LA PASCUA DEL SEÑOR
— La Pascua judía.
— La Última Cena de Jesús con sus discípulos. El verdadero Cordero pascual.
— La Santa Misa, centro de la vida interior.
I. La Pascua era la más solemne de las fiestas judías; había sido instituida por Dios para conmemorar la salida del pueblo hebreo de Egipto y para que recordara cada año la liberación de la esclavitud a la que había estado sometido. El Señor estableció1 que todas las familias inmolaran en la víspera de esta fiesta un cordero de un año, sin mancha ni defecto alguno. Se reuniría toda la familia para comer esa carne asada al fuego, con panes ázimos, sin levadura, y con hierbas amargas. Este pan sin fermentar simboliza la prisa de su salida de Egipto, huyendo de los ejércitos del faraón; las hierbas amargas representan la amargura de la esclavitud tantos años padecida. Lo habrían de comer con prisa, como quien está de paso, con el traje ceñido, como el que se dispone a emprender un largo camino.
La fiesta comenzaba con esta cena pascual, la tarde del 14 del mes de Nisán, poco después de la puesta del sol, y se prolongaba siete días más, en los que el pan no tenía levadura y estaba sin fermentar; a esta semana se la llamaba de los Ázimos por este motivo. La levadura se eliminaba de las casas el mismo día 14 por la tarde; así recordaba el pueblo hebreo aquella salida precipitada de la tierra en la que tanto había padecido.
Todo era figura e imagen de la renovación que obraría Cristo en las almas y de su liberación de la esclavitud del pecado. Echad fuera la levadura vieja -dirá San Pablo a los primeros cristianos de Corinto-, para que seáis una masa nueva así como sois ázimos. Porque Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado. Por tanto, celebremos la fiesta no con levadura vieja ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad2. El cordero pascual de la fiesta judía era promesa y figura del verdadero Cordero, Jesucristo, víctima en el sacrificio del Calvario en favor de la humanidad entera3. Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida4. Es el Cordero que, con su sacrificio voluntario, consigue lo que se representaba en los sacrificios de la antigua Ley: satisfacer por los pecados.
El sacrificio de Cristo en la Cruz, renovado cada vez que se celebra la Santa Misa, nos permite vivir ya en una continua fiesta. Por eso exhortaba San Pablo a los corintios a que expurgaran la vieja levadura, símbolo de lo viejo y de lo impuro, para llevar una auténtica vida cristiana5. La Santa Misa, vivida también a lo largo del día, nos anticipa la gloria del Cielo. Después de tantos bienes recibidos, “¿podéis no estar en fiesta continua durante los días de vuestra vida terrestre? –pregunta San Juan Crisóstomo–. Lejos de nosotros cualquier abatimiento por la pobreza, la enfermedad o las persecuciones que nos agobian. La vida presente es un tiempo de fiesta”6, un adelanto de lo que serán la gloria y la felicidad eternas.
II. Jesús señaló con antelación y con un particular acento la última pascua que iba a comer con sus discípulos7, manifestó que deseó ardientemente comerla con ellos8.
Juan y Pedro prepararon todo lo necesario: los panes ázimos, las verduras amargas, las copas para el vino y el cordero, que había de ser sacrificado en el atrio del Templo, en las primeras horas de la tarde. Aquella noche, probablemente en la casa de María, madre de Marcos, tendrá lugar la institución de la Sagrada Eucaristía y se adelantará sacramentalmente el Sacrificio de la Nueva Alianza que se realizará al día siguiente en el Calvario. “En una misma mesa se celebran las dos pascuas, la de la figura y la de la realidad. Así como los pintores, en la misma tabla, trazan primero las líneas del contorno y añaden luego los colores, así hizo también Cristo”9; utilizando los viejos ritos, establecerá la verdadera Pascua, la fiesta por excelencia, de la cual la anterior solo era una imagen precursora. Las hierbas amargas guardan ahora una estrecha relación con la amargura de la Pasión, que pronto iba a comenzar.
La cena pascual era un sacrificio: el sacrificio de la Pascua de Yahvé10. La Santa Misa lo es también, como renovación incruenta, pero real, del sacrificio de la Cruz. Y Jesús anticipó en la Última Cena, de forma sacramental –mi cuerpo entregado, mi sangre derramada– el sacrificio que consumaría al día siguiente en el Calvario. De una vez por todas, con particular sencillez y gravedad, Jesús sustituyó el antiguo rito por su sacrificio redentor. Aquella noche, en el Cenáculo, se llevó a cabo el acontecimiento del que han vivido los hombres de tantas generaciones y que constituye el centro de nuestra existencia. “¡Oh dichoso lugar –exclama San Efrén–, en el cual el cordero de la Pascua sale al encuentro del Cordero de la verdad…! (…). ¡Oh dichoso lugar! Nunca ha sido preparada una mesa como la tuya, ni en la casa de los reyes, ni en el Tabernáculo, ni en el Sancta Sanctorum”11.
Con las palabras haced esto en conmemoración mía dispuso el Señor que aquel misterio de amor se pudiera repetir hasta el fin de los tiempos, otorgando a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de realizarlo12. ¡Cómo hemos de dar gracias por participar de tantos bienes que recibimos en la Santa Misa, y de modo particular en el momento de la Sagrada Comunión! ¡Tenemos tan cerca al mismo Jesús que se dio plenamente a sus discípulos y a todos los hombres en aquella memorable noche! Ahora le podemos decir en la intimidad de nuestro corazón: “Yo te amo, Señor Jesús, alegría y descanso mío, con todo mi corazón, toda mi mente, toda mi alma y todas mis fuerzas; y si ves que no te amo como debería, al menos así deseo amarte, y si no lo deseo suficientemente, por lo menos quiero desearlo de este modo (…). ¡Oh Cuerpo sacratísimo abierto por cinco heridas, ponte como sello sobre mi corazón e imprime en él tu caridad! Sella mis pies, para que siga tus pasos; sella mis manos, para que siempre realicen buenas obras; sella mi costado para que por siempre arda en fervientes actos de amor hacia Ti. ¡Oh Sangre preciosísima que lavas y purificas a todos los hombres! Lava mi alma y pon una señal en mi rostro para que no ame a nadie más que a Ti”13.
III. En aquella última Pascua, Jesús se entregó ya a su Padre como víctima que va a ser inmolada, como Cordero purísimo. Y tanto aquella Cena como la Santa Misa constituyen, con la oblación ofrecida en el Calvario, un sacrificio único y perfecto, porque en los tres casos la víctima ofrecida es la misma: Cristo; e igual el sacerdote: Cristo14.
Nosotros hemos de procurar que la Santa Misa sea el centro de la vida entera. “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…”15.
Preparémonos para la Santa Misa como si el Señor nos hubiera invitado personalmente a aquella última pascua que comió con sus más íntimos. Cada día hemos de oír en nuestro corazón, como dirigidas únicamente a nosotros, aquellas palabras del Señor: Desiderio desideravi hoc Pascua manducare vobiscum…, he deseado ardientemente comer esta pascua con vosotros16. Es mucho el deseo de Jesús, son muchas las gracias que nos prepara.
Se cuenta de San Juan de Ávila que recibió la noticia de la muerte de un sacerdote que acababa de ordenarse, y preguntó enseguida si había celebrado alguna Misa; le respondieron que solo había podido hacerlo una vez. Y se dice que el santo comentó: “De mucho tendrá que dar cuenta a Dios”. Pensemos hoy en este rato de oración cómo celebramos o cómo participamos en el Santo Sacrificio del Altar; cómo son los deseos, la preparación, el empeño por evitar que otros asuntos ocupen la mente, los actos de fe y de amor en ese tiempo, siempre corto, que dura la Santa Misa y la acción de gracias de la Comunión.
Si, con la ayuda de la gracia, nos empeñamos, la Santa Misa será el centro al que se referirán todas las prácticas de piedad, los deberes familiares y sociales, el trabajo, el apostolado…; se convertirá también en la fuente donde recobraremos las fuerzas todos los días para ir adelante; la cumbre hacia la que dirigimos nuestros pasos, nuestras obras, los afanes apostólicos, los deseos más íntimos del alma; será también el corazón donde aprendemos a amar a los demás, con sus defectos, parecidos a los nuestros, y con sus facetas menos agradables. Si cada día logramos amar un poco más la Santa Misa, podremos decir al Señor después de la acción de gracias de la Comunión: “me alejo de Ti por un poco, Señor Jesús, pero no me voy sin Ti, que eres el consuelo, la felicidad y todo el bien de mi alma (…). Cuanto en adelante haga, lo haré en Ti y por Ti, y nada será objeto de mis palabras y acciones internas y externas salvo Tú, mi amor…”17.
1 Primera lectura. Año I. Ex 12,1-14. — 2 1 Cor 5, 7-8. — 3 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 73, a. 6. — 4 Misal Romano, Prefacio pascual I. — 5 Cfr. Sagrada Biblia, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA, Pamplona 1986, in loc. — 6 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la 1.ª Epístola a los Corintios, 5, 7-8. — 7 Cfr. Jn 2, 13-23; 6, 4; 11, 55; 12, 1. — 8 Cfr. Lc 22, 15. — 9 San Juan Crisóstomo, Sobre la traición de Judas, 1, 4. — 10 Ex 12, 27. — 11 San Efrén, Himno 3. — 12 Cfr. 1 Cor 11, 24-25; Lc 22, 19. — 13 Card. J. Bona, El sacrificio de la Misa, Rialp, Madrid 1963, pp. 164-165. — 14 Cfr. Ch. Journet, La Misa, p. 89. — 15 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 69. — 16 Cfr. Lc 22, 15. — 17 Card. J. Bona, o. c., p. 176.