La vocación y misión de los laicos
Ana Cristina Villa Betancourt*
La vocación y misión de los laicos en la Iglesia según el Concilio Vaticano II
* Ana Maria Cristina Villa Betancourt was born in Medellin, Colombia, she belongs to a community of consecrated lay women called Marian Community of Reconciliation (in Spanish Fraternidad Mariana de la Reconciliación) and she is, since early 2009, head of the women’s section of the Pontifical Council for the Laity.
1. Algunas ideas sobre el Concilio Vaticano II
Este verano tuve la oportunidad de sumergirme por algunos días en una sección de nuestro archivo histórico que contiene documentos referentes a los auditores laicos del Concilio Vaticano II. Mucho se ha escrito o dicho sobre el Concilio y en estos años de aniversario hemos visto y seguiremos viendo multiplicarse las publicaciones que analizan este importante evento eclesial desde muchos ángulos, dándole muy diversas lecturas e interpretaciones. Se trató sin duda de un evento singular — aunque yo me pregunto, ¿algún Concilio de la Iglesia no lo es? Se trata de eventos de por sí singulares, y el Concilio más reciente no es una excepción.
Una de las singularidades del Concilio Vaticano II fue precisamente el haber incluido auditores y auditoras laicos. No es la primera vez que laicos estuvieron presentes en un Concilio — pero sí la primera vez en que lo estuvieron en cuanto laicos, en cuanto fieles, y no en cuanto representantes del poder civil. Y su presencia es sin duda un capítulo poco conocido y poco estudiado de la historia del Concilio.
Aunque no puedo hacer aquí una reflexión completa sobre lo que encontré en esos archivos, ni soy una historiadora competente para analizar lo que ahí encontré pero una cosa que sí puedo decir y testimoniar es que algo que salta a la vista escarbando en esas cajas que ellos dejaron en custodia en el Pontificio Consejo para los Laicos es la profunda conciencia histórica que tenían este puñado de hombres y mujeres; conciencia de estar viviendo un evento singular, conciencia del papel que se les llamaba a representar, de la responsabilidad a la que el Papa los llamaba y a la que ellos querían corresponder con generosidad.
Como decía, no es éste el lugar para hacer una historia de ellos, baste decir que hubo auditores laicos a partir de la segunda sesión, invitados por el papa Pablo VI. Inicialmente eran trece hombres; luego ya para la tercera y cuarta sesión se incluyeron mujeres. Casi todos los laicos y laicas eran miembros de alguna asociación de apostolado católico pero no eran invitados en cuanto representantes de su asociación sino en cuanto laicos. También a partir de la tercera sesión hubo auditoras religiosas y otra de las experiencias que se constata en los archivos que pude estudiar es la hermosa experiencia que se experimentaba como novedad del encuentro y la colaboración entre religiosas y laicas. Creo que se podría afirmar que fue una de las experiencias que las mujeres auditoras más valoraron del Concilio y que intentaron después de plasmar en distintas iniciativas.
Es cierto que todo Concilio es un evento singular pero también es cierto, como sabemos y como se nos ha recordado muchas veces en estos días en ocasión de su aniversario, que las singularidades del último Concilio no son pocas; quizá otra de ellas, que marcaría significativamente su desarrollo, es el haber sido convocado sin que existiera un tema claro sino más bien de modo “abierto”. Su convocatoria tuvo desde el inicio un carácter “pastoral” brillantemente expresado por el Papa que tuvo la inspiración y la valentía de convocarlo, el Beato Juan XXIII. Es una hermosa experiencia, y si no la han hecho en este año de la fe, les invito a hacerla, releer sus discursos de anuncio del concilio y su discurso inaugural, Gaudete Mater Ecclesia, donde dijo:
«el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del “depositum fidei”, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta — con paciencia, si necesario fuese — ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral».
Un Concilio convocado no para combatir una herejía sino que buscó plantearse de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna. Relación que como sabemos no ha sido siempre fácil, no siempre fluida. Pero habían pasado los años, habían evolucionado las cosas, no solo dentro de la Iglesia, también dentro del mismo “espíritu de la edad moderna”; podía notarse una mayor apertura de la una a la otra.
El Santo Padre Benedicto XVI, en su discurso a Curia Romana en diciembre del 2005 dio importantes criterios para una correcta hermeneutica del Vaticano II. Se trata de un discurso que es un verdadero “clásico” de lo que ha venido llamándose la hermeneutica de la continuidad, la única posible para comprender el Concilio. Allí explicó detalladamente esta apertura al mundo del Concilio, diciéndonos que se trataba de un “sí fundamental a la edad moderna” que no implica sin embargo abrazarla en su totalidad y de modo acrítico.
«Quienes esperaban que con este “sí” fundamental a la edad moderna todas las tensiones desaparecerían y la “apertura al mundo” así realizada lo transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del hombre».
Y nos sigue diciendo que abrirse de modo positivo al mundo moderno no significa, no puede significar abolir el carácter de “signo de contradicción” que es propio de la Iglesia. En fin, no es esta la ocasión de hablar de la correcta hermeneutica conciliar, salvo decir que el Concilio ha sido un evento del Espíritu que ha preparado la Iglesia al tercer milenio, y que sin duda debe ser comprendido yendo a sus documentos mismos, a la letra de éstos, leyéndolos además en el contexto del Magisterio Pontificio sucesivo, que los ha profundizado y explicado: Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han inspirado e inspiran su actividad magisterial fundamentalmente en los documentos conciliares y constituyen una clave irrenunciable para quien quiere comprender y aplicar en su pastoral el Concilio Vaticano II.
Es conocida la anécdota que el Cardenal Ratzinger cuenta sobre lo que escuchaba del Cardenal Frings, durante el período en que lo asistió como joven perito en los trabajos conciliares. Como sabemos, el Papa Juan XXIII había invitado a los obispos de todo el mundo a proponer temas para el Concilio de modo que hubiera atención a las experiencias de las iglesias particulares. El Cardenal Frings contaba a su joven perito la impresión que le causó escuchar durante una de las reuniones del episcopado alemán a un anciano obispo que dijo sencillamente: el Concilio debe hablar de Dios.
Esa respuesta del anciano cardenal es tan sorprendente como obvia. ¿De qué más valdría la pena hablar? Pero cuando el Cardenal Ratzinger la recordaba le servía para decir, en el Concilio la Iglesia habló de sí misma pero lo hizo en sentido teológico, lo hizo recordando que ella ante todo viene de Dios. Si nuestra comprensión hasta ahora — cincuenta años después — sigue siendo insuficiente de lo que significa el concepto de “pueblo de Dios” propuesto en el Concilio para comprender a la Iglesia en parte es por la “crisis de Dios” que afecta a nuestro mundo y que nos afecta también a nosotros, los cristianos. ¿Quizá se ha acentuado mucho nuestro ser “pueblo” sin que nuestro ser “de Dios” lo determine de modo radical y absoluto? Dice el Card. Ratzinger: «la Iglesia no existe para sí misma sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los hombres en torno a sí…. En efecto, una Iglesia que exista solo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida».
La Iglesia habló de sí misma, la Iglesia reflexionó y meditó en su misterio, pero comprendió que existe solo y ante todo para ser signo visible y eficaz de la comunión de los hombres y mujeres con Dios que funda la comunión de todos entre nosotros. Si la Iglesia no existe para hacer presente a Dios, entonces su sentido está vacío. La Iglesia existe para ser un sacramento de la comunión tal y como la expresa el apóstol san Juan: «lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Una comunión de los hombres entre fundada en la comunión con Dios Uno y Trino, a esta comunión se accede en Cristo.
2. Apuntes de eclesiología de comunión
Sigamos a la LG para ir profundizando en come se presenta esta idea de la Iglesia como una comunión. La LG nos dice que la Iglesia es sacramento — signo e instrumento — de la comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí.
Imagen privilegiada la de san Pablo — que la LG comenta — de un cuerpo con distintos miembros.
