HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL por Monseñor García Beltrán
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”
Con estas palabras, sencillas e interpelantes, se nos anuncia la buena noticia de la resurrección del Señor. Aquellas mujeres, que habían ido de madrugada al sepulcro con el objeto de embalsamar el cuerpo de Jesús, reciben la mejor noticia: Jesús no está en el reino de la muerte, ha resucitado. Sin duda, este anuncio desborda infinitamente el deseo del corazón humano, que en el caso de aquellas mujeres, y de los demás discípulos, se limitaba al recuerdo, al respeto, o al afecto expresado en la añoranza. Sin embargo, nuestro Dios es mucho más. Dios es siempre más de lo que podamos pensar o desear. En Cristo, Dios ha realizado una nueva creación, llevando a plenitud la primera, y preservándola del aguijón del mal, que ya no tiene poder sobre el hombre.
La Iglesia, Esposa de Cristo, se viste de fiesta para cantar las maravillas del Señor. “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”, cantamos en el salmo. Es verdad, la bondad y la misericordia de Dios envuelven la creación y el corazón de todos los hombres. Dios ha confundido el poder del mundo dando la victoria al que es “la piedra que desecharon los arquitectos”, y que ahora se ha convertido en piedra angular. Hoy, el Esposo, entra victorioso para decir a la Esposa que la ama con amor eterno, con el amor fiel que rompe todas las barreras; que la hace suya para que sea por siempre santa e inmaculada. Nadie ha odiado nunca su propia carne, al contrario, le da alimento y calor, como hace Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 26-30).
Alegrémonos hermanos porque Cristo ha resucitado, corramos a hacernos partícipes de su victoria que es también la nuestra. Porque Cristo ha resucitado, la vida del hombre se abre a un horizonte de sentido, tenemos razones para vivir, y no nos podemos conformar con vivir de cualquier modo, sino que hemos de vivir en Cristo y por Cristo, como nuevas criaturas. Vivir en Cristo es ser un hombre nuevo, un hombre tomado por la resurrección y destinado a dar fruto abundante, con la mirada puesta en el cielo que es nuestra patria.
Todo esto es muy fuerte, como diríamos hoy, por eso, nuestra Madre la Iglesia nos ayuda, a través de la liturgia, a introducirnos en los misterios de la fe. Buena prueba de ello es la Vigilia pascual que estamos celebrando. Dejémonos instruir por su pedagogía, por los signos, vivamos con espíritu contemplativo lo que los sacramentos pascuales realizan en nosotros.
En la celebración de la pascua de los judíos, el más pequeño de la casa preguntaba al padre: “¿Por qué esta noche es distinta a todas las demás noches?”. El padre respondía haciendo un recorrido por la memoria de Israel; recordaba de este modo la acción de Dios en el la historia del pueblo elegido y el cumplimiento de las promesas que muestra que Dios es fiel. El recuerdo del camino de Israel es la prueba de que la historia es historia de salvación, porque está traspasada por el amor que Dios tiene por su pueblo.
Es esto mismo lo que nosotros hemos hecho esta noche. Hemos recorrido la historia de la salvación descubriendo la huella de Dios en ella. Pero esta historia no es, simplemente, lo que le ocurrió a otros, en otro tiempo. Esta historia es la tuya y la mía. La Palabra de Dios nos muestra que cada una de nuestras historias particulares es historia de salvación. Lo que hemos escuchado nos anuncia la salvación que ha acontecido en cada uno de nosotros. Tu eres el hombre creado del que habla el libro del Génesis, para ti es toda la creación; no eres dueño, pero sí hijo del dueño; la creación, que llegará a su plenitud al final de los tiempos, forma parte de la herencia. También eres como Abraham, un hombre de fe, y estás llamado a ser obediente a Dios, aunque sea sacrificando lo mejor que tienes; Dios quiere que te des cuenta que lo mejor que tienes es él mismo, que sólo puedes amar verdaderamente cuando amas en él, porque de los contrario, y aunque lo cubras de un manto de bondad, te amas a ti mismo. Tú eres también Israel, porque has sido liberado de la esclavitud, esa esclavitud a la que te sometió el pecado; en Egipto vivías bien, aunque sabías que eras esclavo, por eso, muchas veces quieres volver; cada vez que te alejas de Dios, que te domina la soberbia y la vanidad quieres volver, aun a costa de ser esclavo. Eres el hombre nuevo que habías sido destruido por el pecado, pero que Dios, Nuestro Señor, te ha reconstruido, dándote un corazón de carne para que vivas según Dios quiere y seas su testigo en medio del pueblo.
