LAICADO: IDENTIDAD CRISTIANA Y MISIÓN ECLESIAL
CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA
CUARESMA – PASCUA DE RESURRECIÓN, 1996
INTRODUCCIÓN
En la línea de las anteriores Cartas conjuntas
1. Recientemente, en nuestra primera Carta conjunta como Obispos de estas diócesis, os manifestamos «nuestra voluntad de continuar colaborando y trabajando juntos en todo aquello que pueda favorecer y estimular la vida de nuestras Iglesias y de sus actuaciones pastorales más importantes» [1], y os anunciamos la publicación de esta Carta Pastoral que ahora llega hasta vosotros.
Nuestra atención se centra, en esta ocasión, en el laicado, es decir, en los hombres y mujeres bautizados que tratáis de vivir a la luz del Evangelio en las diversas circunstancias concretas de vuestra vida personal, familiar, profesional y social como miembros de la Iglesia de Cristo. Todos presentáis el perfil común de quienes siguen y confiesan a Jesucristo y prosiguen en la actualidad su causa en nuestra tierra, siendo parte constitutiva fundamental de la Iglesia.
A la luz del Magisterio de la Iglesia [2]
2. Pretendemos ser fieles al Concilio Vaticano II, primer concilio que dedicó expresamente un documento entero al laicado, el decreto Apostolicam actuositatem, en el que se desarrollan las afirmaciones básicas contenidas en la constitución dogmática Lumen gentium. El Concilio marcó un cambio a la hora de comprender la presencia y la inserción de la Iglesia en el mundo actual. No es fruto de la casualidad el hecho de que fueran a la par la adopción de una nueva actitud de la Iglesia ante el mundo y el descubrimiento del papel específico del seglar en la Iglesia y en la sociedad. También en esta Carta Pastoral, el reconocimiento y la promoción del laicado deben ir muy unidos a una actitud de diálogo con el mundo actual y de encarnación en él.
Hemos tenido en cuenta, además, documentos más recientes que centran su atención en la identidad y misión del laicado. Destacamos entre ellos la Exhortación apostólica Christifideles laici, publicada por el Papa Juan Pablo II tras el Sínodo de los Obispos de 1987 sobre la vocación y misión del laicado, y las líneas de acción propuestas por la Conferencia Episcopal Española bajo el título Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo.[3]
La presente Carta Pastoral conjunta se sitúa en consonancia con otras anteriores. Recordamos aquí como antecedentes más inmediatos las tituladas: Evangelizar en tiempos de increencia y Redescubrir la familia. En este sentido, somos plenamente conscientes de que la tarea evangelizadora de la Iglesia «se hará, sobre todo, por los laicos o no se hará».[4]
Objetivos de esta Carta
3. Son varios los objetivos que nos mueven a escribir esta Carta Pastoral. Pretendemos, en primer lugar, ayudaros a cuantos formáis parte del laicado de nuestras Iglesias particulares, a descubrir la grandeza de vuestra vocación y a profundizar en ella. Deseamos vivamente que el proyecto de vida de cada creyente encuentre un apoyo firme, para que pueda crecer y desarrollarse en esta sociedad y en esta Iglesia.
Buscamos también sensibilizar a todas y cada una de las personas creyentes de estas Iglesias, con vista a una mayor participación en su misión evangelizadora, que es tarea y responsabilidad de todos los miembros de la comunidad cristiana.
Queremos iluminar y acompañar vuestro esfuerzo por construir la Iglesia y por hacer presente de palabra y de obra el Evangelio en medio de nuestro mundo. Queremos, para ello, respaldar y estimular vuestra reflexión y vuestra acción.
Pretendemos además ayudar, tanto a los presbíteros como a nosotros mismos, a situarnos en el lugar y en la función que nos corresponde en la Iglesia, así como a ejercer nuestro ministerio pastoral de modo corresponsable, siempre al servicio de la misión encomendada por Jesucristo a su Iglesia. El Bautismo nos hace a todos hermanos y hermanas en el Pueblo de Dios. En virtud del sacramento del Orden, tanto presbíteros como obispos, somos servidores de la comunidad cristiana. Ejercemos nuestro ministerio en nombre del Señor Jesús. Siguiendo a san Agustín, diremos que somos Obispos para vosotros y cristianos con vosotros, y que aquél es el nombre del cargo y éste el de la gracia.[5]
Finalmente, nuestra palabra quiere tener en cuenta a los hombres y mujeres que buscan un sentido para sus vidas o que, por diversas razones, viven alejados de la Iglesia y han perdido quizá la fe que un día les fue transmitida en ella. Estamos convencidos de que el mensaje cristiano, vivido con coherencia y testimoniado con valentía por quienes formamos el Pueblo de Dios, contiene la fuerza intrínseca necesaria para abrirse un camino en sus corazones.
Contenido
4. El presente documento pastoral consta de cinco partes fundamentales. En la primera de ellas se ofrece una síntesis de la situación del laicado en la Iglesia y en la sociedad. A continuación, la reflexión más netamente teológica presenta la secularidad como característica de toda la Iglesia y trata de situar en ésta la identidad y misión específicas del laicado (capítulos II y III). El capítulo IV quiere proponer líneas de actuación y recoger propuestas prácticas que impulsen la acción evangelizadora de nuestras Iglesias. Finalmente el último capítulo recoge, de forma más concreta, lo que pudieran ser unas conclusiones operativas.
I UNA MIRADA A LA REALIDAD SOCIAL Y ECLESIAL
a) El laicado en nuestra sociedad
5. La Iglesia va realizando a través de la historia y bajo el impulso del Espíritu su misión de testimoniar e impulsar la presencia del Reino de Dios en cada tiempo y lugar concretos. Persuadidos de que ese Reino se despliega en la realidad cotidiana de la historia humana, queremos echar una mirada pastoral al marco social y eclesial en el que vivimos, para descubrir en él sus luces y sombras y las llamadas del Espíritu. Tratamos de recoger a continuación unos grandes ejes que determinan el contexto social en el que nuestras Iglesias y, en particular, el laicado, han de cumplir su misión de evangelizar.
