habían instalado la capilla ardiente del Ilustre Magistrado.
Para mí, la experiencia de visitar los lugares de la pasión y de la muerte de Jesús mientras yo mismo vivía este modesto calvario personal, reafirmó la evidencia de que podemos hallar puntos de encuentro entre la experiencia terrible de Cristo y nuestras propias experiencias personales. Referencias capaces de guiarnos a través de esos momentos oscuros y difíciles por los que todos pasamos, hasta encontrar la trascendencia de lo que puede parecer algo sin sentido. En aquel 10 de febrero fue para mí muy fácil acercar mis momentos a los momentos de la cruz.
Pero no hace falta pasar por una experiencia como aquella para acercarse a la cruz. En ella podemos encontrar siempre un camino seguro. En ella podemos encontrar siempre las lecciones que necesitamos. Lecciones con las que encarar momentos de crisis personal o social como los que ahora vivimos.
La crisis, las crisis forman parte de nuestras vidas. A veces, las tenemos que afrontar en soledad, porque nos afectan sólo a nosotros, a nuestra familia, a nuestros amigos; y en otras ocasiones, como en los tiempos actuales, vivimos una crisis colectiva, una crisis de conciencias, de valores, de actitudes, una crisis que me atrevo a calificar como una crisis global y total. Yo quisiera evocar en este pregón algunas de esas enseñanzas permanentes de la cruz. Al menos, las que más me han ayudado, iluminado o guiado. Quisiera hacer presentes cuatro de esas lecciones, porque me parecen muy necesarias. Esas cuatro lecciones se refieren al valor de la alegría, del silencio, de la verdad y de la familia.
Queridos amigos,
La primera lección de la Semana Santa es la alegría. No puede haber una alegría mayor y más profunda que la que brota de la vivencia personal de lo que significa para uno mismo y para la humanidad la Pasión de Nuestro Señor. Su muerte, llena de perdón y de amor hacia todos; y su resurrección, silenciosa y discreta, capaz de transformar de raíz la historia misma.
En el momento en que Jesús se hace presente en el camino de Emaús, todo ha cambiado ya para siempre. La tristeza se ha transformado en alegría. En una alegría nueva, que nunca se había producido hasta ese momento. Una alegría distinta de todas las demás.
Cuando san Lucas concluye su evangelio relatando la ascensión de Jesús, relatando cómo, literalmente, Él “se separó de los discípulos”, añade que éstos, pese a esa ausencia del Maestro, “se volvieron a Jerusalén llenos de alegría”.
Alegría es una palabra que puede parecer extraña en el contexto de la Semana Santa. Pero alegría es lo que san Juan nos dice que llenó el corazón de los discípulos cuando Jesús se apareció en medio de ellos enseñándoles sus manos heridas y su costado traspasado. “Gran alegría” es lo que san Mateo nos dice que sentían las dos Marías cuando corrían a llevar a los discípulos la noticia de la resurrección que el ángel acababa de manifestarles en el sepulcro. Alegría es lo que sustituyó a la tristeza y al llanto en que san Marcos nos dice que se encontraban sumidos los discípulos antes de que Jesús se les apareciera cuando iban al campo.
Y alegría es una de las últimas palabras que san Lucas escribe en su evangelio.
Alegría es la gran palabra que corona las Escrituras y que corona la Semana Santa. Una alegría profunda, inagotable; una alegría que ha llegado hasta nosotros porque la Iglesia nos la ha traído y que mana para siempre y para todos desde el sepulcro vacío.
Esa alegría del alma, esa alegría integral, tiene una explicación sencilla: es la alegría de saber que el bien absoluto ha resultado ser la verdad absoluta. De saber que Jesús verdaderamente ha resucitado, que está vivo, que está aquí, que está ahora mismo con nosotros. Sentado a nuestro lado.
Es también la alegría por la redención de la humanidad, unida y vinculada a la resurrección de Jesús. Recordemos el Vía Crucis: por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Alegría porque la muerte de Jesús abre el perdón, la vida eterna, la felicidad eterna.
¡Como no van a ser razones para nuestra autentica alegría, que contrasta con las falsas alegrías en las que tantas veces nos refugiamos!
La historia de la humanidad tiene un antes y un después de Cristo.
Pregonar la Semana Santa es, por tanto, afirmar que la historia cambió para siempre cuando hace dos mil años Jesús murió en la cruz por cada uno de nosotros, y que resucitó al tercer día, inaugurando una vida nueva, distinta, completa; una vida que Dios ha querido que sea también la nuestra. Lo ha querido sin que lo merezcamos, lo ha querido como un don, por pura bondad.
No hay, no puede haber, una alegría mayor. Cuando me refiero a la alegría como una lección de la Cruz, estoy aceptando y reconociendo que hay circunstancias en nuestra vida, en la crisis, tanto en el ámbito personal como en el colectivo, que rozan y a veces te introducen en la tragedia. La búsqueda del valor de la alegría, en estas circunstancias, exige un esfuerzo sobrehumano, una actitud y una aproximación trascendente, en la que se precisa más que nunca la fe, para saber abrazar la cruz imitando a Cristo.
Esta, queridos amigos, es la primera lección de la Semana Santa que yo quiero recordar: vamos camino de la alegría. Tenemos abierto el camino de la alegría. Tomarlo depende de nosotros.
La segunda lección es el valor y el sentido del silencio. No sólo del nuestro, sino también del silencio de Dios. Muchas veces nuestra vida personal, y también la vida de las sociedades, hacen difícil que podamos reconocerlas como un don nacido de la bondad de Dios. Muchas veces la vida parece más un castigo, y en ocasiones un castigo cruel; un castigo incomprensible, inmerecido. La vida puede hacerse tan dura que casi parece imposible pensar que pueda haber un Dios de bondad.
Son momentos en los que, en palabras de san Pablo, “la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios [ ], con la esperanza de ser librada de la esclavitud de la destrucción” .

Con frecuencia la alegría del cristiano parece chocar con la realidad de las cosas. Con la realidad del sufrimiento e incluso de la muerte. Con la realidad de la injusticia, de tantos y tantos hechos cotidianos en los que no parece existir modo alguno de reconocer la presencia de Dios vivo:
• ¿Dónde está Dios cuando la vida humana es tratada con desprecio, cuando ponerle fin se convierte en un derecho? ¿Dónde, cuando la mentira parece triunfar sobre la verdad?
• ¿Dónde está cuando la vida de un niño se pierde sin que ni siquiera se llegue a percibir su valor?
• ¿Dónde está cuando se nos impone un peso insoportable, cuando no podemos más? ¿Dónde está cuando nos venimos abajo?
• ¿Dónde, cuando las familias se rompen, cuando incluso se las ataca desde las instancias que debieran protegerlas?
• ¿Dónde está Dios cuando hasta Él parece habernos abandonado?
• ¿Dónde estás, Señor, pensaba yo, aquel 10 de febrero?
• ¿Dónde está Dios cuando se le echa de menos, cuando sufrimos, cuando has perdido un hijo, cuando la vida nos arrolla; cuando se humilla al débil, cuando se pisotea la dignidad humana? ¿Dónde está cuando la historia escoge el camino equivocado?
Podemos condensar todas estas preguntas en una, en la misma que Benedicto XVI formuló ante las puertas del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, hace unos años: “¿Por qué, Señor, permaneciste callado?”
Ésa es, en efecto, la gran pregunta que recorre la historia: ¿por qué Señor, permaneces callado, en silencio, cuando tu obra se aparta de ti?
Queridos amigos, Benedicto XVI ha respondido a estas preguntas en uno de sus escritos. En un bello texto sobre el Viernes Santo, menciona el retablo de la catedral de Issenheim, pintado hace ahora quinientos años por Matthias Grünewald, y el valor espiritual que ese cuadro tiene para la comprensión de la Semana Santa. Permitidme citar brevemente sus palabras.
Dice el Santo Padre:
“Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y, sin embargo, a lo largo de toda la historia de la Iglesia esa figura ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Issenheim, pintado por Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los hombres que eran víctimas de las terribles epidemias que azotaban a la humanidad en la Baja Edad Media.
El crucificado está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que ante él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintieran identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron que la cruz que debían soportar era su salvación”.
Esta es la cita del Santo Padre.
Por tanto, queridos amigos, a todas las preguntas que hemos formulado hace unos instantes podemos dar una respuesta verdadera y una respuesta capaz de llevarnos hasta ese “abismo de la misericordia eterna” al que se refiere Benedicto XVI.
La respuesta a la pregunta sobre dónde está Dios mientras el hombre sufre, nos la proporciona la Semana Santa. Dios está en la cruz. Dios está donde lo pusimos. Donde Él aceptó humildemente que lo pusiéramos.
Dios está en la cruz. Dios encarnado, nacido de María. Sufriendo en su piel, en su carne, en su propio cuerpo cada uno de los golpes que el mal asesta a la humanidad en cualquier lugar del mundo. Atrayendo hacia sí todo el pecado del mundo. Dios está en cada vida truncada. En cada niño maltratado, herido o muerto; en cada lugar donde el mal despliega su poder; en cada violencia, en cada injusticia, en cada humillación.
¿Por qué, Señor, permaneces callado?, preguntamos. La respuesta es ésta, también del Santo Padre: Dios se nos ha acercado tanto que incluso hemos podido matarlo. Dios no calla porque esté lejos, Dios calla porque agoniza en la cruz. A nuestro lado, como parte de nuestra historia. Hecho hombre. Junto a nosotros.
Dios guarda silencio por respeto a la libertad del hombre, y porque está muriendo por nosotros para resucitar por nosotros. Nuestra libertad permanece intacta al precio de su vida, entregada para la salvación de los hombres.
Ésta es la lección del silencio, el insondable misterio del silencio de la Semana Santa. No es el silencio de un Dios ausente, es el silencio de un Dios tan cercano que podemos verlo morir ante nosotros.
Un Dios que se ha dejado matar porque esa es la forma que ha encontrado de estar a nuestro lado, pero que no concede a la muerte la última palabra.
Un Dios que muere por nosotros para darnos la vida. Que nos responde desde la cruz, abriéndonos sus brazos y perdonándonos pese a todo, con un silencio tan rotundo que es imposible no oírlo.
La Semana Santa en el mundo acelerado y ruidoso que hoy vivimos es una oportunidad para la reflexión, la profundidad, la espiritualidad, en definitiva, para la oración y el silencio. Rezo, canto, música. Todo ello son una misma cosa; oración.
Y hay otra forma de oración tan sentida y hermosa como todas ellas; el silencio. Recordemos a la Beata Teresa de Calcuta, cuando encadenaba admirablemente una serie de reflexiones. Decía: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz».
Señoras y señores, el ruido nos ha llevado a la crisis. El ruido es la expresión de la crisis. El ruido, lo accesorio, lo superfluo, es la expresión de la crisis.
El ruido te hace perder con facilidad el Norte; el Norte de tu vida. Y el silencio es la única manera de recuperarlo una vez que se ha perdido. Un poeta italiano, Arturo Graf, decía que si quieres oír cantar a tu alma, debes hacer el silencio a tu alrededor.
Y yo, que soy no soy un poeta ni un filósofo, sino un político, añadiría mi convicción de que si no eres capaz de encontrar tiempo para la reflexión y el silencio, no tendrás nunca la capacidad de decir algo. Podrás hablar, pero no decir.
El silencio, como nos lo explica Jesús en su Pasión ante Poncio Pilato, no significa enmudecer. El silencio no debe ser permanente, ni mucho menos eterno. No significa que haya que estar siempre callado. El silencio, si es profundo, si es de verdad, da frutos como decía Teresa de Calcuta y al final te impulsa y te obliga a no callar, a decir; te lleva a alzar la voz.
El silencio te lleva a decir lo justo, lo que tu conciencia y la justicia requiere de ti. El silencio te aleja del miedo. Lo que no debe ser nunca el silencio es el pretexto, la justificación de una actitud asentada en la debilidad y la cobardía.
Lo digo porque si una causa principal de la crisis que vivimos radica en que lo hemos relativizado todo, también es verdad que nuestro silencio mal entendido, cómodo y cobarde, ha sido demasiado cómplice de esos voceros del relativismo. ¿Así correspondemos al sacrificio de la cruz, eliminando incluso la cruz de los lugares públicos, eliminado el significado de las raíces cristianas de la Constitución Europea?
Ha sido un silencio equivocado y nuestro deber nos exige transformar el significado del silencio, de nuestro silencio. Nuestro deber en esta crisis total es transformar el silencio en voz para defender con valor (en singular) los valores (en plural) en los que creemos.
Nuestra obligación es recordar y proclamar siempre lo que significa ese silencio tan lleno de respeto, unión y verdad, con que los cristianos celebramos la Semana Santa para trasladar la riqueza de su significado en nuestra vida diaria. El silencio redentor de Jesús frente a nuestro silencio des
Queridos amigos, esta es la lección del silencio.
Y el silencio nos conduce hasta la tercera lección de la Semana Santa, que es el valor de la verdad. Como acabo de señalar, el primer significado del silencio es el respeto, el segundo es la comunión de quienes juntos lo guardamos, y el tercero es la verdad. Porque a la verdad, a la verdad con mayúscula, sólo se accede mediante la escucha de la palabra de Dios. Y mediante el silencio de la oración.
En el silencio, Dios se nos hace presente y nosotros manifestamos juntos la alegría por la presencia de Dios. Y esa presencia, esa Pasión de Jesús, es la verdad radical de nuestra existencia. El silencio de la Semana Santa no es tristeza, es devoción. Ese silencio es también palabra de Dios.
¿De qué otro modo esperamos que nos responda Dios cuando le estamos dando muerte?
Pretender dar muerte a Dios es faltar a la verdad, es pretender ocultar la verdad de su vida. A Jesús no le crucificaron por mentir, le crucificaron por decir la verdad. Por «ser» la verdad, una verdad capaz de causar un auténtico seísmo en la sociedad de su tiempo y en la del nuestro. En la sociedad en la que hoy vivimos sacudida por una crisis de valores, normalmente se persigue a quien se atreve a decir la verdad, no a quien miente.
Por eso seguimos dando muerte a Dios, seguimos faltando a la verdad.
Cada vez que despreciamos la vida humana, cada vez que volvemos la mirada ante las verdades incómodas, que lo son siempre porque nos exigen siempre un cambio de actitud personal, despreciamos la verdad. Muchas veces Dios nos resulta una verdad incómoda. Y le damos muerte. Se la da la profunda crisis de valores que nos aparta de Él. Una crisis de valores que es una crisis de verdades, una crisis del valor de la verdad. Una crisis de las instituciones que deben seguir transmitiendo toda la verdad y todo el bien que necesitamos para poder vivir humanamente. Silencio y verdad son, pues, dos lecciones unidas en la Semana Santa. Porque el valor del silencio no es sólo ser la palabra de Dios, es que esa palabra es la Verdad.
Cuando entendemos que en la Semana Santa Dios nos habla con su silencio y nos dice la verdad, entonces es cuando podemos no sólo preguntarnos sino también respondernos a las preguntas que nos hacíamos hace pocos momentos sobre donde esta Dios ante la injusticia y el dolor. Dios sí está. Y sí responde. Responde haciéndose hombre y muriendo como hombre. Responde con la luz deslumbrante del Domingo de Resurrección. Responde con la verdad. Está tan cerca que a veces no lo sabemos ver. Es tan parecido a nosotros que nos cuesta reconocerlo como Dios. Sufrimos el mismo error que sufrieron los primeros discípulos, que esperaban un trono y no un pesebre, que esperaban un rey y no un crucificado.
Él está padeciendo la misma soledad que cada uno de nosotros, siendo traspasado por el mismo dolor, por la misma sensación de abandono absoluto; sufriendo la misma traición, el mismo calvario, la misma muerte.
Entonces, ¿donde está Dios cuando estamos en nuestra cruz? En la suya, en la de todos. Esta es la verdad. Y esta es la tercera lección de la Semana Santa.
Jesús nos dice que no hay que tener miedo a la verdad, y que por él contrario hay que saber primero abrazar, luego decir, y por último sufrir por defender la verdad.
Si la crisis de hoy afecta esencialmente a la verdad, si la mentira del relativismo se ha transformado en dominante y parece arrastrarlo todo, hasta haciéndonos dudar de nosotros mismos, es porque penetra dentro de nosotros mismos. El laicismo radical, la moda dominante del relativismo, la secularización sin freno y sin límite, arrastra a nuestras sociedades al olvido de la verdad del sacrificio de la cruz. Hay quienes están empeñados y obsesionados en su olvido, en que desaparezca la imagen de la cruz. Frente a esta tendencia tenemos el ejemplo de Jesús, y el camino es el de la cruz.
