(Dióc. Zárate-Campana)
Sábado 23 de febrero de 2013
Iglesia catedral de Santa Florentina
(ciudad de Campana)
Hermanos y hermanas tan queridos:
Luego de haber celebrado la festividad de la Cátedra de San Pedro, en esta víspera del domingo II de Cuaresma en el que el Evangelio de Lucas nos presenta la Transfiguración del Señor, los invito a contemplar la mirada de Jesús transfigurado, a dejar que Él pose su mano en nuestro corazón, y a reencontrar en nuestras vidas el perdón y la consolante renovación de nuestra vocación y misión.
Porque es la mirada de Jesús, que dulcemente penetra en nuestro ser, la que nos renueva. Como renovó, en cada momento fundamental de su vida, al hoy Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, el Papa Benedicto XVI, que lo será hasta el próximo 28 de este mes.
Retrotrayendo nuestra mirada, a la vez, hacia atrás en la historia, vemos que fue el beato Papa Juan Pablo II quien providencialmente llamó a Roma, a la Congregación de la Fe, al entonces arzobispo de Munich, el cardenal Joseph Ratzinger. Él ya era cardenal, habiendo sido creado por S.S. Paulo VI, luego de haber sido nombrado por el mismo Papa como arzobispo de la ciudad bávara. Una conjunción, podemos decir, en quienes sirvieron en el ministerio petrino en las últimas décadas.
La Providencia Divina quiso que, con el decurso de los años, luego del venturoso pontificado de Juan Pablo II, Joseph Ratzinger fuera elegido Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, para lo cual tomó el nombre de Benedicto XVI, el “nombre nuevo” que el Señor da a quienes confía la misión de “apacentar a los corderos” (cf. Jn 21, 15-17).
Todas las personas de buena voluntad pueden testimoniar como, a lo largo de estos años de generosa entrega el Papa habló y obró, presidiendo en la caridad, en la comunión (koinonía) de la Iglesia, con “la voz de Cristo (que) reúne todas las aguas del mundo, lleva en sí todas las aguas vivas que dan vida al mundo”, tal una imagen bíblica (cf. Ap 1, 15) que muy recientemente empleó, refiriéndose a la voz de Cristo de la que hizo eco San Pedro.
En estos momentos, ante la decisión de Benedicto XVI, ponderada, libre, y tomada con rectitud por su amor inquebrantable a Cristo y a la Iglesia, hemos querido celebrar esta eucaristía, teniendo en el corazón a todo el presbiterio, vida consagrada y laicado, unidos espiritualmente como diócesis, en la festividad de la Cátedra de San Pedro (ayer, en esta misma iglesia catedral) y hoy, víspera del Domingo II de Cuaresma, 23 de febrero, en acción de gracias por todo lo que el mismo Señor Jesús, Rey de los Pastores, nos ha brindado a través del ministerio de Benedicto, Benedictus, bendecido, misteriosamente, bendito en su vocación y misión.
En absoluto pretendo siquiera esbozar su inmenso legado y mucho menos hacerme intérprete de signos, para lo que no tengo la capacidad. Sería sencillamente imposible resumir su legado viviente, y por otra parte no es el caso de hacerlo en una homilía, y ante esta asamblea.
En cambio, procuraré espigar tan sólo algunos recientes “dones” de fe, esperanza y caridad que nos ha dejado, cuales signos humildes, amorosos e iluminados por el Espíritu.