¿Por qué esta noche es diferente? ¿Acaso no es como las demás?. La noche que se cierne por el mundo y que llega al corazón del hombre, ve una luz brillar, es Cristo que se ha levantado de entre los muertos para ser luz de los pueblos. La noche anuncia el alborear de un nuevo día. Existe la noche, es verdad. Muchos hombres viven y quieren vivir en la noche, la noche del egoísmo y de las pasiones, la noche de la violencia y de la injusticia, la noche de la muerte y del desprecio a la vida, la noche que vacía el alma humana, la noche de la ausencia de Dios.
La liturgia de la luz, con la que hemos comenzado esta vigilia, es signo de la nueva vida que brota del Resucitado, y que se extiende a todos los creyentes. Esa luz que ilumina todos los rincones de la tierra. De la luz de Cristo ha de prender la luz de nuestra fe. Esta luz, que es nuestra vida de fe, puede ser débil pero alimentada en Cristo no se apagará.
Sí, esta noche es diferente porque Cristo la hace diferente. Es una noche diferente porque Cristo la ilumina y rompe para siempre la oscuridad del pecado y la amenaza de la muerte definitiva. Es una noche diferente porque brilla la gracia del Evangelio que anuncia el nacimiento de la nueva humanidad, la que ha nacido del agua y del Espíritu.
El agua es otro de los signos de esta noche. Esta es una noche bautismal. Después del itinerario de conversión que es la cuaresma, vamos a renovar nuestro bautismo; renunciando al pecado, hacemos profesión de fe. Como nos dice San Pablo en la epístola de esta noche: “nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo”; por eso, ya no estamos sometidos al pecado, ahora pertenecemos a Dios que nos ha adquirido con la sangre de su Hijo. No somos hombres instalados en la muerte, sino que somos criaturas nueva destinadas a la vida eterna. Nuestro vivir no puede ser el del hombre viejo, sino el de aquellos que han creído y han puesto en Cristo su esperanza. El bautismo es una verdadera muerte y un verdadero nacimiento.
“El Bautismo –escribe San Gregorio Nacianceno- «es el más bello y magnífico de los dones de Dios […] lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios» (Oratio 40,3-4).
Queridos hermanos neocatecúmenos, que hoy vais a renovar vuestro bautismo, en presencia del Obispo y de esta asamblea santa, a vosotros me dirijo especialmente. Con vosotros y por vosotros quiero dar gracias a Dios por el don de la fe que un día puso en vuestros corazones, y que a lo largo de muchos años habéis intentado conocer, interiorizar y vivir, con la gracia de Dios. El camino neocatecumenal, “como itinerario de formación católica, válida para la sociedad y para los tiempos de hoy” (Juan Pablo II, epist. Ogniqualvolta, 30 agosto 1990), es una de las modalidades de realización diocesana de la iniciación cristiana y de la educación permanente en la fe” (Estatutos § 2). Habiendo oído el Kerigma, que anuncia a Jesucristo, muerto y resucitado, iniciasteis un verdadero camino de conversión, iluminados por la Palabra de Dios y la Eucaristía, viviendo en el seno de la comunidad, de la Iglesia. En el momento de renovar vuestra fe, os pido que perseveréis en una vida cristiana auténtica y radical, y que seáis testigos del Señor en vuestra casa, en la comunidad de la Iglesia y en el mundo. Vivid siempre en comunión con la Iglesia y con sus pastores, y no con una iglesia virtual fruto del deseo, sino con esta Iglesia que es santa porque Dios es santo, y aparece como pecadora porque se ven los nuestros. Conservar esa vestidura blanca, signo de vuestra dignidad de cristianos y conservarla sin mancha hasta la vida eterna; y, si así os lo pide el Señor, llegando, incluso, al derramamiento de la sangre, a la entrega de la vida. Estáis llamados a hacer de vuestra existencia una alabanza al Dios que nos ha salvado en Cristo Jesús. Ahora no termina nada, todo lo contrario, comienza un camino de fe, de esperanza y caridad, que os conducirá al encuentro definitivo con el Señor.
Esta celebración llegará a su culmen en la Mesa, donde se hace presente el Señor resucitado. Comulgaremos con él. Del alimento de su cuerpo y sangre recibimos la fuerza necesaria para ser sus testigos. Como las mujeres del evangelio, salgamos de los sepulcros y vayamos a la vida; anunciemos a todos los hombres y mujeres que el Crucificado ha resucitado y va delante de nosotros confirmando nuestro testimonio. Los hombres necesitan que alguien les diga que son amados; nosotros estamos llamados a anunciarles este amor de Dios.
¡Reina de Cielo, alégrate, porque el Hijo, que llevaste en tu seno, ha resucitado!
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix