Divina misericordia – Palabras del Papa Francisco
Compartimos con alegría y agradecimiento este momento de oración que nos introduce en el Domingo de la Misericordia, muy deseado por san Juan Pablo II – hace cinco años, un día como el de hoy, en el 2005 falleció -. Y quería esto para dar cumplimiento a una petición de santa Faustina.
Los testimonios que han sido presentados – por los que damos gracias – y las lecturas que hemos escuchado abren espacios de luz y de esperanza para entrar en el gran océano de la misericordia de Dios. ¿Cuántos son los rostros de la misericordia, con los que él viene a nuestro encuentro?
Son verdaderamente muchos; es imposible describirlos todos, porque la misericordia de Dios es un crescendo continuo. Dios no se cansa nunca de manifestarla y nosotros no deberíamos acostumbrarnos nunca a recibirla, buscarla y desearla. Es siempre algo nuevo que provoca estupor y maravilla al ver la gran fantasía creadora de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su amor.
Dios se ha revelado, manifestando muchas veces su nombre, y este nombre es “misericordioso” (cf. Ez 34,6). Así como la naturaleza de Dios es grande e infinita, del mismo modo es grande e infinita su misericordia, hasta el punto que parece una tarea difícil poder describirla en todos sus aspectos. Recorriendo las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la misericordia es sobre todo cercanía de Dios a su pueblo.
Una cercanía que se expresa y se manifiesta principalmente como ayuda y protección. Es la cercanía de un padre y de una madre que se refleja en una bella imagen del profeta Oseas, que dice así: «Con lazos humanos los atraje, con vínculos de amor. Fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me inclinaba, me inclinaba hacia él para darle de comer» (11,4).
El abrazo de un papá y de una mamá con su niño. Es muy expresiva esta imagen: Dios toma a cada uno de nosotros y nos alza hasta sus mejillas. Cuánta ternura contiene y cuánto amor manifiesta. Ternura: palabra casi olvidada y de la que el mundo de hoy – y todos nosotros – tenemos necesidad.
He pensado en esta palabra del Profeta cuando he visto el logo del Jubileo. Jesús no sólo lleva sobre sus espaldas a la humanidad, sino que además pega su mejilla a la de Adán, hasta el punto que los dos rostros parecen fundirse en uno.
Nosotros no tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades (cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a cada hombre.
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Naciendo de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo, en todo semejantes a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22).
Por lo tanto, en Jesús no sólo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que somos impulsados a convertirnos nosotros mismos en instrumento de la misericordia. Puede ser fácil hablar de misericordia, mientras que es más difícil llegar a ser testigos de esa misericordia en lo concreto. Este es un camino que dura toda la vida y no debe detenerse. Jesús nos dijo que debemos ser “misericordiosos como el Padre” (cf. Lc 6,36). ¡Toda la vida, toda la vida nos compromete a esto!
¡Cuántos rostros, entonces, tiene la misericordia de Dios! Ésta se nos muestra como cercanía y ternura, pero en virtud de ello también como compasión y como participación, como consolación y perdón. Quien más la recibe, más está llamado a ofrecerla, a comunicarla; no se puede tener escondida ni retenida sólo para sí mismo. Es algo que quema el corazón y lo estimula a amar, porque reconoce el rostro de Jesucristo sobre todo en quien está más lejos, débil, solo, confundido y marginado.
La misericordia no está detenida, sale a buscar a la oveja perdida, y cuando la encuentra manifiesta una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos de cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada una es única. Cuánto dolor sentimos en el corazón cuando escuchamos decir: Pero, esta gente…, estos pobres, echémoslos fuera, dejémoslos que duerman en la calle… ¿Esto es de Jesús?
Queridos hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que no hayamos alcanzado el objetivo; que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre (cf. 2 Co 5,14-20).
No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta el punto de ir más allá de nosotros mismos, para darnos la posibilidad de reconocer su rostro en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente por este amor y llegaremos a ser misericordiosos como el Padre.
Hemos escuchado el Evangelio, Tomás era un testarudo. No había creído. Y encontró la fe precisamente cuando tocó las llagas del Señor. Una fe que no es capaz de meterse en las llagas del Señor ¡no es fe! Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como son signo de misericordia las llagas del Señor, no es fe: es una idea, ideología.
Nuestra fe está encarnada en un Dios que se hizo carne, que se hizo pecado, ¡que ha sido llagado por nosotros! Pero si nosotros queremos creer en serio y tener fe, debemos acercarnos y tocar esa llaga, acariciar esa llaga y también bajar la cabeza y dejar que otros acaricien nuestras llagas.
Y bien, entonces, que sea el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el amor, él es la misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los caminos que nos indica.
Permanezcamos con el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo; y así, perdonados, reconciliados, dentro de las llagas del Señor, lleguemos a ser testigos de la alegría que brota del encuentro con el Señor Resucitado, vivo entre nosotros.