Contexto económico
6. Llevamos ya varios años sumidos en una profunda crisis económica que castiga con mayor dureza a los más débiles. En los últimos meses se vislumbran algunos signos de recuperación que no pueden, sin embargo, eliminar las altísimas tasas de desempleo y el aumento de la precarización del trabajo. El actual sistema socio-económico produce víctimas y condena a muchas personas a la irrelevancia social y a la marginación. Todo ello se inscribe en un marco mundial caracterizado por la injusta e intolerable tensión existente entre nuestros países del Norte, ricos y poderosos, y los del Sur, progresivamente empobrecidos y dependientes.
En este contexto, la tentación de la insolidaridad nos acecha a todos. Los creyentes nos debatimos a menudo entre las demandas del nivel de vida adquirido y las exigencias del Evangelio que proclama bienaventurados a los pobres y llama a los seguidores de Jesús a un compromiso efectivo con ellos. Pero hemos de destacar también justamente el avance experimentado a la hora de colaborar a través de medios económicos y humanos en la solución de situaciones de hambre, miseria, marginación y desigualdad. Es también particularmente significativo el gesto de quienes comparten el fruto del trabajo con quienes no pueden acceder a él.
7. Junto al panorama descrito, aparecen elocuentes signos de esperanza. Se elevan voces en favor de modelos socio-económicos basados en la solidaridad, diferentes de los propugnados por el capitalismo liberal. Se van multiplicando los gestos de solidaridad con los países más pobres. Hay que aplaudir también el espíritu de las voces que abogan por un reparto más justo del bien escaso del trabajo.
Contexto político
8. La mirada a nuestro contexto político nos sitúa ante un preocupante desencanto generalizado, unido al desprestigio de la misma actividad política, propiciado en gran parte por un ciego pragmatismo llevado al extremo en la vida pública y por la magnitud de los casos de corrupción que, detectados en los últimos meses, afectan a un largo período de la etapa democrática. Es grave la tentación del absentismo en este campo de la convivencia humana. También los creyentes nos sentimos tentados a desentendernos y a rehuir el compromiso o a no someter a la luz crítica del Evangelio las propias convicciones u opciones políticas.
9. Sin embargo, no faltan hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, que siguen recordando que la democracia entendida como régimen de libertad y de participación, es la mejor forma de convivencia que hay que ir construyendo pacientemente día a día. Además, la misma configuración fragmentada de nuestra sociedad invita a potenciar el diálogo y a practicar el consenso entre las diversas tendencias. Así lo han entendido quienes dedican en las instancias políticas su tiempo y su esfuerzo a la construcción de una sociedad más justa y fraterna.
La causa de la paz
10. En los últimos meses hemos sido testigos del recrudecimiento de la violencia terrorista de ETA, que niega los derechos humanos, especialmente el derecho a la vida, y desprecia una y otra vez la voluntad mayoritaria de este pueblo. No pueden ignorarse, por otra parte, los efectos sociales del desvelamiento del terrorismo practicado en el pasado por los GAL, negador, asimismo, de derechos elementales, con el agravante de haber sido amparado, al parecer, desde altas instancias del Estado. Los derechos de los detenidos y los presos no son siempre debidamente garantizados. Desgraciadamente, las manifestaciones de violencia verbal y física han pasado a ser habituales entre nosotros, hasta el punto de llegar, en algunos lugares, a formas de enfrentamiento cívico.
11. Junto a lo dicho debe resaltarse también el progresivo afianzamiento social en favor de la creación de una cultura de la tolerancia y del diálogo, así como el decidido compromiso de numerosos ciudadanos y grupos en la búsqueda de caminos de paz y de reconciliación. Además, es innegable la emergencia, especialmente llamativa en la juventud de nuestra tierra, de valores como la solidaridad y el pacifismo, encarnados, entre otros, por objetores de conciencia o por quienes por otros medios legítimos se oponen públicamente a la práctica de la violencia y denuncian sus consecuencias. La presencia de cristianos en las acciones e iniciativas citadas nos alegra y transmite esperanza a nuestras Iglesias locales. Frente a la tentación de la frustración y de la desesperanza, se afirma la convicción de que el Reino de Dios avanza lentamente.
Contexto cultural
12. Nos encontramos en una situación en la que la secularización parece haber configurado la cultura occidental. La existencia personal y colectiva, que en otras épocas veíamos fuertemente influenciada por el hecho religioso, conoce una nueva época. La realidad inmanente aparece consistente en sí misma, va olvidando y desplazando a la trascendencia como soporte de la existencia humana, y, simultáneamente, se aprecia en nuestros ambientes una grave crisis de pérdida de sentido. La religión es considerada no pocas veces enemiga de la razón humana o factor desencadenante de intolerancia. Su reclusión en el ámbito privado acaba por oscurecer el recuerdo de Dios y, con él, su necesidad para la estructuración de la convivencia humana desde la solidaridad y la libertad.
En este clima, los miembros de la comunidad cristiana corremos el riesgo de no ofrecer el suficiente contraste a la luz del Evangelio, y de adecuarnos con excesiva facilidad a los comportamientos y a las costumbres del momento, sin atender a las demandas de radicalidad del seguimiento de Jesús.
13. Por otro lado, la progresiva implantación de la cultura y de la mentalidad de tipo urbano va relegando ricas peculiaridades de otras formas tradicionales de vida, como la rural y la pesquera, aún significativas entre nosotros. Este proceso de cambio cultural acelerado acarrea desorientación y crisis de valores. Nuestros mayores asisten a la rápida desaparición del estilo de vida que ha determinado su anterior existencia.
Nuestro contexto cultural está caracterizado también por la existencia de tradiciones plurales y de dos lenguas muy desigualmente extendidas, según diócesis y zonas. Esta realidad es contemplada a menudo más como fuente de conflictos que como posibilidad de enriquecimiento. Las comunidades eclesiales y sus miembros viven también esta misma tensión. La recta integración de las dos lenguas en la vida de nuestros grupos y comunidades, sobre todo en los ámbitos de la liturgia y de la catequesis, sigue siendo difícil.
En este marco de pluralismo cultural es de alabar la postura de quienes fomentan la apertura, la tolerancia, el diálogo y la integración de personas y colectivos de diferentes mentalidades y culturas. Aquí hay que situar también la aportación de la comunidad cristiana como realidad asociada y como lugar de acogida y encuentro.
