Queridos hermanos y hermanas
Desde que Lesbos se ha convertido en un lugar de llegada para muchos emigrantes en busca de paz y dignidad, he tenido el deseo de venir aquí. Hoy, agradezco a Dios que me lo haya concedido. Y agradezco al Presidente Paulopoulos haberme invitado, junto al Patriarca Bartolomé y al Arzobispo Jerónimo.
Quisiera expresar mi admiración por el pueblo griego que, a pesar de las graves dificultades que tiene que afrontar, ha sabido mantener abierto su corazón y sus puertas. Muchas personas sencillas han ofrecido lo poco que tenían para compartirlo con los que carecían de todo. Dios recompensará esta generosidad, así como la de otras naciones vecinas, que desde el primer momento han acogido con gran disponibilidad a muchos emigrantes forzados.
Es también una bendición la presencia generosa de tantos voluntarios y de numerosas asociaciones, las cuales, junto con las distintas instituciones públicas, han llevado y están llevando su ayuda, manifestando de una manera concreta su fraterna cercanía.
Quisiera renovar hoy mi apremiante llamamiento a la responsabilidad y a la solidaridad frente a una situación tan dramática. Muchos de los refugiados que se encuentran en esta isla y en otras partes de Grecia están viviendo en unas condiciones críticas, en un clima de ansiedad y de miedo, a veces de desesperación, por las dificultades materiales y la incertidumbre del futuro.
La preocupación de las instituciones y de la gente, tanto aquí en Grecia como en otros países de Europa, es comprensible y legítima. Sin embargo, no debemos olvidar que los emigrantes, antes que números son personas, son rostros, nombres, historias. Europa es la patria de los derechos humanos, y cualquiera que ponga pie en suelo europeo debería poder experimentarlo. Así será más consciente de deberlos a su vez respetar y defender. Por desgracia, algunos, entre ellos muchos niños, no han conseguido ni siquiera llegar: han perdido la vida en el mar, víctimas de un viaje inhumano y sometidos a las vejaciones de verdugos infames.
Ustedes, habitantes de Lesbos, demuestran que en estas tierras, cuna de la civilización, sigue latiendo el corazón de una humanidad que sabe reconocer por encima de todo al hermano y a la hermana, una humanidad que quiere construir puentes y rechaza la ilusión de levantar muros con el fin de sentirse más seguros. En efecto, las barreras crean división, en lugar de ayudar al verdadero progreso de los pueblos, y las divisiones, antes o después, provocan enfrentamientos.
Para ser realmente solidarios con quien se ve obligado a huir de su propia tierra, hay que esforzarse en eliminar las causas de esta dramática realidad: no basta con limitarse a salir al paso de la emergencia del momento, sino que hay que desarrollar políticas de gran alcance, no unilaterales. En primer lugar, es necesario construir la paz allí donde la guerra ha traído muerte y destrucción, e impedir que este cáncer se propague a otras partes. Para ello, hay que oponerse firmemente a la proliferación y al tráfico de armas, y sus tramas a menudo ocultas; hay que dejar sin apoyos a todos los que conciben proyectos de odio y de violencia. Por el contrario, se debe promover sin descanso la colaboración entre los países, las organizaciones internacionales y las instituciones humanitarias, no aislando sino sosteniendo a los que afrontan la emergencia. En esta perspectiva, renuevo mi esperanza de que tenga éxito la primera Cumbre Humanitaria Mundial, que tendrá lugar en Estambul el próximo mes.
Todo esto sólo se puede hacer juntos: juntos se pueden y se deben buscar soluciones dignas del hombre a la compleja cuestión de los refugiados. Y para ello es también indispensable la aportación de las Iglesias y Comunidades religiosas. Mi presencia aquí, junto con el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo Jerónimo, es un testimonio de nuestra voluntad de seguir cooperando para que este desafío crucial se convierta en una ocasión, no de confrontación, sino de crecimiento de la civilización del amor.
Queridos hermanos y hermanas, ante las tragedias que golpean a la humanidad, Dios no es indiferente, no está lejos. Él es nuestro Padre, que nos sostiene en la construcción del bien y en el rechazo al mal. No sólo nos apoya, sino que, en Jesús, nos ha indicado el camino de la paz. Frente al mal del mundo, él se hizo nuestro servidor, y con su servicio de amor ha salvado al mundo. Esta es la verdadera fuerza que genera la paz. Sólo el que sirve con amor construye la paz. El servicio nos hace salir de nosotros mismos para cuidar a los demás, no deja que las personas y las cosas se destruyan, sino que sabe protegerlas, superando la dura costra de la indiferencia que nubla la mente y el corazón.
Gracias a ustedes, porque son los custodios de la humanidad, porque se hacen cargo con ternura de la carne de Cristo, que sufre en el más pequeño de los hermanos, hambriento y forastero, y que ustedes han acogido (cf. Mt 25,35).