Mensaje del Papa Francisco en la homilía del Primer Domingo de Adviento
El Evangelio de la Liturgia de hoy, primer domingo de Adviento, es decir, el primer domingo de preparación para Navidad, nos habla de la venida del Señor al final de los tiempos. Jesús anuncia acontecimientos desoladores y tribulaciones, pero precisamente en este punto nos invita a no tener miedo.
¿Por qué? ¿Porque todo irá bien? No, sino porque Él vendrá. Jesús regresará, Jesús vendrá, lo ha prometido. Dice así: “Tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación” (Lc 21,28).
Es bueno escuchar esta palabra de aliento: animarse y alzar la cabeza, porque precisamente en los momentos en que todo parece acabado, el Señor viene a salvarnos; esperarlo con alegría incluso en medio de las tribulaciones, en las crisis de la vida y en los dramas de la historia.
Esperar al Señor. Pero, ¿cómo levantar la cabeza, cómo no dejarse absorber por las dificultades, los sufrimientos y las derrotas? Jesús nos muestra el camino con una fuerte llamada: «Estén atentos para que sus corazones no se agobien […]. Estén atentos orando en todo momento» (vv. 34, 36).
“Estén atentos”, la vigilancia. Detengámonos en este importante aspecto de la vida cristiana. De las palabras de Cristo observamos que la vigilancia está ligada a la atención: estén atentos, vigilen, no se distraigan, es decir, ¡estén despiertos!
La vigilancia significa esto: no permitas que tu corazón se vuelva perezoso y que tu vida espiritual se ablande en la mediocridad.
Ten cuidado porque se puede ser «cristiano adormecido» —y nosotros lo sabemos: hay tantos cristianos adormecidos, cristianos anestesiados por la mundanidad espiritual— cristianos sin ímpetu espiritual, sin ardor en la oración, que rezan como papagayos, sin entusiasmo por la misión, sin pasión por el Evangelio.
Cristianos que miran siempre hacia adentro, incapaces de mirar el horizonte. Y esto nos lleva a «dormitar»: a seguir con las cosas por inercia, a caer en la apatía, indiferentes a todo menos a lo que nos resulta cómodo. Y esta es una vida triste, andar así… no hay felicidad allí.
Necesitamos estar atentos para no arrastrar nuestros días a la costumbre, para no ser agobiados —dice Jesús— por las cargas de la vida (cf. v. 34).
Los afanes de la vida nos pesan. Hoy, pues, es una buena oportunidad para preguntarnos: ¿qué pesa en mi corazón? ¿Qué es lo que pesa en mi espíritu? ¿Qué me hace sentarme en el sillón de la pereza?
Es triste ver cristianos “en el sillón”. ¿Cuáles son las mediocridades que me paralizan, los vicios, cuáles son los vicios que me aplastan contra el suelo y me impiden levantar la cabeza? Y con respecto a las cargas que pesan sobre los hombros de los hermanos, ¿estoy atento o soy indiferente?
Estas preguntas nos hacen bien, porque ayudan a guardar el corazón de la acedia. Pero, padre, ¿qué es la acedia?
Es un gran enemigo de la vida espiritual, también de la vida cristiana. La acedia es esa pereza que nos sume, que nos hace resbalar, en la tristeza, que nos quita la alegría de vivir y las ganas de hacer. Es un espíritu negativo, es un espíritu maligno que ata al alma en el letargo, robándole la alegría. Se comienza con aquella tristeza, se resbala, se resbala, y nada de alegría.
El Libro de los Proverbios dice: «Guarda tu corazón, porque de él mana la vida» (Pr 4,23). Guarda tu corazón: ¡eso significa estar atento, vigilar, estar atento! Estén atentos, guarda tu corazón.
Y añadamos un ingrediente esencial: el secreto para ser vigilantes es la oración. Porque Jesús dice: «Estén atentos orando en todo momento» (Lc 21,36). Es la oración la que mantiene encendida la lámpara del corazón. Especialmente cuando sentimos que nuestro entusiasmo se enfría, la oración lo reaviva, porque nos devuelve a Dios, al centro de las cosas.
La oración despierta el alma del sueño y la centra en lo que importa, en el propósito de la existencia. Incluso en los días más ajetreados, no descuidemos la oración. Ahora estaba viendo, en el programa “A su imagen”, una bella reflexión sobre la oración: nos ayudará verla, nos hará bien.
La oración del corazón puede ayudarnos, repitiendo a menudo breves invocaciones. En Adviento, acostumbrémonos a decir, por ejemplo: «Ven, Señor Jesús». Solo eso, pero decirle: “Ven, Señor Jesús”.
Este tiempo de preparación para Navidad es hermoso: pensemos en el pesebre, pensemos en la Navidad, y digamos con el corazón: “Ven, Señor Jesús, ven”. Repitamos esta oración a lo largo del día y el ánimo permanecerá vigilante. “Ven, Señor Jesús”: es una oración que podemos repetirla tres veces, todos juntos. “Ven, Señor Jesús”, “Ven, Señor Jesús”, “Ven, Señor Jesús”.
Y ahora recemos a la Virgen: ella, que esperó al Señor con un corazón vigilante, nos acompañe en el camino del Adviento.
El Adviento es el tiempo para hacer memoria de la cercanía de Dios, que ha descendido hasta nosotros.
Pero el profeta supera esto y le pide a Dios que se acerque más: «¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!» (Is 63,19).
Lo hemos pedido también en el Salmo: “Vuelve, visítanos, ven a salvarnos” (cf. Sal 79,15.3). “Dios mío, ven en mi auxilio” es a menudo el comienzo de nuestra oración: el primer paso de la fe es decirle al Señor que lo necesitamos, necesitamos su cercanía.
Es también el primer mensaje del Adviento y del Año Litúrgico, reconocer que Dios está cerca, y decirle: “¡Acércate más!”.
Él quiere acercarse a nosotros, pero se ofrece, no se impone. Nos corresponde a nosotros decir sin cesar: “¡Ven!”. Nos corresponde a nosotros, es la oración del adviento ¡Ven!
El Adviento nos recuerda que Jesús vino a nosotros y volverá al final de los tiempos, pero nos preguntamos: ¿De qué sirven estas venidas si no viene hoy a nuestra vida? Invitémoslo. Hagamos nuestra la invocación propia del Adviento: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20).
Con esta invocación termina el Apocalipsis: «Ven, Señor Jesús». Podemos decirla al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de las reuniones, del estudio, del trabajo y de las decisiones que debemos tomar, en los momentos más importantes y en los difíciles: Ven, Señor Jesús. Una oración breve, pero que nace del corazón.