Homilía en la misa crismal por Monseñor Ginés García Beltrán – Martes Santo
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.
Me ha enviado para anunciar el evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19)
Con estas palabras, tomadas de la profecía de Isaías, el Señor no recuerda cual es el origen de toda vocación cristiana, y, por ello, de toda vocación de especial consagración en la Iglesia. En el comienzo de la vida de fe está siempre la llamada de Dios, que por su Espíritu fecunda nuestra vida y la hace digna de sí. Es el Espíritu el que viene en ayuda de nuestra debilidad para que podamos responder con generosidad a la llamada que Dios nos hace.
Por esto, mis queridos hermanos, os invito, en esta Misa Crismal, a dar gracias a Dios por el don de la vocación. Somos privilegiados, y no tenemos más que palabras y sentimientos de agradecimiento a Aquel, que sin mérito por nuestra parte, nos llamó a la comunión con Él por el bautismo, y a algunos de nosotros nos configuró con su Hijo, Cabeza y Pastor de la comunidad. También vosotros, queridos Consagrados, dad gracias a Dios porque os ha configurado con Cristo por la profesión de los consejos evangélicos y os ha concedido el don del seguimiento radical de su Hijo. Al mirar a nuestra vida no tenemos por más que cantar al Señor el canto nuevo de nuestra entrega por todo lo grande que ha estado con nosotros. Queridos hermanos y hermanas, no callemos las maravillas que realiza el Señor en nosotros y por nosotros.
Cada año, esta celebración nos da la oportunidad de detenernos y reflexionar acerca de ministerio pastoral que el Señor ha puesto en nuestras manos para el servicio de todo el pueblo de Dios. Hoy no podemos olvidar que estamos celebrando el Año de la Vida Consagrada, en el providencial horizonte de la conmemoración de los 500 años del nacimiento de una “mujer excepcional”, santa Teresa de Jesús, religiosa y reformadora del Carmelo. Todos estos motivos no son más que una invitación a pensar en la evangelización de nuestro tiempo, para lo que se hace necesario que haya evangelizadores, evangelizadores con espíritu, como nos pide el Papa, y que nosotros hemos tomado como objetivo y exigencia para este curso pastoral en nuestra Diócesis.
I. “El Espíritu del Señor está sobre mí”
Jesús al hacer suyas estas palabras de la profecía de Isaías – “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”- nos introduce también a nosotros en el misterio de nuestra propia vocación. La proclamación mesiánica de Jesús en la sinagoga de Nazaret se realiza hoy en nosotros que somos su Cuerpo. Nuestra vida de fe está enraizada en Cristo, en su misma vocación y misión. Toda vocación tiene como centro a Cristo mismo. Somos llamados por Él, en Él y para Él. Y es el Espíritu quien va revelando a Cristo en nosotros, al tiempo que nos capacita para ser sus testigos en la Iglesia y en el mundo. Como dice san Pablo: “nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, sino por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). Esa presencia misteriosa y real al mismo tiempo que habita en nosotros por el bautismo, nos invita a responder a la voluntad de Dios y a entregarnos a los demás como lo hizo el Señor.
Estamos llamados, queridos hermanos, a ser transparencias de Cristo en medio de este mundo. No estamos solos porque el Espíritu viene en nuestra ayuda. Es Él quien nos abre los ojos e ilumina el corazón, capacitándonos para ver la realidad, no desde nuestro particular prisma, sino desde Dios. Hoy se hace necesario ver el mundo y al hombre como Dios lo ve, y para esto necesitamos ser hombres y mujeres de Espíritu, vivir según el Espíritu, para realizar las obras del Espíritu, que es lo que Dios y los hombres, muchas veces sin saberlo, esperan de nosotros. Cuando hablo de hombres y mujeres de Espíritu, no me refiero, lógicamente, a gente encerrada en sí misma, acomodada y conformista, sin ningún afán de búsqueda, que defienden lo que es suyo sin arriesgar nada; no es gente a la que les asusta cualquier novedad, o creen que lo que no contralan es siempre una agresión, que tienen miedo al futuro, que viven sin confianza. “Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones o deseos” (EG 261). Somos hombres y mujeres de Espíritu cuando nos abrimos sin temor a la acción del Espíritu Santo” (cf. EG, 259). Hemos de dejar que sea el Espíritu el que obre en nosotros, sin miedo, y con confianza.
Es esta la fuente de la audacia que hoy ha de tener nuestra acción evangelizadora. Necesitamos la experiencia de Dios que se adquiere, principalmente, en el trato personal e íntimo con Él, en la oración sosegada y permanente, para ser testigos con obras y palabras de la presencia de Dios en medio de nuestro mundo. El mundo de hoy necesita testigos que hablen de lo que han visto y oído, de lo que han gustado. Una palabra sin corazón es estéril como una vida sin obras. “Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan”, nos ha recordado el Papa. Nuestra evangelización ha de ser convencida, generosa y alegre. Se evangeliza por contagio. Sin el Espíritu que vive en nosotros esto se hace imposible.
