Homilía en la Vigilia Pascual por Monseñor D. Ginés García Beltrán

HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL
 
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
 
¡Qué noche tan dichosa esta! La oscuridad se ve vencida por la luz que no conoce ocaso. Cristo avanza victorioso en el cielo y la tierra nuevos que han nacido de su resurrección. El hombre en Cristo hoy es el hombre nuevo. Todo es nuevo, todo es posibilidad, ya no podemos decir que el mal es más fuerte que el bien, ni la muerte que la vida. Dios ha resucitado de entre los muertos a su Hijo Jesús, y en Él y por Él, todos llevamos la semilla de la resurrección.
 
1. El que ahora vemos glorioso es el mismo que murió en la cruz. Las señales de la pasión siguen presentes en su Cuerpo resucitado, porque el que ha resucitado es el Crucificado. Sus heridas curan las nuestras. Qué entrañable se hace ver el camino del Hijo de Dios, que encarna el designio divino para con nosotros. Es un camino misterioso, pero ahora vemos que nos ha llevado a la meta a la que todo hombre aspirar: vivir para siempre. El camino del Hijo ilumina el nuestro. Hemos cantado en el Pregón pascual: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!”. Así, el Señor: “ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado”. Nuestro pecado no tiene la última palabra, porque el mal nunca tiene la última palabra. El mal del mundo tiene un límite: la misericordia de Dios. Cristo, que es el rostro de la misericordia del Padre, nos ha revelado el corazón del Padre que no descansa hasta hacer nuevas todas las cosas.
 
  Cómo callar, mis queridos hermanos, esta buena noticia. Nuestro corazón tendría que estar inquieto para salir al mundo a gritar que Dios lo ama. El hombre contemporáneo y la sociedad que habita necesitan al Dios que es amor. Tenemos que decir a los hombres, nuestros hermanos, que no están solos, que hay un Dios que los quiere y se preocupa de todos. No podemos quedarnos paralizados ante nuestros pecados y dificultades que el mundo nos proporciona, sin salir a la calle a anunciar a Jesucristo, el hombre nuevo y modelo de la humanidad reconciliada en el amor.
 
2. La historia de la salvación, como hemos escuchado en la Palabra de Dios, nos ha ido conduciendo misteriosamente, entre luces y sombras, a la plenitud de los tiempos. Es Dios mismo el que conduce la historia, y el que traza nuestro camino. Como acompañó los pasos de Israel, hoy también acompaña los nuestros.
 
  La resurrección de Cristo es el momento de plenitud de la historia, que ilumina el pasado y abre las puertas a un futuro lleno de sentido que no tiene fin. Es una nueva creación, así lo expresa san Lucas: “El primer día de la semana”. El Señor resucitó el primer día de la semana, o mejor, es el primer día de la semana porque el Señor resucitó, y en Él se consumó la nueva creación.
 
  Son las mujeres, las mismas que lo acompañaron hasta la cruz, las que ahora van al sepulcro y lo encuentran vacío. Su procesión a la tumba es signo del amor y de la fidelidad que la muerte no ha podido quebrar. El corazón nunca acepta del todo la muerte de los que queremos, y es que algo nos dice en lo más hondo de nosotros mismos que no hemos nacido para morir eternamente. El amor de estas buenas  mujeres se va a ver colmado por la ausencia gozosa del Señor. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”, le dicen aquellos hombres a los que casi no pueden ver, y mucho menos reconocer. Ciertamente el cuerpo del Señor no está en aquella tumba. Pero para creer en la resurrección no basta, hace falta algo más que la prueba material; es necesaria la fe. A las mujeres, y hoy a nosotros, se nos invita a hacer memoria de lo que el Señor anunció: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar”. La fe nace de la escucha y de la aceptación de la Palabra de Dios. Lo ha dicho el Señor, por eso creo.
 
