Guadix, 11 de Noviembre de 2012
Hermanos sacerdotes;
Ilmos. Sres. Vicarios General y episcopal.
Ilmo. Sr. Dean y Cabildo de la SAI Catedral;
Ilmo. Sr. D. Sebastián González González. Vicario General de la Archidiócesis de Mérida Badajoz, y predicador de la Septena de nuestra Madre, la Virgen de las Angustias.
Queridos Seminaristas;
Miembros de los Institutos de Vida Consagrada;
Hermano Mayor y Archicofradía de la Stma. Virgen de las Angustias, Patrona de Guadix.
Hermandades y Cofradías.
Hermanos y hermana en el Señor.
Saludo con sincero afecto al Sr. Alcalde y a la Corporación municipal; al Sr. Subdelegado del Gobierno, junto a las dignas autoridades que nos acompañan y nos honran con su presencia. A todos expreso mi reconocimiento y mi estima.
El nuevo Doctor de la Iglesia, san Juan de Ávila, al referirse al amor que le une a la Santísima Virgen, afirma: «Más quisiera estar sin pellejo, que sin devoción a María». Estas hondas palabras del apóstol de Andalucía bien expresan el sentimiento de amor y devoción de los que estamos hoy, aquí, para celebrar a la Virgen de las Angustias. La devoción a la Virgen, como sigo comprobando a lo largo de este tiempo, es un signo claro de la identidad de esta Ciudad cuatro veces milenaria. Hoy, Guadix sale a la calle para renovar su amor a la Virgen; Guadix vuelve en tantos accitanos que con la presencia física, o con el corazón, están aquí para poner en el regazo de la Madre tantas personas y tantas cosas que sólo conoce el corazón.
María, como nos recuerda el concilio Vaticano II, cuyo 50 aniversario de su apertura estamos celebrando, está unida al misterio de Cristo y de la Iglesia. María es ese puente, hecho de humanidad, que une a Dios con el hombre y al hombre con Dios. En la orilla del cielo –con la Iglesia triunfante- y en la orilla de la tierra –con la peregrinante- es lucero hermoso que, con su virginidad y maternidad, ilumina a los hombres y se convierte en signo de esperanza para el pueblo de Dios. Tomo, de nuevo, las palabras del Maestro Ávila para mostrar a María unida a Cristo y a su Iglesia: «Porque conocer a vos, María, es conocer a nuestro Redentor y nuestro remedio; conocer a ella es conocer el camino de vos y de vuestra redención…. Y sois su Criador y su Dios, que la criaste y dotaste de todas las gracias que tiene… Pues esta Virgen sagrada es la persona más principal de todo el cuerpo de la Iglesia y más que todos enseñada por Dios».
Pero, ¿dónde radica la grandeza de María, esta niña mujer de Nazaret, del primer siglo de nuestra Era?, nos preguntamos. Y, ¿dónde se encierra su perenne actualidad que cautiva a hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares?. La respuesta es sólo una: en la elección de Dios.
Dios la pensó y la amó, como a ti y a mí, y puso en ella toda la belleza de la divinidad, porque en el corazón de Dios estaba también la misión a la que era destinada: ser la Madre del Hijo eterno de Dios. Nada estaba fuera del proyecto de Dios, porque nada en la creación es fruto del azar, tampoco la libertad. Dios se arriesgaba, y se arriesga, en la libertad del hombre. Por eso, en un momento de la historia, se encontraron elección de Dios y libertad de aquella mujer nazarena. Ella, dijo que sí, y en su sí, se produjo el mayor acontecimiento de la historia: la encarnación del Hijo de Dios, el vaciamiento de la divinidad en la pobreza de nuestra humanidad. Pobre, no porque Dios la hiciera pobre, sino porque la empobreció el mal, y la empobrece nuestro pecado. Pero Dios nunca se deja vencer, y de la Hija de Sión, de la Nueva Eva, hizo amanecer un nuevo día, el de la salvación.