Queridos hermanos sacerdotes, al reconocer la necesidad que tenemos de una pastoral más misionera, propia de evangelizadores con espíritu, como reza el objetivo de nuestro plan de evangelización para este año, quisiera proponeros algunas consideraciones sobre el ministerio pastoral, que antes he querido hacer mías.
“Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡hay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9,16), escribe san Pablo en su primera carta a los Corintios. La tarea principal de un ministro sagrado es la predicación del Evangelio que realiza a través de la catequesis y de la homilía.
Hoy existe en nuestros pueblos un ambiente que difunde el “analfabetismo religioso”, en el que se conoce cada vez menos los elementos fundamentales de la fe, cuya consecuencia es una vida al margen de Dios, y donde los valores cristianos no forman parte ya de la vida cotidiana de los hombres encomendados a nuestro servicio pastoral. Por ello, se hace más necesaria la catequesis, que “es un instrumento privilegiado de enseñanza y maduración de la fe” (CT, 18). La catequesis en clave de iniciación cristiana es un reto que esta Diócesis quiere asumir, para esto hemos elaborado el Directorio de la Iniciación Cristiana, fruto de una madura reflexión, que quiere ser respuesta a los desafíos que nos presenta el mundo de hoy. Os pido que lo acojáis con interés y lo pongáis en práctica con fidelidad.
En el ministerio catequético, el sacerdote tiene un lugar fundamental. Es el primer catequista de la parroquia. Y es un ministerio, que con la colaboración de los laicos, ha de ejercer personalmente. Debemos buscar momentos oportunos para dar nosotros la catequesis a los niños, adolescentes y jóvenes, como el mismo Señor hacía con sus discípulos. Nuestra palabra que anuncia el Evangelio es fundamental para sostener la vida de las comunidades que se nos han confiado.
Sin embargo, un año más, quisiera insistir en el ministerio de la Palabra que ejercemos en la homilía. Es este un aspecto de nuestro ministerio, que como nos dice el Papa Francisco en la Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, “requiere una seria evaluación por parte de los Pastores” (Ibid). Nuestros fieles tienen derecho a la homilía, y a una homilía que les ayude a encontrarse con la Palabra y a fortalecer su vida cristiana.
No somos dueños de la Palabra, por eso la explicación de la misma ha de ser en fidelidad; para ello, antes de predicar hemos de hacernos oyentes de esa Palabra; hemos de escucharla con paz, para interiorizarla mediante el estudio y la meditación. Difícilmente habrá una homilía que sirva si antes no la hemos preparado haciéndola vida en nosotros. En la homilía, el Pastor habrá que haber mirado contemplativamente a Dios que habla y al pueblo a quien va dirigida la Palabra. Una actitud orante y la docilidad del corazón crean en el sacerdote una honda experiencia de Dios, que cambia la mentalidad para que no se predique a sí mismo, sino que sea instrumento humilde de lo que Dios quiere decir a su pueblo.
El ministerio de la predicación es un don de Dios, que reconocemos como nuestro premio y nuestra corona. Qué dicha y qué honor poner la Palabra de Dios, que es su presencia misma, en medio de su pueblo; qué gozo ser instrumentos de salvación. Pero, al mismo tiempo, qué exigencia y qué responsabilidad instruir al pueblo para que sepa discernir lo que Dios quiere de cada uno y acoja los planes de Dios con generosidad y alegría.
La predicación es también un arte en el que nos hemos de ejercitar. “No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos” (EG, 151). Prediquemos siempre con la convicción de que “el Señor quiere usarnos”, y para ello hagámoslo como lo haría Él, con una palabra “que sea sencilla, clara, directa, acomodada”, como gustaba decir al beato Pablo VI. La homilía ha de ser siempre sencilla y clara, y con un lenguaje positivo –que no sea este el momento de reprender a los fieles-.
Os pido, queridos hermanos sacerdotes, que prediquéis con frecuencia, especialmente en esos momentos importantes para nuestros fieles que, aun lejanos a la vida de la comunidad, acuden para la recepción de los sacramentos o de las exequias. Cualquier momento y circunstancia son oportunos para sembrar la Palabra en el corazón humano. Nuestra misión es sembrar, lo demás no nos corresponde a nosotros.