Situación cambiante de la familia
14. El profundo cambio cultural que afecta a nuestra sociedad incide claramente en el ámbito familiar, como ya lo indicábamos con detenimiento en nuestra Carta Pastoral del pasado año.[6] El valor concedido a la autonomía de la persona, la estima del diálogo, la profesionalización de la mujer, la elevación del nivel de vida y otros factores han motivado una profunda transformación de la institución familiar y de las relaciones entre sus componentes. Como en todo cambio, también aquí se está dando una mutación de valores, con adquisiciones positivas y con la aparición de nuevas tentaciones y riesgos. En cualquier caso, es innegable que la familia es sentida y vivida hoy de un modo muy diferente al de antes.
En medio de la variada y compleja problemática que afecta al matrimonio y a la familia (educación en la libertad y en la solidaridad, transmisión de la fe y de valores, contraste generacional, procreación, amor y fidelidad, entre otros), hemos de constatar la realidad de muchos hogares creyentes, espacios de diálogo y libertad, verdaderas escuelas de formación cristiana y humana. Pero hemos de reconocer también que corremos el riesgo de no ofrecer una alternativa enraizada en el Evangelio o de dejarnos arrastrar por el clima dominante.
b) El laicado en nuestras Iglesias particulares
15. Del mismo modo que el contexto social afecta de forma diferente a las actitudes y compromisos de los laicos cristianos, igualmente se puede descubrir una gran variedad de situaciones de los laicos como miembros de la comunidad eclesial. La gran extensión numérica del laicado hace que su situación en la Iglesia presente rasgos muy complejos.
Sentido de pertenencia eclesial
16. Un buen número de seglares, hombres y mujeres, puede ser considerado dentro de la comunidad eclesial como mayoría silenciosa. Son cristianos que acuden habitualmente o con cierta periodicidad a los actos de culto, y, esporádicamente, a otras iniciativas. Forman un grupo poco exigente, agradecido por la dedicación y por los servicios que se le prestan, y que fundamentalmente, confía en la labor de los responsables de la comunidad cristiana. Entre éstos se encuentran personas de muy diversas características: son gentes de honda fibra religiosa, fina conciencia moral y arraigada pertenencia eclesial, formadas en una tradición religiosa de tipo más bien individualista. Son, en ocasiones, hombres y mujeres con una fe un tanto desconectada de la vida diaria, poco preocupados por articular los diversos campos de su existencia desde criterios cristianos.
17. Se dan también entre nosotros creyentes con una débil identidad eclesial o prácticamente inexistente. Viven su experiencia cristiana, en muchos casos, como «por libre» o en contacto y contraste mínimo con otros creyentes. Su relación con la comunidad cristiana se reduce generalmente a demandas de determinadas celebraciones sacramentales (bodas, bautizos, funerales) o a la asistencia ocasional a las mismas. Una parte considerable de la juventud que se declara creyente exterioriza sólo en contadas ocasiones sus convicciones religiosas. Algunos grupos prescinden en la práctica de la Iglesia y de sus orientaciones o tratan de vivir su identidad cristiana en una postura sistemáticamente opuesta a los pastores. Este alejamiento de la Iglesia se debe a múltiples causas, entre las que cabe destacar: una religiosidad entendida de modo individualista, que afecta sólo a la conciencia personal; una comprensión espiritualista de la fe cristiana; la desconfianza ante todo lo que significa institución; la extrema ideologización de la fe; el disgusto e incluso la decepción provocados por algunas enseñanzas o actuaciones de la Iglesia.
18. Existe también un número creciente de laicos que, plenamente consciente de su vocación al seguimiento de Jesús, vive su pertenencia a la Iglesia de modo adulto y renovado. Valoran su fe como un don de Dios y la han personalizado como respuesta libre, participan de la vida sacramental, se comunican con otros creyentes y asisten con actitud abierta, crítica y esperanzada a los cambios socio-culturales del presente y de la misma Iglesia, no sin dificultades y conflictos. Asimismo, viven con profundidad, ilusión y fidelidad la tensión de la doble pertenencia a la comunidad humana y eclesial, dejándose guiar por el Espíritu en la construcción de un mundo cada vez más justo y acorde al Reino de Dios.
Una buena parte de este laicado, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, trata de iluminar con la luz del Evangelio los diferentes aspectos de su vida, buscando la armonía entre la fe que profesa y los comportamientos de la vida cotidiana, tanto en el plano personal y familiar, como en las relaciones sociales, en la actividad profesional o en las opciones cívicas y políticas.
19. EI laicado eclesialmente más activo está formado en su gran mayoría por mujeres. Este auge de la mujer en la Iglesia no es ajeno a la dinámica social general que en los últimos años ha ido subrayando, con creciente fuerza y lucidez, la dignidad y la igualdad de derechos de la mujer. Junto a esta constatación, hay que reconocer, sin embargo, que muchas mujeres no se sienten debidamente acogidas en nuestras Iglesias en lo referente a encomiendas y responsabilidades propias del laicado.
Ellas están presentes en casi todos los organismos y servicios eclesiales. Sobre ellas recaen, en la mayoría de los casos, funciones tan vitales para la comunidad cristiana como la transmisión y la educación de la fe, la acción caritativa y solidaria o determinados servicios litúrgicos. Pero su presencia decrece a medida que aumenta el nivel de responsabilidad y decisión. Ello indica que queda mucho camino que recorrer hasta la consecución de la igualdad propia de todos los creyentes, hombres y mujeres, en el seno de la Iglesia.
Conciencia de la propia vocación y responsabilidad
20. La mayoría de los miembros del Pueblo de Dios no es consciente de la llamada personal de Dios, expresada en el Bautismo y la Confirmación. Parece como si el ser seglar fuera la mera consecuencia negativa de no haber optado por el ministerio presbiteral o por el estado religioso. Sólo una minoría del laicado vive su existencia cristiana desde la perspectiva de una positiva y específica vocación.
Con todo, son cada vez más numerosas las personas que tratan de vivir su vocación cristiana con madurez y coherencia evangélica. Son conscientes de la llamada de Jesús a vivir santamente y a colaborar en la construcción del Reino de Dios allí donde se desarrolla el presente y se prepara el futuro de las personas, de los grupos y de la sociedad entera.
Somos conscientes de que un obstáculo para la promoción de un laicado adulto se encuentra a veces en los mismos pastores de la comunidad cristiana. Junto a los esfuerzos y sinceros deseos de fomentar la vocación y la responsabilidad laicales, no pasamos a menudo de la visión del laicado como objeto de dedicación pastoral, destinatario pasivo de la acción de la Iglesia o colaborador abnegado de su misión evangelizadora.