Hermanos y hermanas míos, la fe de María nos dio la salvación. María, es la mujer de fe, su historia es la historia de la fe del hombre, de cada uno de nosotros. Por eso, María es el modelo, no sólo en el que se ha de mirar nuestra vida de fe, sino una horma en la que hemos de meternos para que Cristo se plasme en nuestros corazones.
Os invito a recorrer la historia de fe de María, una historia interior, una historia que Dios va haciendo en su corazón, y que ella se deja hacer como humilde sierva. En confianza y en obediencia se curte la fe. En oscuridades y silencios, Dios se hace grande. En lo cotidiano, Dios habla y realiza su obra.
“Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf Lc 1,46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2,6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2,13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19,25-27). Con fe, María saboreó los frutos de las resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf Hch. 1,14; 2,1-4)” (Carta Apost. Porta Fidei, 13).
María, mujer de fe, nos ayudará a vivir el Año de la Fe, al que estamos convocados por el Papa Benedicto XVI. Sigue impresa en nuestro corazón la magnífica experiencia de la apertura del Año de la fe en esta Catedral que hoy nos acoge. Era la Iglesia de Cristo que camina en Guadix, la que proclamaba el Credo apostólico, el mismo que trajo san Torcuato hace dos mil años; el que han proclamado generaciones de santos y mártires. Es la fe que el Obispo, como sucesor de los apóstoles, entregaba a cada una de las comunidades cristianas extendidas por todo el territorio diocesano.
La pérdida de la fe en muchos bautizados, el desconocimiento que hay de Cristo en un número creciente de hombres y mujeres de nuestro tiempo, es una invitación a evangelizar. Pero no es posible la evangelización si nosotros nos somos evangelizados. El punto de partida, por tanto, ha de ser la conversión, que es vuelta al Señor. Volver a la esencia de la fe, esencia que no son cosas, que es Cristo mismo; “el encuentro con Cristo es una urgencia”, nos acaba de recordar el Sínodo de los Obispos. “La fe se decide, sobre todo, en la relación que establecemos con la persona de Jesús que sale a nuestro encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y la novedad perenne del encuentro con Cristo” (Mensaje final al Pueblo de Dios de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (26-10-2012).
La Iglesia, los que la formamos, hemos de ponernos a la escucha de la Palabra de Dios. Hemos de dejarnos interpelar por ella, para que nos transforme hasta hacernos signos visibles del amor de Dios en medio de este mundo, herido por el egoísmo y el afán de tener, que ha robado al hombre el fuego de la fe, y lo ha condenado al invierno de la desesperanza. Con Cristo, y el testimonio de nuestra vida, hemos de decir a los hombres de hoy, que la creación, tal como la quiso Dios, no está destruida, sólo está empañada por el mal, que se hace fuerte en el mundo por la perversión de la libertad que se empeña en ocultar o relativizar la fuerza de la verdad. En la contemplación del rostro de Cristo, el Hombre nuevo y modelo de la nueva humanidad, descubrimos el camino para restituir la imagen de Dios en nosotros, y el nacimiento de la nueva civilización del amor.
Hemos de hacer de la Iglesia una comunidad acogedora, donde todos puedan venir a gustar de la Palabra de Dios, de su presencia en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, del don de la fraternidad, que al hacernos hermanos nos une en la caridad para con los demás, especialmente con los más necesitados. Pero esto sólo será posible en la fidelidad al Señor, en una vivencia sincera del Evangelio. No necesitamos, y no necesita el mundo, una iglesia a la moda, sino una iglesia fiel a Cristo. La Iglesia no es antigua ni moderna, es sencillamente el arca donde Cristo ha querido depositar la gracia de su presencia, es el reflejo mismo del misterio de la Santísima Trinidad, es el misterio de comunión que nos lanza al mundo para llevarle la caridad de Dios.