II. “para anunciar el evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos”
Con estas palabras presenta Jesús su misión en la sinagoga de Nazaret. La misión del Señor, el Enviado del Padre, es una misión a favor de los hombres –“pro nobis”-, especialmente de los hombres que viven en situación de postración. Dios mira al hombre, y lo hace con amor, escucha su clamor y viene a salvarlo. El estilo de Dios es un estilo fundado en la cercanía, en la compasión, en la ternura; en definitiva, en la misericordia
El segundo aspecto de nuestro ministerio en el que me quiero detener es el de la misericordia. Nuestra vocación consiste en mostrar el rostro de la misericordia del Padre, para ellos hemos de ser misericordiosos y tener entrañas de misericordia. Nuestra gente espera ver en nosotros actitudes propias del padre que acoge, comprende, sostiene, ayuda y anima. Quiero hacer mío el deseo del Papa, que en el mensaje para la Cuaresma de este año escribía: “cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”.
Si esencial al ministerio sacerdotal es la predicación, también lo es la caridad. La caridad es el sello de autenticidad de la predicación de la Iglesia. De poco servirán las palabras, o una programación perfecta, si no las mueve la caridad, que nos lleva a entregarnos con todo lo que somos y tenemos. Hemos de huir de la tentación de convertirnos en funcionarios, de la “influencia de una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar determinados servicios y garantizar algunas prestaciones comprendería toda la existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un “trabajo” y después está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de esta concepción reduccionista de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio” (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 55).
La misericordia en el sacerdote comienza por su disponibilidad para servir al Señor dónde y cómo Él quiera ser servido. Disponibilidad que se hace más necesaria en la atención a la comunidad que se nos ha encomendado, y a cada hombre o mujer que toca a nuestra puerta porque nos necesita. Pero no se queda la misericordia en casa sino que sale a los cruces de los caminos a buscar a los que han caído y no pueden levantarse, a los que se quedaron al borde de una sociedad en la que no pueden competir, a los excluidos en el reparto de lo que fue creado para todos, a los que sufren la indiferencia de un mundo que no se construye sobre el hombre sino sobre el dinero. No podemos ser indiferentes ante lo que vive y lo que sufre nuestro pueblo, hemos de caminar con ellos y compartir sus logros y sus fracasos. Si el sacerdote no camina con sus pueblo su ministerio no tiene sentido. ¿Se entendería la actitud de un padre que pusiera condiciones a la atención de su prole? Quiero prevenir, queridos hermanos, contra la “pastoral de mínimos” que mira más en clave de cumplimiento que de amor y entrega. No tengamos miedo a la entrega total, ni a construir comunidades que miren más allá de las limitaciones y de los fracasos.
Hemos de recordar nuevamente las palabras del Papa tan repetidas ya: “La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad” (EG 46).
III. No quiero terminar estas palabras sin dirigirme especialmente a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que sois la presencia de la vida consagrada en nuestra diócesis; a vosotros religiosos, miembros de institutos seculares y sociedades de vida apostólica.
En el año de la Vida Consagrada, estamos teniendo la preciosa oportunidad de pararnos para agradecer el don de vuestra consagración, y para tomar conciencia de lo esencial de vuestra presencia en la vida de la Iglesia.
Desde los primeros pasos del camino de la Iglesia, ya hubo hermanos y hermanas que, inspirados por el Espíritu Santo, decidieron seguir a Jesús en radicalidad, pisando sus misma huellas en pobreza, castidad y obediencia. Con el transcurrir de las generaciones esta decisión carismática ha ido creciendo y haciéndose un árbol grande y hermoso que ha dado frutos abundantes, muchos frutos de santidad. Cada una de vuestras familias religiosas tiene un patrimonio de santidad precioso. Os invito a pensarlo bien. ¡Cuántos santos y santas han vivido el carisma que yo vivo ahora!.
Hoy vuestra presencia en la Iglesia y en el mundo es un don que Dios nos regala. Necesitamos de vuestra presencia en la oración, en la enseñanza, en la caridad, en la vida de nuestras comunidades. Pero os necesitamos como sois, como os quisieron vuestros Fundadores. Lo más importante, no me cansaré nunca de recordároslo, es lo que sois y no lo que hacéis. La misión sólo tiene sentido y fructifica desde vuestra vocación primera. Quizás nos sirvan las palabras de santa Teresa a sus monjas: «No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia» (Camino 1,5). «No os apretéis, porque si el alma se comienza a encoger, es muy mala cosa para todo lo bueno» (Camino 41,5). En este Año de la Vida Consagrada, nos enseña a ir a lo fundamental, a no dejarle a Cristo las migajas de nuestro tiempo o de nuestra alma, sino a llevarlo todo a ese amistoso coloquio con el Señor, «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8,5)”.
Que María, la Madre de los sacerdotes, la Consagrada a Dios por la ofrenda de su vida, nos ayude a recorrer el camino de la vida cristiana, aprendiendo a morir con Cristo para resucitar también con Él.
+ Ginés, Obispo de Guadix