JOSÉ Mª RIVAS CONDE, CORIMAYO@telefonica.net
MADRID.
ECLESALIA, 13/05/13.- En el sentido propio de la palabra, «La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida».
Esta aseveración, que transcribo literalmente del Catecismo de la I.C. (nº 1007), explica el hecho de no escapar de la muerte ningún hombre, por más libre de pecado que se halle. De ello rueda, sin necesidad de empujarlo, que el morir no tiene de por sí ante Dios condición de castigo, y que no fluye de su propia entraña gozar de carácter punitivo, ni expiatorio, ni reparador del pecado. La muerte natural en sí misma, sólo es el final normal de toda vida terrenal.
Tanto es así que parece lo más razonable pensar que el mismo Jesús habría muerto, aunque su muerte violenta no hubiera tenido la finalidad sacrificial y expiatoria que afirman varios pasajes de la Escritura. Él, al encarnarse, se metió en la dinámica de cambio y temporalidad, propia de toda vida corporal y terrena. Dinámica de crecimiento, envejecimiento y muerte. Y su realidad de hombre se hizo patente en el compartir con nosotros todas nuestras debilidades o limitaciones (Heb 4,15), incluida la de la muerte, de la que no fue librado hasta después de pasar por ella (Heb 5,7-9).
El no tener la muerte natural carácter sancionador del pecado, es lo único que por lo demás encaja con la afirmada finalidad bíblica de la muerte cruenta de Jesús. La plenitud exhaustiva de tal sacrificio redentor, presentado en el Nuevo T. como el definitivo y el único de veras fecundo, excluye la necesidad de nuevas y adicionales expiaciones (Heb 7,26-27; 10,14). Éstas, por lo además, no pasarían en nuestro caso, dada nuestra bajeza esencial respecto de Dios (Lc 17,7-10), de ofrendas hueras e ineficaces en sí mismas. Tan hueras e ineficaces como la muerte expiatoria de animales (Heb 10,5-6). Aún las que no anduvieren encima embadurnadas de inmundicia.
La necesidad de la inútil hecatombe sacrificial de la humanidad entera ―a lo mejor trillones de trillones de hombres― no se puede aceptar en razón de haber quedado “cortita” la Redención que se afirma obrada precisamente por el Unigénito de Dios. Tampoco a causa de una necedad imposible en quien creemos Sensatez infinita. No es nuestro Dios como ídolo feroz, insaciable de sangre humana para expiación baladí y huera de las ofensas recibidas.
Esa es la idea, por demás cicatera, mezquina y sádica, que de Él dan sin advertirlo los que siguen la vía dolorosa de la autoinmolación reparadora y de la penitencia por los pecados propios o los ajenos. Esa misma idea es la que con toda buena fe inculcan cuantos proponen a los mismos como ejemplos a imitar. Y es la única que puede justificar y dar sentido ―desde su erróneo punto de vista― a los preceptos penitenciales, mortificantes y sacrificiales. Ésos que se nos urgen eclesialmente, y que precisamente los más fervientes se destacan en acatar, pese a que ninguno de nosotros los debería aceptar (Col 2,20-23).
Aún más: desde la fe en Dios Amor (1Jn 4,16) ni siquiera se ve la lógica de la muerte cruenta de Jesús, como sacrificio único de expiación o de redención. Nuestro Dios no tiene corazón de mercader, sino sólo de Padre colosal y por antonomasia. ¿Qué necesidad de cobro de nuestras deudas podrá tener Él, cuando está dispuesto a condonárnoslas gratuitamente con sólo pedírselo, aunque se trate de “millonadas”, como la de los diez mil talentos (Mt 18,32)?
¿Y cómo encajar el “cobro” en quien sabemos que incluso está pendiente de nuestro regreso, para salir corriendo Él mismo a nuestro encuentro al vernos llegar a lo lejos? ¿O es que lo está para mandar a sus criados a que nos den, antes de conducirnos a su presencia, una buena tunda en penitencia y pago por nuestro mal proceder? ¡Sería lo propio del dios legalista, justiciero y sádico que nos hemos inventado! Tan propio de “ese dios”, como negación blasfema del verdadero, cuyas entrañas de amor le fuerzan a salir corriendo a nuestro encuentro, para echársenos al cuello, cubrirnos a besos y ordenar a sus criados: “Vestidle con el mejor traje, ponedle sortija en su mano y calzarlo. Traed el novillo cebado y sacrificarlo. Comamos y hagamos fiesta, por este hijo mío que he recuperado” (Lc 15,20-24).