21. En la medida en que va creciendo el talante evangelizador de nuestras Iglesias, aumenta también la presencia de seglares conscientes de su vocación en las estructuras cívicas, sociales y políticas. Ellos constituyen una llamada a toda la comunidad cristiana, para que no olvide su vocación de presencia y servicio en la comunidad humana.
En particular, no pocos padres y madres cristianas, conscientes de su responsabilidad en la educación de sus hijos, participan activa y asociadamente en las estructuras educativas. Constatamos también con alegría el auge del voluntariado cristiano en muy diversos campos. Otros, sobre todo jóvenes, participan en diversos movimientos sociales alternativos, en organizaciones no gubernamentales, en la educación no reglada y de calle, o en el servicio y acompañamiento de personas afectadas por la drogadicción, el fracaso escolar o cercanas a otros umbrales y núcleos de marginación. Todos ellos constituyen uno de los mayores gozos y esperanzas de la Iglesia en el presente.
El laicado organizado
22. En los últimos años van surgiendo y asentándose con fuerza diversos grupos eclesiales (asociaciones, movimientos, comunidades), que junto a los anteriormente existentes, permiten un mayor cultivo y personalización de la fe. Son un valioso regalo del Espíritu a su Iglesia, y, como tal, constituyen un tesoro de la comunidad cristiana, en cuanto que la revitalizan internamente y la dinamizan en su misión evangelizadora.
La aparición de estas iniciativas no está exenta de problemas. Aparte de un posible olvido de su vocación evangelizadora en aras de un espíritu comunitario orientado excesivamente al servicio del propio grupo, existe el riesgo de la atomización o el particularismo, tendentes a ver en el propio grupo la única referencia eclesial, con el consiguiente debilitamiento de la comunión con la Iglesia particular diocesana presidida por el obispo.
Formación y preparación
23. En esta mirada a la realidad del laicado de nuestras Iglesias, queremos reseñar el creciente interés de algunas personas por una formación integral que articule los diversos ejes de una existencia vivida bajo la luz del Evangelio. Las comunidades cristianas advierten una considerable elevación del nivel de formación y preparación de sus componentes. Las iniciativas en este campo se han multiplicado en estos años, debido tanto a la inquietud de los pastores como a la preocupación del laicado.
Aun así, hemos de preguntarnos si la minoría de edad que tantas veces se achaca al laicado no se debe en buena parte a la falta de una adecuada formación en la fe, exigida por los nuevos tiempos que nos toca vivir.
Es claro que de las luces y sombras que caracterizan la situación del laicado, tal como lo hemos presentado, brotan no pocos retos para nuestras Iglesias. Es ésta la perspectiva desde la que hemos de adentrarnos en el tratamiento de los capítulos siguientes de esta Carta Pastoral.
II LA DIMENSIÓN SECULAR, CARACTERÍSTICA DE TODA LA IGLESIA
Iglesia en el mundo[7]
24. No podemos hablar del laicado sin referirnos a la realidad global de la Iglesia y a la inserción de la comunidad cristiana en el mundo. Ello no obedece únicamente a razones sociológicas, es decir, al hecho de que los seglares son la inmensa mayoría del Pueblo de Dios, sino, sobre todo, a razones teológicas: en virtud del Bautismo somos hijos e hijas de Dios, miembros de su familia, incorporados a la Iglesia y constituidos, por tanto, en Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo de su Espíritu. Lo común a todo bautizado es lo primero y prioritario, como afirma el Vaticano II en la visión de la Iglesia que él nos ofrece: «Todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se refiere sin distinción a los laicos, religiosos y clérigos» [8].
Este Pueblo de Dios, por su unión a Cristo y por la unción del Espíritu Santo, es en su totalidad signo e instrumento de la actuación salvífica de Dios [9] en cada tiempo y lugar. En las diversas circunstancias históricas está llamado a mostrarse al mundo como signo eficaz y anticipo de la salvación prometida a todos. Desde esa perspectiva hay que entender el carácter secular o «mundano», si se quiere, de toda la Iglesia. Ella hace presente en el mundo la realidad de una salvación que, por ser de Dios, trasciende al propio mundo. Ahí radica también la vocación de toda persona creyente y de la Iglesia, de vivir y actuar al estilo de Jesús, es decir, su modo peculiar de estar en el mundo sin confundirse con él[10].
Enviada toda ella a evangelizar
La secularidad, dimensión constitutiva de la lglesia
25. La dimensión secular, por tanto, antes que una característica que afecta al laicado, alcanza a la totalidad de la Iglesia y se convierte en elemento constitutivo de la misma. Su inserción en el mundo muestra, por tanto, la condición normal de la Iglesia en la historia. Toda la Iglesia es secular en el sentido de que, nacida del plan de salvación de Dios, comparte la historia de Dios con la humanidad.
La comunidad cristiana nace y crece en el mundo, y es enviada al mundo como mensajera de la Buena Noticia, compartiendo y discerniendo los gozos y la esperanzas, las tristezas y angustias de las gentes, sobre todo de los pobres y afligidos[11].
La secularidad, es decir, la conciencia y la experiencia de «vivir en el siglo», en el mundo, ha de afectar a todos los miembros de la Iglesia, no sólo al laicado. El Vaticano II no desconoce esta realidad cuando afirma que incluso quienes optan por la vida religiosa «dan un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios»[12]. Asimismo, los presbíteros tomados de entre los hombres y puestos aparte, en cierto modo, en medio del Pueblo de Dios no han de sentirse separados de él, sino que han de vivir como hermanos con los hombres y mujeres de su tiempo, sin ser ajenos a ellos y a sus condiciones de vida[13].
Toda la Iglesia, germen de unidad y de esperanza
26. Desde esta perspectiva de la secularidad de todo el Pueblo de Dios, cada uno de sus miembros está llamado a ser, animado por el Espíritu, testigo e instrumento de la salvación en medio del mundo. La plena concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios nos lleva a comprender más profunda y plenamente su dimensión secular básica. No es algo abstracto o indeterminado. Se realiza en grupos humanos concretos y perceptibles, en las comunidades cristianas, en las Iglesias particulares y en la Iglesia universal, formada por la comunión de todas ellas, en la que se actualiza la única Iglesia de Jesucristo. Ellas y sus miembros son quienes dan razón de la esperanza[14], actualizando con su vida el mensaje cristiano en las presentes circunstancias.
