Época trágica la nuestra
Esta generación ha conocido dos horribles guerras mundiales y está a las puertas de un conflicto aún más trágico, un conflicto tan cruel que hasta los más interesados en provocarlo se detienen espantados, ante el pensamiento de las ruinas que acarreará.
¡Cuántos, en nuestro siglo, si no locos, se sienten inquietos, desconcertados, tristes, profundamente solos en el vasto mundo superpoblado. Muchas definiciones se pueden dar de nuestra época: edad del maquinismo, del relativismo, del confort.
Mejor se diría una sociedad de la que Dios está ausente.
Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos.
Dios en sí mismo parece no interesarnos.
Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esta atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él.
Nos absorben las mil ocupaciones.
Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para defender la justicia.
Sin embargo, hay grupos selectos que buscan a Dios con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas.
Al que ha encontrado a Dios acontece lo que al que ama por primera vez: corre, vuela, se siente transportado; todas sus dudas están en la superficie, en lo hondo de su ser reina la paz. No le importa ni mucho ni poco cuál sea su situación, ni si escucha o no sus oraciones.
Lo único importante es: Dios está presente. Dios es Dios. Ante este hecho, calla su corazón y reposa.
El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa, como en un vasto y tibio mar. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en todas partes, y en ningún lado se le halla. Lo oímos en las crujientes olas, y sin embargo calla. En todas partes nos sale al encuentro y nunca podremos captarlo; pero un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Cuando hemos hallado a Dios, todos los bienes de este mundo están hallados y poseídos.
El llamado de Dios, que es el hilo conductor de una existencia sana y santa, no es otra cosa que el canto que desde las colinas eternas desciende dulce y rugiente, melodioso y cortante.
Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas.
¡Señor, haznos dignos de escuchar ese llamado y de seguirlo fielmente!
Fragmentos de la Meditación del Padre+ San Alberto Hurtado pidió que se publicara después de su muerte.