1 Cor 12,12 Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, aunque son muchos, constituyen un solo cuerpo, así también es Cristo. 13 Pues por un mismo Espíritu todos fuimos bautizados en un solo cuerpo, ya judíos o griegos, ya esclavos o libres, y a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu. 14 Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. 15 Si el pie dijera: Porque no soy mano, no soy parte del cuerpo, no por eso deja de ser parte del cuerpo. 16 Y si el oído dijera: Porque no soy ojo, no soy parte del cuerpo, no por eso deja de ser parte del cuerpo. 17 Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿qué sería del oído? Si todo fuera oído, ¿qué sería del olfato? 18 Ahora bien, Dios ha colocado a cada uno de los miembros en el cuerpo según le agradó. 19 Y si todos fueran un solo miembro, ¿qué sería del cuerpo? 20 Sin embargo, hay muchos miembros, pero un solo cuerpo. 21 Y el ojo no puede decir a la mano: No te necesito; ni tampoco la cabeza a los pies: No os necesito. 22 Por el contrario, la verdad es que los miembros del cuerpo que parecen ser los más débiles, son los más necesarios; 23 y las partes del cuerpo que estimamos menos honrosas, a éstas las vestimos con más honra; de manera que las partes que consideramos más íntimas, reciben un trato más honroso, 24 ya que nuestras partes presentables no lo necesitan. Mas así formó Dios el cuerpo, dando mayor honra a la parte que carecía de ella, 25 a fin de que en el cuerpo no haya división, sino que los miembros tengan el mismo cuidado unos por otros. 26 Y si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se regocijan con él.
Se podría tomar desde antes, ¡quizá todo el capítulo 12! El símil del cuerpo es un símil apropiado para describir la comunión y para darnos una idea de esta Iglesia que Dios quiso como su pueblo: es hermosa y muy profunda esta idea de la Iglesia como un cuerpo cuya cabeza es Cristo, que le da sentido, orientamiento, solidez; un cuerpo con distintos miembros, que comparten la misma dignidad.
En la LG 7 encontramos se nos habla de un solo Espíritu que distribuye sus dones de modo variado para el bien de la iglesia; la riqueza y diversidad de estos dones es un bien, una gracia. Como dice San Pablo: ningún miembro puede decir al otro “no te necesito” ni tendría sentido sentirse inferior simplemente por ser diferente. ¡Justamente la diferencia es la que hace al cuerpo ser uno! Pero esta unidad es fruto del Espíritu, que es el que constituye el cuerpo de Cristo, de modo que cada uno de los miembros del cuerpo puede hacer suyas las palabras del profeta: el Espíritu de Dios está sobre mí … a cada uno lo ha llamado, ungido con los dones de su carisma personal.
Siguiendo a San Pablo, la LG también enfatiza que el Espíritu distribuye sus dones «según quiere» (en referencia a 1Cor 12,7-11: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común… distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad») haciendo aptos a los distintos miembros para distintas obras en orden a la edificación de la Iglesia.
En LG, 13 continúa desarrollando esta idea de un Pueblo de Dios diciéndonos por ejemplo que «cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad» y en este punto la LG explica que los diversos “miembros” son diversos “órdenes” de personas presentes en la Iglesia y nombra ministros sagrados, religiosos, nombrando también otros tipos de personas como Iglesias particulares con tradiciones propias…. Lo interesante para nosotros es la idea de que la unidad de la Iglesia católica implica esta unidad en la diferencia, implica este estar unidos en aquello que es esencial y abiertos a las legítimas diferencias y expresiones. Implica también un llamado a comunicarnos entre los distintos miembros los dones que hemos recibido pues éstos no son para beneficio privado sino para edificación común. ¡También esto es una idea paulina!