En primer lugar, los insto a atender (y dirigir la mirada de ustedes) a la reciente lectio divina del Santo Padre, del 8 de febrero de 2013 (tres días antes del anuncio de su renuncia), durante una visita al Pontificio Seminario Romano Mayor. Un Obispo siempre se dirige con corazón especialmente paterno a los seminaristas. Estas palabras forman parte de un excelente comentario espontáneo del Papa a un texto de la Primera Carta de San Pedro (1,3-5), ante “sus seminaristas” de la Diócesis de Roma, y se refieren a una esperanza, al continuo “renacer”, “renovarse” de la Iglesia:
“Herencia es algo del futuro, y así esta palabra dice sobre todo que los cristianos tenemos el futuro: el futuro es nuestro, el futuro es de Dios. Y así, siendo cristianos, sabemos que el futuro es nuestro y que el árbol de la Iglesia no es un árbol moribundo, sino un árbol que crece siempre de nuevo. (…) La Iglesia se renueva siempre, renace siempre (…)”La Iglesia se renueva siempre, renace siempre”
También con ocasión de esta visita al Pontificio Seminario Mayor, en la festividad de la Madonna della Fiducia (Virgen de la Confianza), el Papa Benedicto se refirió, como “entrando en el ser” de San Pedro, a su vocación de “testigo”, y, por ello, vocación “martirial”, a partir de la carta del Apóstol (Cf I Pe. 1,3-5). Podríamos decir que extrajo allí, como “condensado” el sentido del ministerio petrino, cuando describe a Pedro, “que habla” en su carta:
“Habla entonces aquél que encontró en Cristo Jesús al Mesías de Dios, que habló el primero en nombre de la Iglesia futura: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (cf. Mt 16, 16). Habla aquél que nos ha introducido en esta fe. Habla aquél a quien dijo el Señor: «Te entrego las llaves del reino de los cielos» (cf. Jn 16, 19), a quien confió su rebaño después de la Resurrección, diciéndole tres veces: «Apacienta mi rebaño, mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-17). Habla también el hombre que cayó, que negó a Jesús y que tuvo la gracia de contemplar la mirada de Jesús, de ser tocado en su corazón y de haber encontrado el perdón y una renovación de su misión”.
Sigue en su explicación el sentido martirial de la vida cristiana, en su “aspecto martiriológico”, como él lo llama, que otra cosa no es sino el supremo testimonio, cada uno según su vocación y misión, hasta dar la vida (la sangre significa, en sentido propio y figurado, la vida, en el sentido bíblico profundo). Para el apóstol Pedro y sus sucesores, el testimonio es dar la vida, en el Primado, “la presidencia del servir” como “Siervos de los siervos de Dios”:
“Por lo tanto, el primado tiene este contenido de la universalidad, pero también un contenido martiriológico (…). Pedro, al venir a Roma, acepta de nuevo esta palabra del Señor: va hacia la Cruz; y nos invita a que también nosotros aceptemos el aspecto martiriológico del cristianismo, que puede tener formas muy distintas (…) Nadie ser cristiano sin seguir al Crucificado, sin aceptar incluso el momento martiriológico”.
Otro significativo y reciente “don”, me parece, que nos ha dejado el Papa Benedicto, podría resumirse en las palabras finales de su discurso del 14 de febrero de 2013 (tres días después del anuncio de su renuncia), durante un encuentro con los párrocos y el clero de Roma. Con estas palabras concluyó una magnífica plática improvisada sobre el Concilio Vaticano II, ese gran acontecimiento del Espíritu, ante los sacerdotes de la Diócesis de Roma, y con ello pienso que nos indicó la fuerza impulsora para este Año de la Fe, y en adelante:
“Me parece que, 50 años después del Concilio, vemos cómo (…) aparece el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Y es nuestra misión, precisamente en este Año de la fe, comenzando en este Año de la fe, trabajar para que el verdadero Concilio, con su fuerza del Espíritu Santo, se realice, y sea realmente renovada la Iglesia. Esperamos que el Señor nos ayude”.
Con ello, pareciera el Papa habernos lanzado “mar adentro” a penetrar “verdaderamente”, con verdad, en el Concilio Vaticano II, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, sea renovada la Iglesia en la verdad y la caridad.
Lo será en el Corazón de Jesús, con la intercesión de la Virgen María, a quien hoy, en esta iglesia, le rogamos, como sintiéndonos los discípulos a Ella confiados, como ingresando espiritualmente en el Evangelio de Juan, el único que nos ha dejado las palabras de Jesús en el momento en que confió el discípulo a la Virgen Madre (Cf Jn 9, 26-27).
En esta eucaristía, a Jesús Presente, con nuestra oración y unión a Él, el Cristo, Hijo de Dios vivo, confiamos al Papa Benedicto a la protección materna de la Virgen, y también oramos por aquél a quien Jesús nos dará como Sucesor de Pedro.
Esta última intención el mismo Benedicto XVI la auguró en distintas oportunidades en estos días, y lo hizo señaladamente al dar las gracias a los miembros de la Curia tras sus últimos ejercicios espirituales: “El nuevo Papa tenga la gracia de contemplar la mirada de Jesús, de ser tocado en su corazón y de haber encontrado el perdón y una renovación de su misión”.
Nosotros también, renovados en la esperanza, confiamos en el Señor, el cual, a través de la mediación de quienes compete, nos dará el nuevo Papa, tal como la Iglesia, su Cuerpo y su Pueblo, en estos tiempos lo necesita. Si se quiere, desde la confianza en Dios, en su promesa, hoy nos conforta más aún la certeza de saber que él, el próximo Papa, está en el Corazón de Jesús, quien lo prepara para apacentar a los corderos de la Iglesia. La Virgen, ella sí, lo tiene en su corazón, sencillamente porque en su ternura materna, desde el inicio de la vida de Jesús, conservaba “todo” en su corazón (Cf Lc 2,51).
Un último aporte, desde este templo, en la ciudad de Campana junto a los brazos del gran río Paraná, en nuestra diócesis de Zárate-Campana que tiene como catedral a Santa Florentina y como concatedral a la Natividad de Señor. En esta iglesia de Santa Florentina, templo de acotadas dimensiones, con sus formas rectilíneas o triangulares propias de la década de los años sesenta, destaca, bello y austero, un gran mural del renombrado artista Raúl Soldi, con sus característicos “azules”, donde despunta la blancura de una simbólica flor.
En dicho mural el artífice representó bellamente a Santa Florentina, virgen, portando un lirio blanco. Ella fue una piadosa y docta virgen y fundadora del siglo VI, hermana de los obispos San Leandro, San Isidoro de Sevilla y San Fulgencio, los Padres de la Iglesia hispana, tan buenos pastores, doctos, significativos, proactivos, tan unidos en comunión afectiva y efectiva a la cátedra de Pedro, en los difíciles tiempos del arrianismo o semiarrianismo que asolaba por entonces parte no menor de Europa.
Debajo, en el mural, casi como escondido, está escrito bajo el albo lirio o lys que ella porta: “floreces como un lirio”. Muchas veces, en estos siete años de mi servicio aquí, desde que vine desde Mercedes-Luján, he mirado y meditado en la inscripción, y he pensado que para “florecer”, hay que dejarse purificar por Dios. Es un pensamiento mío, pero se lo dejo a ustedes para que hagamos también nosotros una purificación de nuestros corazones. Tomémoslo como una imagen que nos mueva a orar y a confiar, sin reservas.
Así, ofrezcamos también nosotros hoy, desde nuestra humildad, desde nuestro no incidir para nada en los humanos acontecimientos que mueven a este mundo, nuestra oración, que se eleve como el incienso.
En este templo de Santa Florentina, ponemos, impulsados por el Espíritu de Amor y conscientes de la primacía de la Gracia, esta intención. Que reflorezca también la Iglesia con renovada juventud, con renovadas fuerzas, dispuesta al “testimonio” de Cristo. Que, con humildad y fortaleza, florezca el Pastor como un blanco lirio, para alegría y belleza del jardín de Dios, para servir a la Iglesia”.
Gracias, Santo Padre, bueno y fiel. En el Señor confiamos, y en “Nuestra Señora de la Confianza”.
+Oscar Sarlinga
Obispo de Zárate-Campana
Sábado 23 febrero