Todo el Pueblo de Dios, en la diversa variedad de los sujetos que lo integran, está llamado a ser germen de unidad y esperanza en el mundo entero, como instrumento de Cristo para la salvación[15], enviado como luz del mundo y sal de la tierra hoy y aquí[16]. Su carácter peregrinante en la historia muestra que está necesitado permanentemente de conversión y renovación. Ha de situarse en actitud de apertura y de diálogo, para poder captar así las llamadas de Dios a través de la realidad de nuestro mundo.
De este modo, la secularidad de la Iglesia, entendida como su presencia en la historia humana de cada momento y de cada lugar, arranca de su vocación de ser signo eficaz de la acción transformadora de Dios en nuestro mundo. Por ello, las Iglesias deben estar dispuestas a dejarse interpelar por la realidad, en la que ellas han de descubrir y realizar la voluntad de Dios.
La secularidad de la Iglesia al servicio de su misión
27. La secularidad de la Iglesia, es decir, su apertura dialogante al mundo, constituye un signo y una garantía de fidelidad al Espíritu de Jesús, a la misión evangelizadora y al proyecto de salvación de Dios Padre. Una Iglesia cerrada al mundo o indiferente y ajena a él, puede adoptar fácilmente comportamientos sectarios o caer en el espiritualismo o en el clericalismo. EL Concilio Vaticano II no ve a la Iglesia como realidad desgajada del mundo, sino inserta en la vida de la gente y de los pueblos, peregrinante en la historia humana. No cabe entenderla como comunidad alejada de los problemas y de las inquietudes de las personas o insolidaria con la suerte del grupo humano en que vive. La causa del Reino de Dios que nuestras Iglesias anuncian y tratan de hacer visible no puede ser ajena a las causas humanas que en nuestra sociedad propugnan una mayor justicia y fraternidad. Toda realidad y actividad eclesial posee una referencia temporal y secular positiva, sonante y santificadora.
La Iglesia para el mundo, Iglesia en comunión
28. El carácter laical o secular de la Iglesia ha de entenderse en el contexto de una eclesiología de comunión, que subraya la igualdad radical de todos los bautizados, su pertenencia a Dios y su participación en su plan de salvación[17]. Una concepción de la Iglesia basada unilateralmente en la jerarquía, reduciría al anonimato y a la pasividad a la mayoría del Pueblo de Dios y, en consecuencia, separaría o alejaría a la Iglesia del mundo. Por el contrario, una Iglesia que busque constituirse y aparecer como imagen del misterio de amor trinitario será en medio de nuestro mundo «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[18], respondiendo así a su vocación más profunda.
El laicado
29. Desde la perspectiva de una Iglesia consciente de su secularidad es como mejor se comprenden la personalidad y la tarea propias del laicado. El descubrimiento de la dimensión secular de la Iglesia lleva directamente a reconocer y valorar en su justa medida, la identidad y responsabilidad específicas de la parte del Pueblo de Dios integrada por el laicado. Ello no significa que la Iglesia sea toda ella laicado, puesto que el Orden sacramental y sus ministros, que recuerdan y hacen presente permanentemente la presidencia y la mediación de Jesucristo, son también parte del Pueblo de Dios. Lo que tratamos de subrayar ahora es el peso especifico del laicado en una Iglesia toda ella enviada al mundo: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (…), a quienes corresponde, por propia vocación, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios»[19].
La inculturación y el diálogo de la Iglesia con el mundo ha de realizarse sobre todo por medio del laicado. De ahí que el Vaticano II, preocupado por situar a la Iglesia en el mundo actual, subrayara especialmente el papel y la misión del laicado. Toda persona bautizada está llamada a reforzar la comunión eclesial, pero también a crear y consolidar la solidaridad humana, extendiéndola en toda la humanidad. Ello incluye el fomento de la corresponsabilidad, de la tolerancia y del diálogo en la comunidad, así como el discernimiento respetuoso de las opciones de cada bautizado en el orden temporal[20].
De este modo, la comunión eclesial, sin convertirse en un fin en sí misma, se orienta al servicio de la misión de la Iglesia. Dicho de otro modo, la Iglesia ha de realizar en sí misma la comunión, ya que ésta afecta directamente a la evangelización. El ejercicio de la comunión eclesial condiciona la misión evangelizadora, en la medida en que en ella se trasluce o ensombrece el mensaje cristiano.
Autonomía del mundo secular
30. Afirmar la peculiar misión o tarea evangelizadora de los seglares en el mundo implica reconocer simultáneamente la secularidad propia de las realidades terrenas, es decir, la justa autonomía del mundo. Ello no significa la separación de Dios o la falta de toda referencia a El. Consiste en afirmar que el mundo posee leyes y valores que le son propios[21]. Leyes que hay que descubrir y aplicar. Valores que hay que discernir y realizar. La Iglesia reconoce y valora esta justa autonomía de las realidades temporales. Más aún, así entendido el mundo, creado por Dios y destinatario de su plan de salvación, se vuelve interlocutor de la Iglesia y mediación del Espíritu[22]. Esta laicidad o secularidad propia del mundo afirma su carácter autónomo como realidad creada, pero manifiesta también la necesidad que tiene de una salvación que le es imposible alcanzar por sus propias fuerzas.
Somos conscientes de la ambigüedad de lo real, que nos previene ante un optimismo ingenuo. Optimismo que no advierte los contravalores y las resistencias del mundo al plan de Dios. Pero nos impide también caer en una condena ligera de las realidades terrenas y en una visión pesimista del mundo, que sólo percibe en él peligros y amenazas para la fe cristiana. El discernimiento realista de los criterios, compromisos y actuaciones de la Iglesia y de los creyentes a la hora de entender su presencia en la sociedad, será la consecuencia que espontáneamente se ha de seguir de esta visión cristiana del mundo.
Tentaciones y posibles malentendidos
31. Una actitud positiva de diálogo con el mundo ayuda a evitar algunas tentaciones presentes en la vida de la Iglesia. La primera es el eclesiocentrismo, que consiste en colocar a la misma Iglesia en el centro de su preocupación y actuación. Siempre, pero sobre todo en esos casos, hay que recordar que la Iglesia no se anuncia a sí misma, sino al Señor y sus promesas de vida eterna.