En definitiva, el cristianismo, y la propia Iglesia, no valen por lo que hacen sino por lo que son. No son los hombres, ni los estados, los que nos otorgan carta de ciudadanía, sino la voluntad de Dios, que ha querido salvar a los hombres en comunidad. Una mentalidad secularizada, que ha llegado al interior de la misma Iglesia, cifra la identidad cristiana en el compromiso; desgraciadamente, muchas veces, un compromiso con barniz evangélico, pero sólo eso barniz, sin corazón. La fe nos exige el testimonio, pero el testimonio no es simple hacer, sino que es el fruto de la experiencia, de la experiencia de Dios. Amo y me doy a los otros, porque he experimentado el amor de Dios y la entrega de su Hijo hasta la muerte, y una muerte de cruz. A este respecto son muy iluminadoras la palabras de Benedicto XVI, que quiero repetir: “Sin darse cuenta, se ha caído en la autosecularización de muchas comunidades eclesiales; éstas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de estar con el Señor resucitado” (Discurso a un grupo de obispos de Brasil con motivo de la Visita ad Limina en 2009).
Este es el testimonio que espera de nosotros el mundo de hoy. A la Iglesia le importa el hombre, creado por Dios y redimido en la sangre de Cristo. No es misión de la Iglesia aportar soluciones técnicas a los problemas que tiene planteados el mundo, pero sí iluminarlos con la luz del Evangelio. Muchos, muchísimos, de nuestros contemporáneos lo están pasando mal, viven en la más absoluta pobreza. Estos días he recordado aquella parábola del siervo que pide la condonación de la deuda que tiene con su amo, y el amo en un gesto de benignidad la perdona; sin embargo, al salir fuera, encuentra a un compañero que le debe una cantidad insignificante; también éste le pide clemencia, la que no encuentra en él, Enterado el amo, se indignó y lo entregó a la justicia (cf. Mt 18,21-35). Es la denuncia que hoy debemos hacer de casos similares, que dejan a hombres y mujeres, a familias, sin pan, sin trabajo, sin casa. Hay escenas que estamos viendo estos días, y me refiero a algunos desahucios, que son, sencillamente, inmorales. Deseo, y pido a Dios, que ilumine la mente y la voluntad de los responsables de la vida pública, para que hagan leyes justas, donde no prevalezca una ideología, sino el bien de la verdad, en definitiva, la dignidad de todo hombre.
Pero nos basta, mis queridos hermanos, exigir a los demás. Es fácil pedir la justicia en los demás, que los demás lo hagan. Entre nosotros no debe ser así. Hemos de predicar con el ejemplo, y así os lo pido, con sencillez, pero con fuerza. Lo hago en el nombre del Señor y Padre de todos. Los cristianos hemos de tener gestos efectivos para con el prójimo, mucho más en este momento tan delicado en el que vivimos. Los sacerdotes de esta diócesis, hemos de decidido, siempre en el respeto a la libertad y conciencia individual, entregar la paga extraordinaria de Navidad a Cáritas; lo mismo haremos con una parte del presupuestos ordinario de la diócesis. Cumpliendo con la petición del Consejo presbiteral, os invito, también a vosotros, a tener gestos de desprendimiento y caridad en favor de los más desfavorecidos. En la viuda del evangelio que hemos proclamado, encontramos un buen ejemplo. Dar voluntariamente, dar generosamente.
Terminemos volviendo al pensamiento de san Juan de Ávila, para el que la devoción a la Virgen consiste en imitarla: «Quererla bien y no imitarla, poco aprovecha», escribe en uno de sus sermones (Sermón 63).
La devoción verdadera, queridos hermanos, se conoce por la conversión del corazón, por el deseo de imitar las virtudes que brillaron en María, por el amor y entrega al prójimo, y por la vida de gracia y oración. La devoción a María es falsa si hay afecto al pecado. Sólo la santidad de vida hace que nuestras alabanzas a la Virgen sean auténticas.
Volvamos nuestra mirada a la imagen bendita de nuestra Madre y Patrona, la santísima Virgen de las Angustias. Pedimos su amparo y protección. Son muchas las peticiones que queremos elevar, y lo haremos como el hijo se dirige a su madre. Sin embargo, este año, el Obispo quiere pedirle la fe para este pueblo; la fortaleza y la pasión para llevar a Cristo a los corazones, a las familias, a la vida pública.
Virgen de la Angustias, Peregrina de la Fe y Estrella de la Nueva Evangelización, danos otra vez a Jesús, el fruto bendito de tu vientre.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix
Antonio Gómez