Homilía en el JUEVES SANTO de la cena del Señor por Monseñor Ginés García Beltrán
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Esta es la tarde del Cenáculo; nuestra Catedral y todas las iglesias del mundo se convierten en auténticos cenáculos donde se actualizan los gestos que Jesús realizó en la última cena con sus discípulos; y lo que es más importante, no solo se actualizan los gestos sino el contenido de lo que esos gestos representan.
Nos ha recordado hace poco el Papa: “lo que la Iglesia celebra en la Misa no es la Última Cena, sino lo que el Señor ha instituido en la Última Cena, confiándolo a la Iglesia: el memorial de su muerte sacrificial”.
La celebración de esta tarde, con la que damos comienzo al Triduo pascual, nos recuerda aquellos gestos proféticos que Jesús realizó poco antes de que se hicieran realidad. Entrar en el espíritu del Cenáculo nos ayudará a contemplar al Señor que se presenta ante los suyos como el Siervo, que se entrega por todos para el perdón de los pecados.
1. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Es esta la clave para entender la Pascua del Señor; si desaparece el amor, no tiene sentido lo que vamos a contemplar en estos días, lo que aconteció en Jerusalén en aquellos días.
Dice San Juan en el evangelio que “había llegado la hora”. Esta es la hora de Jesús. Todo el evangelio, la vida y el mensaje de Jesús, se dirigían a este momento, y es desde aquí, desde donde cobra su sentido todo lo que Jesús ha dicho y hecho, donde el misterio del Hijo de Dios hecho hombre llega a su plenitud. Ahora el misterio de la encarnación se consuma en la entrega hasta la muerte, y una muerte de cruz. Esta es la hora de la salvación, la hora de Dios.
Y con este trasfondo, se desarrolla la escena que hoy nos cuenta el evangelio. Jesús, en medio de la celebración de la cena, se levanta, se quita el manto y tomando una toalla, se la ciñe. Jesús realiza un signo, sin duda desconcertante para los discípulos, podíamos decir que se trata de un gesto revolucionario: lavar los pies a sus discípulos.
Es difícil de comprender que Jesús, el Maestro, ejerza la tarea de los esclavos, de los últimos. Y todavía más desconcierto cuando Jesús no solo no niega, sino que afirma con toda claridad que Él es el Maestro y el Señor. Hay una afirmación rotunda de su identidad, y con el gesto también de su misión y del modo en que la ha de llevar a cabo.
La reacción de Pedro no nos ha de extrañar; no puede permitir que el Maestro le lave los pies, sería una falta de consideración por su parte; pero Jesús lo introduce en el misterio del gesto cuando le dice: “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Además, si no se entiende ni se acepta este modo de proceder no se puede ser discípulo. Para ser discípulo hay que vivir en esta lógica, la del servicio.
La lección no se deja esperar: si el Señor ha hecho esto, también los discípulos han de hacerlo entre ellos. El Seño nos ha dejado su ejemplo. Aparece claro cual es el camino y el estilo de los seguidores de Cristo. Por eso, el gesto del lavatorio de los pies no es un gesto de humildad sin más, es gesto de radicalidad. Es la expresión del amor llevado hasta las últimas consecuencias.
El Señor nos enseña que el amor no es un juego, no es un sentimiento pasajero; el amor es el acto de poner la vida al servicio de los demás, de entregarse al otro buscando su bien; en el amor hay que darse radicalmente, y darse cada día. Los gestos de amor, o son la expresión de una realidad interior, o son profanación del amor verdadero. La existencia humana, como la de Cristo, ha de ser pro-existencia, es decir, una existencia en favor de los demás.
2. En el horizonte de esa Última Cena del Señor está ya su muerte en la cruz. Los gestos que allí realiza son anuncio y profecía de lo que va a acontecer en los días posteriores.
El pan partido y el vino ofrecido son el anuncio de la realidad que nace en el Calvario. Si Cristo instituye la Eucaristía en el cenáculo, es en la cruz donde se hace realidad. “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, “Esta es la sangre de la nueva alianza que se derrama por vosotros”.
Jesús se entrega en alimento como el gran don de Dios a los hombres. No hay don más grande que el de la Eucaristía, pues en ella se nos da Cristo mismo; es el don de la vida compartida y entregada. Como se parte el pan para ser repartido entre todos, así debemos nosotros entregarnos en servicio de todos, como lo ha hecho el Señor.
La Eucaristía es acción de gracias a Dios por el don de Jesucristo. Nuestra acción de gracias es la respuesta a tanto amor de Dios que ha querido quedarse con nosotros en este misterio del pan y del vino.
Compartir el pan es crear comunión; la comunión entre los cristianos tiene su fundamento y sentido en la Eucaristía que es la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Comulgar con la Eucaristía es unirnos al Señor con un vínculo indisoluble, entrar en su intimidad y gozar con ella, y compartir su vida y su destino.
La Eucaristía crea la unidad de la Iglesia; una unidad que no es el resultado de las afinidades de los que la formamos, sino un vínculo misteriosos que nace de la Pascua del Señor, de Aquel que rompió el muro del odio que separa a los hombres. Por eso acercarse a recibir el cuerpo del Señor supone la comunión interior, no puede quedarse en un gesto externo, sin sentido, una acción más dentro de los ritos de la liturgia. Quien no está en comunión con Cristo y con la Iglesia no puede acercarse a comulgar, los pecados me impiden estar en comunión con Cristo.
De esta comunión, del mismo Cristo por tanto, nace la caridad. La Eucaristía es el vínculo de la caridad. No es casualidad que los días que la Iglesia dedica a la caridad, a Caritas, sean el Jueves Santo y el Corpus Christi, las dos fiestas eucarísticas. La mayor caridad la encontramos en la Eucaristía, y de ella brota el caudal de caridad que a lo largo de los siglos ha fecundado a la Iglesia., haciéndola hermosa y creíble para los hombres de cada época. “Caritas, la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la fracción del pan, la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas” (J Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, 155).
Al participar en el misterio de la Eucaristía nos introducimos en el misterio mismo de Cristo; se actualiza el sacrificio de la cruz, y nosotros entramos en este misterio ofreciéndonos a Dios, por el mismo sacrificio de Cristo, para la salvación de los hombres.
Esta es la realización de aquellas palabras del Señor: “No hay amor más grande que el que da la vida por los amigos”. Cada vez que celebramos la Eucaristía y comulgamos con el cuerpo del Señor, estamos viviendo ese amor hasta el extremo. Es el gesto supremo del amor: dar la vida por los demás.
“Haced esto en memoria mía”. Es el mandato del Señor. Encarga a los apóstoles que realicen este gesto de partir el pan. La Eucaristía, por tanto, no es un episodio más en la vida de Jesús, no es un gesto puntual.
La Eucaristía es una realidad permanente, el signo de identidad de la fe cristiana. La voluntad de Cristo es permanecer en medio de los suyos, en medio del mundo, de un modo permanente. Su presencia eucarística es real y verdadera. Cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de Jesús en la última cena, Jesús se hace presente, se actualiza su entrega en la cruz.
Es este un don tan grande, un amor tan inmenso, que no tenemos capacidad humana para dar gracias; por eso le ofrecemos el testimonio de nuestra adoración, que es nuestro pobre amor puesto a su pies.
Recuperar el amor y la adoración a la Eucaristía es el camino de la nueva evangelización. Quiera el Señor que cada cristiano tome conciencia de este don y haga de toda su existencia una verdadera eucaristía.
3. Jueves Santo, día en que recibimos tres grandes regalos del Señor. El regalo de la Eucaristía, don de su presencia entre nosotros, don de la nueva vida; el cielo en la tierra. Otro regalo es el del sacerdocio ministerial, al elegir hombres tomados de entre los hombres que, en medio de sus debilidades, hacen presente a Cristo. Y el regalo del amor fraterno: amar a los demás, pero no con cualquier amor, sino con el mismo amor de Cristo, a su estilo.
Al final de la celebración llevaremos al Señor al Monumento, donde podremos adorarlo hasta la celebración, mañana, de la Pasión del Señor. Es un momento especialmente entrañable, donde encontramos y experimentamos la bondad del Señor y su cercanía a nosotros. No vamos a acompañarlo, vamos para que el nos acompañe a nosotros.
Es el momento del silencio y de la intimidad. Es el tiempo de la conversación pausada y jugosa; contarle mis cosas y dejar que me hable; poner a sus pies mis preocupaciones y los de los demás. Es el momento de vivir como verdaderos discípulos que son llamados para “estar con Él”.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix