¿Para qué pedir algo a Dios? – Reflexiones cristianas
Nos hemos acostumbrado a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica cristiana.
A algunos les parece indigno rebajarse a pedir nada. El hombre es responsable de sí mismo y de su historia. Pero, aun siendo esto verdad, también lo es que los hombres vivimos del amor de Dios.
Y reconocerlo significa arraigarnos en nuestra propia verdad. Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un ser lejano que no se preocupa del mundo.
Por un lado estamos nosotros, sumergidos en “el laberinto de las cosas terrenas”, y, por otro, Dios en su mundo eterno.
Y, sin embargo, orar a Dios es descubrir que está de nuestro lado contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación y fuerza para vivir.
Pero es entonces, precisamente, cuando Dios nos parece demasiado débil e impotente, pues no actúa ni interviene. Y es cierto que Dios no lo puede todo.
Ha creado el mundo y lo respeta tal como es, sin entrar en conflicto con él. Nos ha hecho libres y no anula nuestras decisiones.
Pero los acontecimientos del mundo y nuestra propia vida no son algo cerrado. Y la súplica es ya fecunda en sí misma porque nos abre a ese Dios que está trabajando nuestra salvación definitiva por encima de todo mal.
Si nosotros oramos a Dios no es para que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama.
Somos nosotros los que, al orar, descubrimos la vida desde el horizonte de su amor y nos abrimos a su voluntad salvadora.
No es Dios el que tiene que cambiar, sino nosotros. La humilde mujer cananea arrodillada con fe a los pies de Jesús puede ser una llamada y una invitación a recuperar el sentido de la súplica confiada al Señor.