Encontramos otra expresión importante en LG 32 para comprender la comunión y es la de la solidaridad necesaria entre Pastores y fieles, solidaridad entre los distintos miembros del único cuerpo. Esta solidaridad implica vivir el servicio unos a los otros. Como vemos, esta eclesiología de la comunión es riquísima y profunda, y para concluir este punto me gustaría sobre todo resaltar que esta visión de la Iglesia nos llama a la conversión, a mirar las cosas y las personas que conformamos la Iglesia con ojos de fe, de Dios. Trabajando así contribuiremos a la unidad, «para que el mundo crea» (cf. Jn 17,21). Las enseñanzas del Concilio nos invitan a considerar el misterio de la Iglesia en la cual trabajamos todos los días, a mirar las cosas en esta perspectiva de fe. Debemos estar atentos a miradas demasiado horizontalistas, intramundanas….
3. Vocación universal a la santidad
Ahora quisiera detenerme brevemente en otro de los puntos claves de toda la Constitución dogmática sobre la Iglesia, que es consecuencia directa de la doctrina de la Iglesia como comunión, y es este punto de la vocación universal a la santidad.
Expresada de modo claro e inequívoco con una frase que haríamos bien en recordar, meditar, estudiar detenidamente pues indudablemente su riqueza no ha sido aún agotada:
«Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad».
Todos los fieles. En cualquier estado o condición. Es un llamado que es consecuencia del Bautismo, que nos incorpora a Cristo y nos hace partícipes de su oficio sacerdotal, profético y real, llamando a todos los bautizados, a cada uno según su vocación, a contribuir a la santificación del mundo. La santidad no está reservada para una élite, no es exclusividad de algunos estados de vida. Creo que esta enseñanza conciliar es una de sus perlas preciosas, un concepto que aún no ha terminado de impregnar nuestra vida eclesial, nuestra catequesis, las homilías que escuchamos. ¿Eres un bautizado? Pues Dios te llama a ser un santo.
Sabemos, ustedes saben mejor que yo, que esta vocación universal a la santidad tal y como es enseñada en la LG se comprende mejor leyendo el capítulo sucesivo, el capítulo sobre los religiosos, quienes abrazan un género de vida que los lleva a avanzar «con espíritu alegre por la senda de la caridad» y continúa definiendo su estado de vida como no «intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que» siendo un estado que incluye fieles «de uno y otro» les permite «poseer un don particular en la vida de la Iglesia … para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo». Una vez más el símil del cuerpo nos permite entrar en este misterio de una profunda comunión entre miembros tan diversos….
4. La vocación del laico
Pero entremos entonces en la materia. Quién es un laico. Todo lo anterior me parece necesario para comprenderlo aunque recién ahora lo explicitemos pues la vocación del laico dentro de la Iglesia se comprende en esta unidad en la diversidad que hemos estado intentando desarrollar.
La definición de lo propio del laico en la LG la encontramos en el número 31, donde está expresada sin equívocos. Lo propio del laico es su carácter secular. Veamos el texto:
«A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor».
Esta índole secular es un llamado a hacer presente a Dios, manifestar a Cristo, en medio del mundo, de sus ocupaciones y deberes cotidianos. Es cierto que la dimensión secular es propia de toda la Iglesia pues ella está en el mundo y es llamada a él y todos los miembros de la Iglesia son y viven en el mundo y por él trabajan. Sin embargo es importante comprender qué es lo característico, lo distintivo de este “carácter secular” que es propio de los laicos.
La Christifideles Laici nos lo explica diciendo: «No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El Bautismo … les confía una vocación que afecta precisamente a su situación intramundana». Se trata entonces, de «contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo» y nos dice también que «el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de “buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios”» (ChL, 15). Con esto se acentúa que este dato del mundo no es externo o casual; es comprendido como «el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos». Los laicos están llamados, como la sal en la pasta, la luz, la levadura, imágenes evangélicas, a estar insertos en el mundo contribuyendo desde dentro a su salvación. La vocación a la santidad propia de los laicos se desarrolla insertándose en las realidades temporales y participando de las actividades terrenas (cf. ChL, 17), viviendo plenamente la fe en la vida cotidiana integrándolas, superando aquel divorcio que amenaza la vida de tantos bautizados, que es uno de los cánceres de la vida eclesial contemporánea: el divorcio entre la fe y la vida cotidiana.
Los laicos, entonces, en esta visión conciliar están lejos de ser personajes encerrados en sacristías, meros colaboradores en tareas menores o pasivos receptores. La visión que nos da es la de una vocación fundamental para la presencia de la Iglesia en medio del mundo, que se hace particularmente urgente en vistas a la nueva evangelización.
Este concepto de carácter secular ayuda a corregir muchas de las concepciones erróneas o insuficientes que a veces pueden encontrarse, en las que se trata más bien de una clericalización de los laicos, un promoverlos otorgándoles funciones clericales o de sacristía…. No es lo que brota de los documentos. Cincuenta años después nos alegramos de los desarrollos y avances, de la profundización en la identidad del laico, pero notamos una riqueza no todavía suficientemente desarrollada.
«Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros» (ChL, 23).
Creo que problemas que se han encontrado en la aplicación de estas doctrinas conciliares, como el de la clericalización de los laicos o el de la laicización de los clérigos, son consecuencia de una comprensión insuficiente de la eclesiología de comunión de la que hemos estado hablando. Creo además que esta índole secular propia de los laicos ayuda contra la tentación de convertir a los laicos en un “clero de emergencia”. Debemos cuidar que disposiciones transitorias que pueden ser necesarias para remediar situaciones de escacez no se vuelvan permanentes. La vocación específica del laico tiene una enorme riqueza y es muy importante en vistas a la nueva evangelización y la misión.
5. La misión del laico
Íntimamente ligada a esta vocación propia está la comprensión de la misión de los laicos. Su apostolado propio. La LG habla amplia y hermosamente del apostolado de los laicos que además es el tema principal de un decreto conciliar totalmente dedicado al tema. Intentemos repasar sus líneas fundamentales.
En virtud del bautismo, los laicos participan en la misión salvífica que es propia de la Iglesia; el bautismo y la confirmación destinan a todos los fieles al apostolado. Los demás sacramentos, especialmente la Eucaristía, nutren el amor a Dios y a los seres humanos que es el alma del apostolado. Hacer apostolado es anunciar al Señor Jesús con las palabras o con el testimonio, es irradiarlo. Quien ha encontrado al Señor y ha descubierto en Él el fundamento firme y el centro de la vida no puede permanecer en silencio al ver que a sus hermanos y hermanas falta este fundamento, este centro. El amor que Dios nos da no puede quedarse encerrado en los corazones; esta experiencia de “no poderse encender una lámpara para ponerla bajo el celemín” es común a todos los bautizados que han encontrado personalmente en su vida el misterio de Dios Amor y de Jesucristo Dios y hombre verdadero. Cada uno da testimonio del Señor o lo anuncia según el estado de vida que le es propio.
Así, la LG 32 nos dice que los laicos ejercitan este apostolado especialmente «en aquellos lugares y circunstancias en que [la Iglesia] sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos». El laico es un apóstol en las circunstancias ordinarias de su vida, en su trabajo, en su familia, entre sus amigos; allí es Iglesia, en medio del mundo, en estas circunstancias. Por medio de ellos la Iglesia está presente e impregnando de la presencia viva de Cristo el mundo secular.
Creo que no es difícil darse cuenta la urgencia y actualidad de esta tarea de los laicos y el carácter profético que esta intuición conciliar tiene. En nuestro mundo líquido, sin puntos de referencia, sin valores, sin norte, qué incidencia puede tener un laico presente ahí en medio, imbuido de esta conciencia de la misión apostólica, viviendo su vida como enviado de Cristo a esas circunstancias concretas. La Christifideles laici habla en esta misma línea de un trabajo propio de los laicos en una irradiación capilar del Evangelio.
Aquí vale la pena quizá aclarar que en los documentos conciliares, si bien queda claro que el carácter secular es lo propio de los laicos, no por eso se cierran las puertas o se deja de reconocer que algunos laicos pueden «ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss)». Sin embargo, como veíamos arriba, incluso en este trabajo que podríamos llamar intra-eclesial, el laico debería ejercitarlo según su vocación laical propia.