  La memoria viva de lo que el Señor les había dicho, junto con la prueba de lo que han visto, las hace volver corriendo a la comunidad para anunciar lo que han visto y oído. Son testigos de la resurrección. Pero la vuelta no es lo triunfal que podía esperarse, porque lo tomaron como un delirio y no las creyeron. Es Pedro entonces, quien se levanta y va al sepulcro para dar testimonio que es verdad, el Señor ha resucitado.
 
  Este el mensaje que la Iglesia tiene que anunciar al mundo. Es el que le da fundamento y razón de ser. No puede existir un cristianismo sin resurrección, ni un cristiano que no crea en Cristo resucitado. No podemos ser, queridos hermanos, cristianos de cuaresma que se quedan parados en el viernes santo. Lo afirma San Pablo con toda claridad: “Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Pues bien: si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe (..) Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad” (1Cor 15, 2-14.19).
 
3. Claro que se nos puede preguntar a los cristianos, ¿cómo puedo yo participar en la resurrección de Cristo? La respuesta es: por el bautismo. Por el bautismo somos incorporados a Cristo, participamos en su muerte y somos incorporados así a su nueva vida. El agua es signo de purificación y de vida. Nos sumergimos en el agua para sepultar allí nuestra condición original de pecadores y resurgir de esa agua como seres resucitados.
 
  El bautismo nos introduce en la vida de Dios, nos hace sus hijos. Al participar de Cristo somos hijos en el Hijo, herederos con Él de la gloria del Padre. Es un milagro asombro, pues supera toda aspiración humana. Adán, como todos los hombres tocados por el pecado, soñamos con ser dioses, pero lo hacemos por el camino de la autoafirmación y del rechazo de Dios. El bautismo nos muestra que participamos de la vida de Dios porque somos sus hijos, y en ello se nos da lo que el hombre nunca podrá conquistar con sus solas fuerzas: la vida eterna. 
 
  En el rito del bautismo de adultos, desde la primera iglesia, el Obispo pregunta al catecúmeno: ¿Qué pides a la Iglesia?, a lo que este responde: La fe. Y ¿qué te da la fe?, sigue preguntando el ministro. La vida eterna, responde el catecúmeno. En el ritual del bautismo de niños se bendice a la madre con unas hermosas palabras: “El Señor todopoderoso, por su Hijo, nacido de María la Virgen, bendiga a esta madre y alegre su  corazón con la esperanza de la vida eterna, alumbrada hoy en su hijo”. Qué más puede pedir el hombre, qué podrían pedir unos padres para su hijo más que la vida eterna. Dios siempre da más de lo que esperamos. Nos da su propia vida y nos hace compartir esta vida para siempre.
 
  En esta celebración vamos a incorporar, por el bautismo, a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia a una niña, a Marta. El bautismo, como la fe, es un don. No se compra ni se conquista. Es pura gracia. Pero es verdad que esta gracia de la fe necesita de la respuesta libre del hombre. Es evidente que Marta no puede elegir, que no es capaz de dar una respuesta. Por eso, hoy la bautizamos en la fe de la Iglesia, y en la fe de sus padres. De aquí nace el compromiso y la obligación de que esta niña conozca al Señor, lo ame y lo siga. Es verdad que el Señor tiene infinitos caminos para llevar al hombre a Él, pero hay uno que fundamental: la transmisión de la fe en la familia. La familia es la mejor escuela de la fe porque ella es la iglesia doméstica. Cuando en la casa se habla de Dios, se reza juntos, se predica con el testimonio, el terreno está preparado para que crezca esa fe. Esta es la mejor herencia que unos padres pueden dejar a sus hijos. Ojalá los padres y las familias cristianas no dimitan de este compromiso de amor.
 
  Si las mujeres fueron al sepulcro, María, la Madre del Señor, ya estaba allí desde su corazón lleno de esperanza. La Madre siempre esperó contra toda esperanza en la resurrección del Señor. Ahora como primera discípula anuncia a todos la victoria de su Hijo, que es también la suya y la nuestra. Madre del Resucitado, ruega por nosotros.
 
 
 
+ Ginés, Obispo de Guadix