Esta tentación puede presentar formas más sutiles y disimuladas. No está ausente cuando, por ejemplo, nos mostramos más preocupados por la organización de nuestros grupos y comunidades que por el anuncio del Evangelio a los alejados y a los no creyentes y, en especial, a los pobres y necesitados, destinatarios preferentes de la Buena Noticia.
Solamente desde una postura individual y comunitaria de diálogo abierto y sincero con la cultura actual y con sus valores será posible superar el riesgo de caer en la tentación que denunciamos
Similar a la anterior, puede ser también la tentación del clericalismo. Consiste en imaginar a la Iglesia competente para dictar al mundo lo que ha de hacer en los asuntos temporales, a partir de su conciencia de poseer una verdad trascendente, válida para todos y para siempre. El Concilio nos invita y nos urge a escuchar las voces que se elevan desde los diferentes ámbitos de la existencia, para acoger la verdad escondida en ellos. En este sentido, recuerda a la misma Iglesia «cuánto tiene continuamente que madurar todavía en el cultivo de su relación con el mundo»[23].
Es tarea del Pueblo de Dios «auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, los diferentes lenguajes de nuestro tiempo y juzgarlos a la luz de la palabra divina, para que la Verdad revelada pueda ser percibida más completamente, comprendida mejor y expresada más adecuadamente»[24]. Valores de la cultura actual, tales como la libertad y la participación en la vida social o la conciencia creciente de la dignidad y el papel de la mujer, no pueden ser ignorados por la lglesia.
Este sincero reconocimiento de los valores humanos presentes en el mundo, que proceden también de Dios y de la acción de su Espíritu que opera en la humanidad, no nos impide ver con los ojos de la fe las deficiencias, los errores y las perversiones que se dan en todos los órdenes de la vida, como consecuencia de la debilidad humana, del olvido de Dios y de la soberbia de los hombres[25].
Finalmente, tampoco puede silenciarse el peligro cierto de confundir laicidad con laicismo, secularidad con secularismo, que ha llevado más de una vez a individuos y a grupos a relegar a la Iglesia al ámbito de lo puramente cultual y privado, y a rechazar cualquier relación de las realidades temporales con Dios y con el orden ético que deriva de la fe en El. La pérdida de este horizonte de trascendencia puede llevar fácilmente a interpretar cualquier forma de presencia de la Iglesia en los asuntos temporales como una indebida ingerencia, se trate de su magisterio doctrinal o de la pretendida actuación de los seglares, inspirada por su fe cristiana.
«Como el alma en el cuerpo»
32. La Iglesia, peregrina en la historia, aguarda la plena manifestación de la salvación gratuita de Dios[26]. Comparte las condiciones de vida de las gentes, tratando de ser entre ellas anticipo de una humanidad reconciliada en sí misma y con Dios. Esperando la ciudad celeste, quiere implicarse en las causas justas que contribuyen a la venida de los nuevos cielos y la nueva tierra, sin desentenderse de su compromiso con el mundo. Su presencia en el mundo recuerda la distancia de éste respecto del Reino de Dios. A la vez, su carácter escatológico le empuja a descubrir y discernir las huellas de la salvación definitiva ya en el presente[27].
Así, los miembros de la Iglesia viven entre la encarnación y la distancia, la solidaridad y el contraste, el compromiso y la esperanza: «Lo que el alma es en el cuerpo, eso han de ser los cristianos en el mundo»[28].
III IDENTIDAD Y MISIÓN DEL LAICADO
33. El texto bíblico que probablemente mejor recapitula lo sustancial de la comunidad cristiana y, en ella, la identidad del hombre y de la mujer laicos, así como la vocación a la que están llamados, es el que se refiere a la vida de la primera comunidad cristiana: «Todos ellos perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones. (…) Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno. (…) Alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el pueblo. Por su parte, el Señor agregaba cada día los que se iban salvando al grupo de los creyentes»[29].
En este sumario se ofrecen los rasgos básicos del cristiano, el nacimiento y consolidación de una vocación laical. Así, aparecen la llamada por iniciativa gratuita del Señor, la atención a la enseñanza de los apóstoles, el aspecto comunitario de la fe, la fuerza de su testimonio, el espíritu de servicio y de solidaridad con los más necesitados, la necesidad permanente de formación y la dimensión orante y celebrativa de la existencia cristiana.
En este espejo del Nuevo Testamento han de mirarse las comunidades cristianas y sus miembros para cultivar y madurar su fe, su espiritualidad y sus opciones evangélicas, así como para afianzar su testimonio ante el mundo, sin confundirse con él[30].
Seguidores de .Jesús
Una llamada personal
34. La primera característica que define a un cristiano laico es el hecho de seguir a Jesús. A éste sólo se le conoce siguiendo su llamada. Ahí está precisamente la fuente de toda vocación cristiana y también de la vocación de los laicos. Ellos han sido llamados, convocados, por Jesús. Esta prioridad de la llamada, en línea con todos los relatos de vocación del Antiguo Testamento, queda corroborada en los testimonios evangélicos en los que Jesús aparece invitando a su seguimiento a individuos concretos. Es Dios, en definitiva, quien nos ha amado primero[31] y quien nos ha elegido personalmente en Cristo[32].
Esta llamada de Jesús exige adoración y adhesión incondicional a su persona, fidelidad a su causa. Seguirle significa ponerse al servicio del Reino de Dios y prescindir de todo lo que aparta de él o compite con él como valor absoluto. La persona que sigue a Jesús vive segura de que en El ha encontrado el tesoro de su vida[33].
Experiencia filial y obediencia al Padre
35. El perfil de todo creyente, hombre o mujer, se estructura básicamente a partir de la actitud de descentramiento que configuró la personalidad de Jesús: fidelidad a la voluntad de Dios, disponibilidad para el servicio del Reino y una existencia orientada desde la solidaridad hacia los demás, especialmente hacia los más pobres[34].
La existencia de Jesús se entiende desde la radicalidad de su experiencia filial de Dios y desde la sumisión incondicional a la voluntad del Padre. Presenta una unidad de vida en la que la relación con Dios le lleva a ahondar en la realidad cotidiana, a la vez que la apertura al mundo le impulsa a una mayor contemplación y a un diálogo más intenso con el Padre.
