Homilía en la solemnidad de San Torcuato
HOMILÍA DE LA MISA PONTIFICAL EN LA SOLEMNIDAD DE SAN TORCUATO, OBISPO Y MÁRTIR, PATRONO DE LA DIÓCESIS
Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
Esta mañana, como cada solemnidad, hemos cantado en la hora de Laudes el salmo 62. En esta invocación a nuestro Dios hemos repetido: “Tu gracia vale más que la vida”. Preciosa expresión de un creyente que reconoce la primacía de Dios por encima de todo, incluso de la vida.
Vivir y gozar la gracia de Dios es el fundamento de la existencia humana para un hombre que cree, es también el sentido que le hace situarse en mundo y ante la realidad. Pero, sobre todo, reconocer que la gracia de Dios vale más que la vida es lanzarse al horizonte eterno de la confianza a la que ningún peligro puede apartar.
Con gran belleza lo expresa san Pablo en su carta a los Romanos: “¿Quién nos separará del amor de Dios? (..) Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado” (8,35-39). El amor de Dios que se ha revelado en el Hijo, Jesucristo, entregado por nosotros.
La gracias de Dios, mis queridos hermanos, no es un abstracto, una bella teoría de la teología que nos acerca a al misterio inalcanzable de Dios. La gracia es lo más sencillo y lo más grande al mismo tiempo, es el sustento cotidiano en nuestro camino.
La gracia es el amor de Dios que vive y actúa en nosotros, y por nuestro medio en los demás y en el mundo. La gracia recrea cada día nuestra existencia, porque el amor nunca se cansa ni se deja vencer.
Esta es la experiencia de tantos y tantos cristianos a lo largo de la historia, que se hace si cabe más evidente en el martirio.
Hoy, celebramos a san Torcuato, obispo y mártir de Cristo, que nos adentra en la experiencia de la gracia, don gratuito e inmerecido, que despierta en el interior del hombre una fuerza tal que hace que por la confesión de la fe y el amor a los demás no se detenga ni ante la misma muerte.
Como nosotros, también Torcuato, repetiría: “Tu gracia vale más que la vida”. Hacer que otros conozcan y experimenten la hermosura de la gracia vale más que la vida. Y así nació y creció la fe en nuestra tierra. En los albores mismos del cristianismo el nombre de Jesús fue pronunciado en esta tierra, y el testimonio de nuestros padres en la fe ha llegado hasta nosotros.
La historia de la Iglesia de Guadix, casi bimilenaria, está llena de testimonios de mártires y confesores de la fe. Recientemente al martirio del primer obispo, en el siglo I, se ha unido el testimonio de los mártires del siglo XX.
Hace unos días vivíamos con profunda alegría la agregación al catálogo de los mártires de la Iglesia de trece sacerdotes relacionados con nuestra Diócesis que ofrecieron su vida en testimonio de fe, amor y reconciliación en una España dividida y abocada a una guerra fratricida.
Ellos son el testimonio y la dosis de coraje que necesitamos para seguir siendo, como san Torcuato, testigos del Señor, portadores de su gracia para todos los hombres sin distinción.
En el evangelio proclamado en esta celebración hemos vuelto a escuchar la paradójica concepción de la vida, por la que esta es creciente si se da, y se pierde si se guarda. La vida según el Evangelio es para darla. Hemos de dejar que caiga en la tierra del mundo, hemos dejar que se muera para que dé fruto, un fruto abundante.
Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere no puede dar fruto. Este concepto de la vida, sin duda, crea desconcierto en el hombre y en la cultura de hoy. Es el grito que nos saca de nosotros mismos, la voz que cambia los cimientos mismos del mundo.
La vida no es para reservarla, no es el para el puro goce, no es para ascender, cueste lo que cueste, aun a costa de los demás; no es para tener, para poseer. La vida es para darla, y si la vida no sirve para darla, entonces no sirve para nada.
El ejemplo lo tenemos en nuestro Señor Jesucristo. Y es que el siervo no es más que su señor. Hagamos, pues, de nuestra vida una ofrenda de amor a Dios y a los hermanos.
Este es el Evangelio que recibimos de Torcuato, y el Evangelio que hoy estamos llamados a anunciar. El Evangelio es siempre novedad, como nuevos los hombres y la cultura. Hemos de vivir esta constante y eterna novedad.
No dejemos que nos venza la tentación del apego a un pasado glorioso, no nos conformemos con la que ya hemos conseguido, no seamos una iglesia satisfecha con lo que tiene; hagamos el esfuerzo, siempre auxiliados por la gracia de Dios, para responder mejor a los nuevos retos que la cultura nos demanda hoy en día, sin miedo y sin imaginar escenarios apocalípticos.
Proyectar un escenario futuro sin salida, coloreado por el pesimismo no es de cristianos. Es propio de lo que no confía y han perdido la esperanza. Si nuestro origen está en Dios, y en Él también nuestro destino, vivamos en confianza el momento presente y abrámonos en esperanza al futuro que está en Dios, que es Dios.
Hace unos días el Papa Francisco nos decía a la Plenaria de la Secretaría para la Comunicación de la Santa Sede: “Reforma no es “blanquear” un poco las cosas: reforma es dar otra forma a las cosas, organizarlas de otra manera.
Y se debe hacer con inteligencia, con mansedumbre, pero también, también –permitidme la palabra- con un poco de “violencia”, pero buena, violencia buena, para reformar las cosas”. Todo cambio exige movimiento interior y exterior; pero, en primer lugar, conversión del corazón.
Necesitamos generosidad para caminar juntos, para aceptar que el otro camine conmigo, para hacerme consciente que me puede ayudar, que complementa mi propia visión de la realidad.
Son necesarias la unidad y la humildad, y no dejarse llevar por la tentación del protagonismo que niega al otro, que nos ciega pensando que yo y los míos nos bastamos para construir el mundo. Esta es una tentación que levanta muros y destruye puentes. Hoy necesitamos derribar los muros que nos dividen y levantar puentes que nos unen.
Hemos de recrear el mundo del encuentro, que se basa en el respeto y en la tolerancia. Hemos de vivir en gestos que sean elocuentes y creíbles cuando vivimos en la era digital, cuando las calles y plazas ya no están cerradas, sino cada día más abiertas. No vale encerrarnos en nosotros mismo, es necesario salir y buscar al hombre, llegar hasta donde está para anunciarle a Jesucristo y compartir la vida con él.
En este momento recuerdo la sabiduría de la enseñanza del Papa Francisco, cuando en su Exhortación Apostólica, “Evangelii Gaudium”, nos dice que el tiempo es superior al espacio. “Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite.
La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado (..) De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio (n. 222).
Y continúa del Papa: “Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo.
Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos.
Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios (..) Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad” (n. 223).
Y termina diciendo: “A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana” (n. 224).
Este es también un gran reto para la Iglesia, para esta iglesia que camina en Guadix. Somos una iglesia apostólica porque nuestras raíces están en la predicación de los primeros apóstoles del Señor, pero también porque nuestro principio rector ha de ser el apostólico; es decir, estamos llamados a ser una iglesia misionera, abierta al hombre y a sus necesidades, con una especial atención a las situaciones de malestar, de pobreza, de dificultad, conscientes de que también ellas deben abordarse con soluciones adecuadas.
Imploremos la intercesión de la Virgen María, que en esta ciudad veneramos bajo el título de las Angustias, que ella nos acerque a Jesús, el fruto bendito de su vientre, y nos enseñe a ser testigos valientes y decididos del Evangelio.
+ Ginés, Obispo de Guadix