Les doy mi bienvenida – ¡veo que son muchos! – y agradezco a Monseñor Castoro por las palabras que me ha dirigido. Doy un saludo a todos ustedes que han venido de diferentes países y regiones, unidos por el afecto y el agradecimiento a San Pío de Pietrelcina. Están muy agradecidos, ya que les ayudó a descubrir el tesoro de la vida, que es el amor de Dios, y a experimentar la belleza del perdón y la misericordia del Señor. Y esta es una ciencia que debemos aprender todos los días, porque es la belleza: la belleza del perdón y de la misericordia del Señor.
Realmente podemos decir que el Padre Pío era un servidor de la misericordia. Lo fue a tiempo completo, la práctica, a veces hasta el agotamiento, «el ministerio de la escucha». Se convirtió a través de la del ministerio de la confesión, una acaricia viviente de Padre, que cura las heridas del pecado y conforta el corazón con la paz. San Pio no se cansó jamás de recibir a las personas y de escucharlas, de gastar tiempo y fuerzas para difundir el perfume de perdón del Señor. Podía hacerlo porque siempre estaba unido a la fuente: se saciaba continuamente de Jesús Crucificado, y así se convirtió en un canal de misericordia.
Ha llevado en su corazón a tantas personas y tantos sufrimientos, uniendo todo al amor a Cristo que se donó «hasta el fin» (Jn 13,1). Ha vivido el gran misterio del dolor ofrecido por amor. De este modo, su pequeña gota ha llegado a ser un gran río de misericordia, que ha regado tantos corazones desiertos y ha creado oasis de vida en muchas partes del mundo.
Pienso en los grupos de oración, que San Pío ha definido «viveros de fe, hogares de amor»; no solo centros de encuentro para estar bien con los amigos y consolarse un poco, sino hogares de amor divino. ¡Y estos son los grupos de oración! La oración, en efecto, es una verdadera y propia misión, que lleva el fuego del amor a toda la humanidad. El Padre Pío dijo que la oración es una «fuerza que mueve el mundo»: la oración es una fuerza que mueve el mundo. Pero, ¿nosotros creemos en esto? ¡Es así! ¡Hagan la prueba! Esa – agregó – «extiende la sonrisa y la bendición de Dios sobre toda languidez y debilidad» (II Encuentro Internacional de los grupos de oración, 5 de mayo de 1966).
La oración, entonces, no es una buena práctica para conseguir un poco de paz en el corazón; tampoco un medio devoto para obtener de Dios lo que nos sirve. Si fuera así, estaría movida por un sutil egoísmo. Pero, yo rezo para estar bien, como si tomara una aspirina: no, no es así. Yo rezo para obtener esto: pero esto es hacer un negocio. No es así. La oración es otra cosa. Es otra cosa. La oración es, en realidad, una obra de misericordia espiritual, que quiere llevarlo todo al corazón de Dios. Toma tú, que eres padre: y seria así, para hacerlo simple. La oración es decir: «pero, toma tú, que eres padre, tu eres padre. Míranos, tú, que eres padre». Es esta la relación con el padre. La oración es así. Es un don de fe y de amor, una intercesión tan necesaria como el pan. En una palabra, significar confiar; es decir, confiar a la Iglesia, confiar a las personas, confiar las situaciones al Padre: «yo te encomiendo esto», para que las cuide. Por ello, la oración, como amaba decir el Padre Pío, es «la mejor arma que tenemos, una llave que abre el corazón de Dios».
Una llave que abre el corazón de Dios: es una llave fácil. El corazón de Dios no está blindado con tantas medidas de seguridad. Tú puedes abrirlo con una llave común, con la oración. Porque tiene un corazón de amor, un corazón de padre. Es la fuerza más grande de la Iglesia, que nunca debemos dejar, porque la Iglesia da frutos si hace como la Virgen y los Apóstoles, que «perseveraban unidos en la oración» (Hch 1,14), cuando esperaban el Espíritu Santo.
Perseverantes y firmes en la oración. De lo contrario, se corre el riesgo de apoyarse donde sea: en los medios, el dinero, el poder; y luego la evangelización desvanece y la alegría se apaga y el corazón se hace aburrido. ¿Ustedes quieren tener un corazón aburrido? ¿No? ¿Quieren tener un corazón gozoso? ¡Sí! Recen: esta es la receta.
Mientras les agradezco su empeño, los animo a fin de que los grupos de oración sean «centrales de misericordia»: centrales siempre abiertas y activas, que con el poder humilde de la oración provean al mundo la luz de Dios y la energía del amor a la Iglesia. El Padre Pío, que se definía sólo «un pobre fraile que reza», escribió que la oración es «el más alto apostolado que un alma pueda ejercer en la Iglesia de Dios» (Epistolario II, 70). ¡Sean siempre apóstoles gozosos de la oración! La oración hace milagros. El Apostolado de la oración hace milagros.
Junto a la obra de misericordia espiritual de los grupos de oración, San Pío ha querido una extraordinaria obra de misericordia corporal: la «Casa Alivio del Sufrimiento», inaugurada hace sesenta años. Él deseo que no fuera sólo un hospital excelente, sino un «templo de ciencia y de oración». En efecto, «los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial» (Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 31). Es tan importante esto: curar la enfermedad pero, sobre todo, cuidar al enfermo. Son dos cosas diferentes, y las dos importantes, ¿eh? Curar la enfermedad, pero también cuidar al enfermo. Puede suceder que, mientras se medican las heridas del cuerpo, se agraven las heridas del alma, que son más lentas y, con frecuencia, más difíciles de sanar. También los moribundos, a veces aparentemente inconscientes, participan en la oración hecha con fe cerca de ellos, y se encomiendan a Dios, a su misericordia. Yo recuerdo la muerte de un amigo sacerdote. Era un apóstol, un hombre de Dios. Pero, estaba en coma desde hace tiempo, desde hace tiempo. No era razonable, ese coma. Los médicos decían: «no se sabe cómo hace para respirar». Y entró otro amigo sacerdote. Se acercó a él y le dijo, el escuchaba: «déjate llevar por el Señor. Déjate llevar. Ten confianza, confía en el Señor». Y con estas palabras, él se fue en paz. Tanta gente tiene necesidad, tantos enfermos que se pelean por palabras de dulzura, que dan fuerza para llevar adelante la enfermedad o ir al encuentro con el Señor: tienen necesidad de ser ayudados en confiar en el Señor. Les estoy muy agradecido, a ustedes y a cuantos sirven a los enfermos con competencia, amor y fe viva. Pidamos la gracia de reconocer la presencia de Cristo en las personas enfermas y en quienes sufren; como repetía Padre Pío: «el enfermo es Jesús». El enfermo es Jesús. Es la carne de Cristo.
También deseo dirigir un saludo especial a los fieles de la Arquidiócesis de Manfredonia-Vieste-San Giovanni Rotondo. San Juan Pablo II dijo que «quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para pedirle consejo o confesarse con Padre Pío, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío resplandecía la luz de la resurrección » (Homilía de la beatificación de P. Pío de Pietrelcina, 2 de mayo 1999: Insegnamenti XXII, 1 [1999], 862). ¡Que quien vaya a su hermosa tierra – yo quiero ir, ¿eh?! ¡Que quien vaya a su hermosa tierra encuentre también en ustedes la luz del Cielo! Les agradezco y les pido por favor que no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Todos juntos rezamos, pero toquemos a la puerta del corazón de Dios que es Padre de misericordia: Padre nuestro…
También no somos una Iglesia huérfana: tenemos una madre. Oremos a nuestra madre: recemos a nuestra madre. Ave María