Manifiesta con palabras y gestos la predilección de Dios por los pobres, los enfermos, los marginados, los pecadores. Ilumina la vida desde la perspectiva de Dios, escrutando los signos de los tiempos, atento a las corrientes de esperanza y de liberación[35]. A partir de ahí, vive la aventura humana a la luz del Espíritu, en todas sus dimensiones y ámbitos: la salud y la enfermedad, el trabajo, la casa, la sinagoga, el lago, la calle, el descampado[36].
«Pasó haciendo el bien»
36. Jesús comprende su vida desde la obediencia amorosa a Dios y el servicio a la causa de Dios, que es la de la humanidad y sobre todo de los miembros más débiles y necesitados. Ello le hace especialmente sensible y comprometido con la justicia y la fraternidad. Desde esa perspectiva adopta unos comportamientos completamente libres e insospechados para su tiempo: come con pecadores públicos[37], toca a los leprosos[38], cura en sábado[39]. Esta actitud queda reforzada en el caso de las mujeres: se deja acompañar por ellas[40], dialoga con la samaritana[41], libera a la adúltera[42] y se rinde ante el testimonio de la mujer cananea[43]. En definitiva, adopta ante la vida una actitud de descentramiento y de servicio, preocupado por la suerte del necesitado[44].
En una palabra, Jesús, «ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con El»[45]. Esa docilidad al Espíritu le lleva a superar las tentaciones más profundas y comunes de todo ser humano[46], y a acabar en la cruz.
Seguimiento de Jesús y misión
37. La llamada de Jesús a seguirle se orienta hacia un doble objetivo: estar con El y ser enviado a evangelizar[47]. La comunión con su vida y con su causa constituyen un polo fundamental de la existencia cristiana[48]. En la relación con Cristo está, por tanto, la fuente del ser y del obrar laical. Todo miembro de la comunidad cristiana es invitado a encarnar los sentimientos y actitudes de Jesús[49]. En definitiva, seguir a Jesús es identificarse con El, adherirse a su persona y dejarse configurar por El en la relación filial con Dios y en el amor y servicio al prójimo.
La comunión de vida con Jesús no puede separarse de la misión, esto es, del hecho de ser enviados por El. Es el otro polo fundamental de la existencia cristiana. Toda llamada suya va acompañada de una encomienda práctica[50]. Llama la atención la dimensión liberadora y sanante del envío, expresada frecuentemente en los evangelios por términos como «curar», «expulsar demonios» o «sanar». Es Cristo mismo quien envía a cada uno de los suyos a anunciar y practicar una fe sonante. Dicho de otro modo, el hombre y la mujer creyentes son llamados y enviados personalmente por El a colaborar en la construcción del Reino de Dios.
En virtud del Bautismo, el cristiano es incorporado a Cristo, animado por su Espíritu, constituido en sujeto integrante del Pueblo de Dios, con pleno derecho, y es enviado al mundo a anunciar de palabra y de obra el reinado de Dios. Por ello, la vocación al apostolado incluye a todos y a cada uno de los que componen el Pueblo de Dios[51]. Así, todo laico creyente constituye un modo de presencia de Cristo en el mundo. Por medio de los seguidores de Jesús, la salvación de Dios se hace presente en el mundo y entre nosotros.
Participación en el triple ministerio de Cristo
Cristo Sacerdote, Profeta y Rey
38. El Concilio Vaticano II, recogiendo la tradición y el sentir de la Iglesia, define como laicos a «los cristianos que están incorporados a Cristo por el Bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo»[52].
Esta caracterización del Vaticano II da pie para una iluminadora visión del ser y del quehacer del laicado cristiano. Con todo, hay que tener en cuenta que no se trata de tres atributos separados entre sí, sino que guardan una estrecha relación mutua. El sacerdocio de Cristo no se reduce al culto, posee un carácter profético y su realeza se lleva a cabo en el servicio hasta la entrega total de la propia vida.
La incorporación a Cristo por el Bautismo confiere a la persona bautizada, en cuanto miembro de la Iglesia, la dignidad profética, sacerdotal y regia propia de Aquel. Por ello, el Vaticano II afirma que quienes integran el Pueblo de Dios «tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección, una misma salvación, una misma fe, un amor sin divisiones»[53]. Esta proclamación conciliar, que muestra que la participación en el triple ministerio se da a cada persona creyente en cuanto parte integrante del Pueblo de Dios y del Cuerpo de Cristo, no deja de ser un reto para nuestras Iglesias locales, que han de hacerla realidad en su praxis habitual.
Anuncio y testimonio
39. La Iglesia es el Pueblo de Dios llamado, todo él, a proseguir la misión de Jesús de anunciar la Buena Noticia. Quienes formamos la Iglesia estamos llamados, según la condición de cada uno, a llevar a cabo esta encomienda recibida del Señor de anunciar su palabra y de dar testimonio de El[54]. Esta función profética la ejercita y despliega el creyente desde la experiencia de estar su persona poseída por la Palabra.
De este modo, en virtud de su dimensión profética, el hombre y mujer creyentes pueden asumir tareas y responsabilidades en el anuncio y educación de la fe y en la denuncia de las injusticias existentes en la sociedad y en la misma Iglesia, siendo testigos de esperanza.
Compete al Magisterio eclesial la responsabilidad de interpretar auténticamente la Palabra de Dios en todo tiempo[55]. Pero corresponde también al conjunto de los creyentes, en comunión con sus pastores, la penetración en el contenido de la revelación, su actualización de acuerdo con el momento histórico y cultural, así como la aplicación más concreta a las diversas circunstancias de la vida social y eclesial[56].
Sacerdocio de los laicos
40. La función sacerdotal de Cristo, de la que participan los laicos cristianos, ha de entenderse a partir del sacerdocio de la Nueva Alianza, inaugurado y consumado por El. Toda su existencia constituye una ofrenda viva a Dios y adquiere así un carácter sacerdotal[57]. El es el sacerdote de la Nueva Alianza. Tras su encarnación, muerte y resurrección, todo bautizado tiene un acceso personal a Dios a través de Jesucristo, participando de su sacerdocio en la Iglesia, pueblo sacerdotal. Este sacerdocio del pueblo cristiano no es meramente simbólico, sino que se lleva a cabo realmente en la vida sacramental y especialmente en la Eucaristía[58], y está llamado a extenderse a la vida entera por medio del testimonio y de la práctica de las virtudes y de los valores evangélicos.
Los seglares ejercen su sacerdocio mediante la ofrenda de la propia vida en el contexto socio-cultural e histórico concreto de cada momento: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor»[59].
El sacerdocio de los laicos se prolonga así en las acciones y compromisos transformadores de la realidad, personal y social, inherentes a toda acción evangelizadora. La vida entera se entiende e interpreta así, como ofrenda y entrega permanente, de manera que la Eucaristía se convierte en el eje, el alimento y la culminación de la acción evangelizadora personal y de toda la Iglesia[60]. La ofrenda de la propia vida se consuma en la Eucaristía, y, a la vez, ésta debe extenderse y prolongarse a todos los ámbitos de la existencia de la persona creyente, vividos en libertad interior frente a los poderes de este mundo.
Proclamar el señorío de Cristo
41. La función regia de Cristo se realiza en el servicio y en la disponibilidad absoluta para la causa del Reino, en la plena sumisión a la voluntad del Padre. El laicado se coloca en esta misma perspectiva de servicio a Cristo y a los hermanos, en la paciencia y en el pleno ejercicio de la libertad conquistada sobre el pecado.
Por el Bautismo, cada creyente está llamado a proclamar el señorío de Cristo, a luchar contra el mal y la injusticia, a vencer al pecado presente en sí mismo, en los demás y en las estructuras, y a servir al Señor especialmente presente en los más débiles y necesitados[61]. Este oficio regio se ejerce en el proceso de liberación personal, comunitaria y universal inaugurado por la resurrección de Jesucristo, ordenado a la creación de una sociedad más justa, hecha a la medida del hombre.
Los seglares participan del ministerio regio de Cristo alentando en las relaciones y estructuras humanas el sentido de la justicia, deseos de paz y sentimientos de solidaridad y fraternidad[62]. Con sus obras, gestos y palabras, confiesan que Jesús es el único Señor de la vida y de la historia.
La marginación o el olvido de esta responsabilidad conduce a las comunidades y a sus miembros al abandono de un aspecto tan fundamental de la evangelización como es el compromiso por transformar la realidad, orientándola hacia el Reino de Dios.
Espiritualidad del seguimiento
Espiritualidad laical
42. Los seglares se definen como seguidores de Jesús. Ello empuja a basar su espiritualidad en el seguimiento real de Jesús, común a todo bautizado. Reservar la dinámica propia del seguimiento sólo a algunos de ellos, equivaldría a desvalorizar el mismo Bautismo. Cabe, sin embargo, hablar de una espiritualidad específica del laicado, distinta de la que puede caracterizar a los presbíteros o a quienes han optado por la vida religiosa en sus diferentes formas.
Tal como lo proclama el Concilio Vaticano II, «todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor». Los seglares están llamados a seguir a Jesús y a acoger las exigencias del Evangelio con los rasgos propios de su condición laical, para alcanzar en ella la plenitud de la vida cristiana y la perfección del amor, que es vocación de todo bautizado[63].
Escucha de la Palabra y de la vida
43. De la misma manera que no puede entenderse a Jesús prescindiendo de Dios Padre, principio estructurante y horizonte último de su mensaje y de su vida entera, tampoco cabe hablar de vida cristiana sin hacerla descansar en una relación filial confiada en Dios, en toda circunstancia. La persona creyente se identifica a partir de la escucha atenta y de la obediencia leal a la voluntad de Dios, expresada a través de su Palabra y de los hechos de la vida diaria. La contemplación del Dios de Jesús es así el punto de partida de todo estilo cristiano de vida, también del laical.
La actitud de acogida y docilidad a la Palabra de Dios se manifiesta, celebra y renueva de modo singular y preferente en las celebraciones sacramentales, principalmente en la Eucaristía. En ella, la Palabra se hace comida y bebida, entregada para ser asimilada, compartida y anunciada por cada uno de nosotros.
Radicalidad evangélica
44. El seguimiento de Jesús lleva consigo, frente a un cristianismo de tipo convencional o «light», la exigencia de la radicalidad. La llamada apremiante de Jesús a seguirle exige plena disponibilidad. No es una llamada entre otras, sino la que da sentido último a la vida. Tomarse en serio el Evangelio, ser honesto en la respuesta, ha de ser tarea permanente de todo creyente.
La espiritualidad del seguimiento requiere también una solidaridad efectiva con los pobres, destinatarios preferentes del mensaje de Jesús. De esta manera, se superan posibles tentaciones intimistas o espiritualistas, incapaces de resistir la comprobación de la verdad de la respuesta dada por cada uno a la llamada apremiante del Señor Jesús. Esta opción por los desfavorecidos es beligerante, incluye la lucha contra la pobreza y sus causas, y conduce tarde o temprano al conflicto. Manifiesta también la centralidad de la cruz en el seguimiento de Jesús. Seguir a Jesús significa «complicarse la vida» en la lucha contra el mal y la injusticia.
Espíritu de las bienaventuranzas
45. El seguimiento de Jesús está impregnado del espíritu de las bienaventuranzas, elemento de contraste permanente con los valores dominantes en nuestra sociedad. En un mundo en el que priman la competitividad, la agresividad, la apariencia o el consumo, los cristianos están llamados a encarnar valores tan profundamente evangélicos como son la misericordia, el perdón, la honradez y transparencia de corazón, la paciencia en situaciones adversas y la misma persecución.
Seguir a Jesús pide aunar mística y compromiso, contemplación y acción. La fe en el Resucitado tiene que impulsarnos a optar en toda circunstancia, por el Dios de la vida, siguiendo la trayectoria del Señor, que vino a dar vida en abundancia pasando por la propia entrega y la cruz[64]. Una fe que ha de alimentarse en la oración y en la contemplación del Dios presente en la historia, siempre mayor y más libre, que se da de modo gratuito.
El seguimiento de Jesús va más allá de la ética y del compromiso activo. Incorporar a la vida del creyente la experiencia de la acogida humilde y gozosa del Reino que Dios nos regala. La fe adquiere así una dimensión política en la lucha esperanzada por la justicia en favor de las personas y grupos maltratados y crucificados.