«La vida consagrada, caminando juntos»
Carta pastoral de Monseñor Francisco Jesús Orozco Mengíbar
Queridos hermanos todos:
El día dos de febrero, en la Fiesta de la Presentación del Señor en el templo, la Iglesia universal celebra la XXVI Jornada Mundial de la Vida Consagrada, invitándonos a tener presente en nuestro recuerdo y oraciones a los hombres y mujeres que, sintiendo la llamada de Dios, se han consagrado al Señor en una vida de entrega, tanto desde la acción pastoral, a través de la vida apostólica, como desde la oración, a través de la vida contemplativa.
En octubre del año 2023 se celebrará la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos en la sede de Pedro en Roma, con el sugerente lema “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.
El Papa Francisco ha querido que de esta experiencia sinodal participe desde el principio toda la Iglesia.
Así, desde el pasado mes de octubre del 2021 ya ha iniciado el sínodo en su primera fase diocesana, invitando a todos a ponerse en camino sinodal con una reflexión en la propia Iglesia y por parte de todos los que la formamos, como aportación de propuestas para los trabajos sinodales.
Este nuevo método y manera de proceder es una iniciativa que pretende transmitirnos el deseo de hacer una renovación eclesial que pase por una mayor implicación, diálogo y comunión entre todos los bautizados, entendiendo siempre que esto no supone restar importancia a los distintos ministerios y funciones que cada uno desempeña de acuerdo a la vocación y misión recibidas.
Este espíritu sinodal que el Papa Francisco quiere para la Iglesia, viene recogido y se refleja en el lema de este año para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada: “La vida consagrada, caminando juntos”.
No cabe duda de que se trata de un sentimiento y deseo de Dios que recorre toda la Sagrada Escritura, donde el diálogo y la comunión de Dios con su pueblo, que es Israel; y después con Jesucristo, que será la Iglesia, es un constitutivo fundamental en el marco de la alianza del amor entre Dios y nosotros.
El “camino” en la Biblia tiene un significado simbólico al compararlo con la vida y con el recorrido de la fe que cada persona y bautizado ha de hacer. Nuestro camino de fe se inicia en nuestro bautismo, que no se reduce a un mero rito, costumbre o tradición.
El bautismo implica nuestra incorporación a la Iglesia como hijos de Dios y como hermanos los unos de los otros.
Por lo tanto, el cristianismo no se entiende, entre otras cosas, sin la fraternidad, con todo lo que ello supone y con todas las dificultades que conlleva.
La convivencia, en la comunión de la fe, es siempre una fuente de alegría y de dones fraternos que enriquecen la propia vocación. Pero no siempre es fácil y, a menudo, viene acompañada de muchos sufrimientos que nos abren grietas en el corazón y que cicatrizan en el don de la caridad y del perdón, convirtiéndose en una verdadera expresión del misterio pascual de Cristo, donde la muerte y la cruz nos conducen siempre a la vida.
Cuando entendemos la fraternidad cristiana como una nueva manera de amarnos y de entregarnos los unos a los otros, concluimos, reconociendo, que ese desgate y heridas merecen la pena.
Uno de los grandes peligros que amenazan la vida fraterna es la tentación del individualismo, que normalmente nos des-centra en nuestro egoísmo, en una ruta que nos hace creernos más libres e independientes, que nos aparta de compromisos y conflictos que alteren una falsa armonía en nuestra vida.
Frente al individualismo, el Señor nos propone otra senda y manera de caminar: la del Evangelio. Y ese camino, que primero lo ha andado Él, se hace en fraternidad y comunión, repitiendo en nosotros su llamada a vivir como discípulos, en la escuela de la verdadera fraternidad y comunión.
Todos somos llamados por el Señor a caminar juntos por el mismo camino. Observaremos que hay distintos carriles (vocaciones, carismas y misiones) pero una única autopista: la Iglesia y un mismo asfalto, la fraternidad.
Siguiendo la simbología bíblica del camino de la que ya he hablado, el Evangelio da un salto considerable, especialmente en Juan, donde Jesús se nos muestra como el único y verdadero Camino ante tantas ofertas y propuestas de senderos que nos encontramos y que nos ofrecen la felicidad por trayectos cortos.
Por eso nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Él es el Camino que nos lleva a la Vida, en nuestro aquí y en nuestro ahora. Y el que nos llevará a la Vida, en un futuro, con la prometida resurrección.
Un Camino que también nos hará pasar por la cruz de los sufrimientos, crisis, fracasos… Cruz que, como semilla, dará sus frutos si no dejamos de caminar a su lado.
La Vida Consagrada, en sus variadas formas, es una muestra y ejemplo de cómo hacer el camino al modo de Jesús, en fraternidad, caminando juntos. Fraternidad es compartir, ayudarse, apoyarse y, sobre todo, quererse desde el Amor aprendido en Jesucristo. Es también afrontar en unidad lo sueños, los miedos, los retos, las crisis, las esperanzas…, la misma vida y la muerte.
Caminar juntos es orar y celebrar al que es la Vida, que se hace Pan y Vino, que se rompe y se reparte en la mayor entrega y servicio posibles.
Caminar juntos es llevar el Evangelio a los pueblos y a las personas, proponiendo con el testimonio de las propias obras y respetando las culturas y tradiciones, procurando que el reinado de Dios se haga presente en nuestro mundo. Es caminar juntos en la caridad que no deja de lado a los débiles, a los cansados, a los heridos y a los pobres.
Sin duda, la Vida Consagrada es y ha de ser una escuela de fraternidad y un referente para todos los cristianos. Los consagrados nos enseñan, a los de dentro y a los de fuera, que hacer el camino juntos no es una utopía ni un “imposible”, sino una realidad en cada comunidad de consagrados.
Esa vida comunitaria en fraternidad es el gran testimonio de vida para evangelizar y para provocar el surgimiento de nuevas vocaciones. “Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis” (Jn 1,38-39). Y son muchos, hombres y mujeres, que lo han encontrado, lo siguen y se unen a Él consagrados en una vida casta, pobre y obediente.
Hoy agradecemos a Dios el don de los consagrados, su trabajo y testimonio, tan necesarios en la Iglesia de todos los siglos y en la de nuestra época. Especialmente, agradecemos su rica presencia en nuestra Iglesia local en sus diferentes carismas y servicios, embelleciendo, desde nuestra Diócesis de Guadix, a toda la Iglesia.
Y pedimos por todos ellos, que han sabido responder generosamente a la llamada de Dios, incluso dando la vida por los demás en lugares de guerras, de terrorismo, de persecución religiosa, en hospitales y residencias de ancianos – donde la pandemia ha hecho estragos-, en los colegios – educando frente a la amenaza de la fuerte secularización y las ideologías-, en las parroquias y en el silencio de la oración en un convento o en un monasterio, apartados del ruido del mundo.
Allí donde están, está toda la Iglesia, siempre haciendo el camino juntos. Deseamos que sigan siendo acicate, enseñanza y ayuda para nosotros que hemos de renovar el deseo de unirnos y queremos más.
Termino dando la bienvenida a las nuevas congregaciones de religiosas que están presentes en nuestro territorio diocesano y animo a todas las comunidades y a los consagrados a no dejar de caminar juntos en la gran familia de la Iglesia diocesana de Guadix.
Que Dios os colme especialmente de salud física en estos tiempos de pandemia que nos ha tocado vivir y de salud espiritual para seguir siendo luz, sal y Esperanza. ¡Felicidades, queridos consagrados!
+ Francisco Jesús Orozco Mengíbar,
Obispo de Guadix