¿Que eso es así porque Jesús pagó nuestro rescate? ¿Rescate de quién? No podemos decir que de “las garras del diablo”, como si con él tuviéramos la deuda. Tampoco que el maligno pueda albergar en ningún caso derecho alguno frente a Dios. Menos aun, cuando toda su hazaña se queda en “robar, saquear y destruir” lo que sólo pertenece al Creador.
¿O será que nuestro Padre no nos amó hasta que Jesús y gracias a que Jesús sufrió por nosotros la pasión y la muerte? ¿Pero no fue el propio Padre quien por amor al mundo le entregó a su Unigénito (Jn 3,16)? ¿O lo entregó acaso para hacerlo “moneda” de nuestro perdón? ¡Inadmisible del todo!
Imposible que el Dios, que según nuestra fe se desborda eternamente en amor infinito sobre su propio Hijo Unigénito, se ensañe con Él ―¡como si pudiera hacerlo con alguien!― en vez de con nosotros. Imposible que le subordine a nuestra salvación. Nosotros sólo somos sus imágenes creadas. Jesús es la engendrada y consustancial a Él mismo. De tener que elegir, sólo un dios monstruoso nos preferiría a su propio unigénito.
En realidad, El Padre no le envió al mundo a pagar nada. Lo mandó a ser el buen pastor que, marchando en cabeza (Jn 10,4) nos guiara con su andar y su verdad (Jn 18,37). A fin de que nosotros no quedáramos en tinieblas (12,46); sino que tuviéramos vida y que ésta fuera abundante (10,10). Jesús buscó de veras nuestro bien y «discurrió por todas partes» haciéndolo (Hch 10,38). Hasta exponer consumadamente su propia vida (Jn. 10,11), por hacer frente a los lobos y por defendernos de los ladrones y salteadores, cuyo oficio es «robar y matar y destruir» (v. l0). Este amor suyo a nosotros es réplica, muestra y traslado del que nos tiene desde siempre el Padre que le envió (Jn 12,45).
Puede que hoy Jesús no hubiera expresado su misión con la figura rural del buen pastor; sino con la del líder. Un líder que lucha y convoca a luchar con él, en pro de la libertad de los hombres de toda esclavitud y sojuzgamiento; en pro de su esperanza más radicalmente alborozante. Que lo hace marcando con su palabra y su conducta un camino y un estilo peculiar de oposición a lo opresor y para la ineludible confrontación con los opresores. Un líder que no se hace excepción entre los que de veras se implican en la liberación de los que viven oprimidos por los poderes constituidos o dominantes de facto. Sino que asume el final, más común, de muerte violenta de los que se involucran seriamente en la superación de opresiones y abusos, aunque sólo sean sectoriales. Recuérdense, por ejemplo en nuestros días, a Gandhi y Lúther King. No pagaron nada con su muerte. No vivieron para saldar los pecados de los indios, ni los de los hombres de raza negra. Pero su lucha les costó la vida. En su área de acción respectiva fueron como pastor que da su vida por el rebaño.
¡Lastima que “múltiples tradiciones seculares” hayan amortiguado y casi ensordecido en la mayoría la convocatoria de Jesús! ¡Lástima que para muchos haya quedado reducida su misión, simplemente a la de un fundador de religión!
Una religión montada sí, sobre dogmas verdaderos; pero que no todos son palabra escuchada desde el principio (1Jn 1,1-4). Una religión encauzada con leyes, ritos y prácticas, que más de una vez carecen de subsistencia permanente; sino que son cambiantes, perecederos y corruptibles como la flor del heno (1Pe 1,22-25).
Una religión que con tales urgencias termina cayendo fácilmente como las otras en fundamentalismo subyugante, hasta incurrir en excesos opuestos al espíritu de Jesús. Como los cometidos antaño por la Inquisición de las “piras”, y como los perpetrados en todos los tiempos por la inquisición incruenta de desgarradoras angustias de conciencia, y de trabas incluso a la subsistencia social y económica del hombre.
Jesús no vino a condenar a nadie en este mundo, sino a salvar ya aquí. El fuego que Santiago y Juan le propusieron hacer bajar del cielo, no fue el de la condenación eterna; sino el de un rayo que en ese instante y ese momento barriera del mapa ―literalmente “consumiera”― a los samaritanos que no le habían acogido (Lc 9,54-55). ¡Y este es el fuego ajeno al espíritu y al actuar de Jesús! (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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