El decreto sobre el apostolado de los laicos profundiza estas nociones: la Iglesia ha nacido y existe para que la redención salvadora alcance a todos los hombres, para orientar todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad que busca este fin se llama apostolado y es ejercido por todos los miembros la Iglesia, cada uno según la vocación que les es propia. Sigue diciendo que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado», cada uno de los miembros participa a su manera de esta vocación. Leemos directamente en AA, 2:
«A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Mas también los laicos hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo. En realidad, ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento».
En el Pontificio Consejo para los Laicos somos testigos privilegiados además de aquello que la ChL llama la «nueva estación agregativa» de los fieles laicos: nuevas asociaciones de fieles, nuevas maneras de agregación laical que se han ido generando a partir de los años conciliares, como verdadero don del Espíritu para la Iglesia de nuestro tiempo, en un momento en que muchos hablaban de un invierno eclesial notando caída en las vocaciones, dificultad para transmitir y testimoniar la fe. En este contexto a veces gris y desesperanzador han aparecido y siguen apareciendo nuevas comunidades o movimientos, que nadie ha planeado, es más, que muchas veces han sido inesperados y causado incomodidades, pero que constituyen un indudable don, cuentan con un encendido ardor por el apostolado, por la misión, métodos y pedagogías propias para la formación en la fe y una indudable fuerza de testimonio que arrastra a muchos.
La Encíclica Redemptoris Missio, sobre las misiones, subraya la contribución específica que los laicos están llamados a dar en la actividad misionera. Una vez más lo fundamenta en el Bautismo, aclarando que esta involucración de los laicos no es cuestión de eficacia apostólica sino que brota del Bautismo y citando la ChL nos dice que ellos «tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo» y la encíclica sigue invitándonos a valorar «las varias agrupaciones del laicado» con sus índoles y finalidades propias, y a acoger su colaboración con la misión ad gentes.
6. Conclusión
Permítanme concluir con unas palabras de san Pablo:
14 para que ya no seamos niños, sacudidos por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina, por la astucia de los hombres, por las artimañas engañosas del error; 15 sino que hablando la verdad en amor, crezcamos en todos los aspectos en aquel que es la cabeza, es decir, Cristo, 16 de quien todo el cuerpo (estando bien ajustado y unido por la cohesión que las coyunturas proveen), conforme al funcionamiento adecuado de cada miembro, produce el crecimiento del cuerpo para su propia edificación en amor.
El Beato Papa Juan XXIII, en la solemnidad de Pentecostés del año 1960, dijo que estas palabras “misteriosas” de San Pablo “merecerían figurar en la entrada del Concilio Ecuménico”. Estas sus palabras: «Verdad y caridad: Cristo en la cumbre y cabeza del cuerpo místico que es su Iglesia, cuerpo compacto y conexo por todos sus ligamentos, cada uno en su lugar, todo para edificación y crecimiento de caridad fraterna, de santa y bendita paz».
Que el Señor nos conceda a todos nosotros comprender cada vez más el misterio de la Iglesia y contribuir su edificación, cada uno según sus dones y el carisma recibido de Dios, para que el mundo crea en el amor de Dios y creyendo en Él encuentre la verdadera vida. Que así sea.
1. Beato Juan XXIII, Discurso con ocasión de la apertura del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962.
2. Benedicto XVI, Discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones de Navidad, 22 de diciembre de 2005.
3. Cf. Conferencia del Card. Ratzinger sobre la eclesiología de la Lumen Gentium en el Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II.
4. LG, 1: Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes.
5. «Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf. 1Co 12,26). La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (LG, 7).
6. LG 12: «… el Espíritu Santo … distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia …».
7. LG 13: Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu [24]. En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10).
8. LG 32: Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo.
9. LG, 40.
10. LG 43.
11. Exhortación Apostólica Post-Sinodal del Beato Juan Pablo II sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y el mundo escrita en 1988.
12. Cf. Miguel Delgado Galindo, Los fieles laicos ante la nueva evangelización, p. 249.
13. Cf. ChL, 28.
14. LG, 33.
15. Juan XXIII, Homilía en la Solemnidad de Pentecostés, 5 de junio de 1960.