Señoras y Señores, en cuarto y último lugar, permítanme una breve reflexión sobre el valor de la familia, como otra lección que podemos extraer de la Semana Santa.
Lo he puesto en último lugar, pero plenamente consciente de que para nosotros, para mí, la familia constituye algo absolutamente esencial y determinante para afrontar la crisis de hoy y las crisis de siempre.
Nosotros, los hombres y mujeres, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero no somos dioses y por ello tampoco podemos actuar como tales.
Si hay una institución decisiva en nuestras vidas para no perder el Norte, que en definitiva es lo que nos ha sucedido en los últimos tiempos, es la familia.
Si en algún lugar o institución, somos lo que somos, parecemos lo que parecemos, si en algún ambiente no podemos disfrazarnos y disimular o esconder nuestros defectos y virtudes, es la familia. La familia es la mejor expresión de nuestra verdad. Jesús, en la crisis que parece total, vuelve los ojos a la familia.
Y también podemos expresarlo con una pregunta y una respuesta: ¿Dónde esta Dios cuando la vida de un niño se pierde? ¿Dónde está cuando las familias se rompen?
Está camino del Calvario cruzando una última mirada con su Madre, que sabe que lo va a ver morir.
Está fundando una nueva familia al decir «Madre ahí tienes a tu hijo; hijo ahí tienes a tu Madre». Está reconciliando a los pies de la cruz a la gran familia humana, en el seno de la Iglesia que nace. Jesús nace en familia y muere en familia. En una familia de la que quiere que seamos parte y de la que efectivamente somos parte por el bautismo. La familia ha constituido para Jesús la excepción, el refugio de la terrible soledad que lo acompaña en la cruz. Exactamente lo mismo que hoy sucede a tantas personas que viven la tragedia y la soledad de la crisis, solo acompañados por su familia.
La lección de la familia es la lección de la entrega, del sacrificio, de la generosidad, del desinterés, de la paciencia, de la reconciliación, de la transmisión de la verdad y del bien a lo largo de la historia, que sólo pueden legarse desde el ejemplo y la proximidad personal. La familia está por todo esto especialmente presente en la cruz. En la Pasión, Jesús, no sé si en su condición de hombre o en su condición de Dios, nos recuerda que estamos hechos a su imagen y semejanza, por el valor de la familia.
Dañar la familia, como dañar la Iglesia, es dañar lo que a través de ellas se nos transmite: la verdad y la vida. Al protegerlas es eso mismo lo que se protege. Jesús lo hizo incluso en su agonía final. Desde el pesebre hasta el calvario, desde la Sagrada Familia a la Sagrada Cruz todo es una enseñanza grandiosa sobre el valor de la familia.
Esta es la cuarta lección de la Semana Santa.
Queridos amigos,
Cada una de las estaciones del Vía Crucis constituye un paso de Dios hacia el hombre. Eso es la Semana Santa: los últimos pasos del largo camino que Dios ha recorrido hasta llegar al corazón de la humanidad. Al de cada uno de nosotros. Eso es lo que vamos a rememorar y a revivir dentro de unos días. Y ese camino es el que nos puede conducir de vuelta hasta Emaús. El camino que el Domingo de Resurrección nos pondrá a cada uno en ese mismo lugar para que nos encontremos en él con la figura de Jesús resucitado. El que lleva a su encuentro a quienes creían haberlo perdido para siempre, a la alegría radical de saber que verdaderamente Jesús vive entre nosotros, que se ha quedado con nosotros para siempre. Sintamos esta Semana Santa arder nuestro corazón. Encontremos la certeza de saber cuál es la verdad nuclear de nuestra existencia. La que da o quita sentido a todo lo demás. Seamos capaces de aprender y de extraer de la Semana Santa lo necesario para cambiar actitudes personales, que constituye la clave, la única manera de afrontar la crisis, la única forma de afrontar los tiempos nuevos que vamos a vivir. Experimentemos el silencio del Dios hecho hombre, del Dios más cercano que cabe imaginar. Y proclamemos luego que vive para siempre y que quiere que vivamos con él. Aprendamos las lecciones que la Semana Santa nos ofrece y llevémoslas a nuestra vida.
Os deseo a todos una Semana Santa de silencio y de alegría, de familia y de verdad. Os deseo un feliz encuentro en el camino de Emaús.
Muchas gracias.

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