Homilía de Monseñor Christophe Pierre por el 150º Aniversario del Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe
Nuncio Apostólico en México
150º Aniversario del Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe
(Querétaro, Qro., 2 de marzo de 2015)
Muy queridos hermanos,
Trascurridos ciento cincuenta años de la fundación del Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe, nos hemos reunido para, ante todo, presentar a Dios Padre, “dador de todos los bienes”, por medio de María Santísima, nuestra jubilosa acción de gracias, pero también, para manifestar con esta celebración nuestro recuerdo, reconocimiento, gratitud y afecto espiritual hacia todos aquellos que a lo largo de este siglo y medio lograron dar lo mejor de sí mismos a favor de la exigente tarea de la formación de los aspirantes al sacerdocio; de quienes, luego como sacerdotes, ayudaron a sembrar la semilla del Evangelio en estas tierras, haciendo que la porción del pueblo de Dios que peregrina en Querétaro, lograra ser la pujante iglesia particular que hoy miramos.
La síntesis histórica que se nos presentó al inicio de esta celebración, nos ha permitido imaginar el camino recorrido, dándonos, al mismo tiempo, razón del por qué de nuestra acción de gracias a la que, de alguna manera, se une también el Santo Padre Francisco, quien como signo de espiritual y afectuosa cercanía nos envió, acompañado de su Apostólica Bendición, su mensaje de aliento a proseguir adelante en la tarea.
Tarea sin duda estupenda, porque se trata de formar integralmente “otros Cristos”, pero, también, y por ello mismo, tarea sumamente desafiante, tanto para los formadores, como, ante todo y sobre todo, para cada uno de los llamados por Cristo Jesús.
Y es que una cosa es más que clara: que los sacerdotes no nacen: ¡se hacen! El sacerdote, cada uno de ellos, se hace y es hecho, en la medida en que, tocado en un momento determinado en su historia personal por la mirada de Jesús y escuchada su voz que lo ha invitado a seguirle, se va dejando gradualmente modelar por su palabra y por la gracia de su Espíritu para lograr progresivamente configurarse más y más en Él. Pues, de suyo “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est, 1). Encontrar a Cristo en la historia personal, sentir en lo profundo del alma su mirada, escuchar su voz que toca el corazón diciéndole: ¡Sígueme!, logrando contemplar, desde Él y con Él, un nuevo horizonte, hacia el cual la existencia toda está invitada a orientarse decidida, valiente y fielmente.
Con la Aclamación antes del Evangelio, hace unos momentos la voz de Cristo indicaba que “el que quiera servirme, que me siga” (Jn 12,26); y en otra parte del Evangelio, exhortándonos recuerda que “si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.
“El que quiera servirme”. Es lo primero que Jesús dice: “el que quiera”. Una invitación que no coarta la libertad del hombre, pero cuyo ejercicio sí reclama. Esto es lo primero: ¿Quieres?, ¿queremos servir a Jesús? Y entonces, si afirmativo, “sígueme”; sin buscarte a ti mismo, tomando tu cruz: “sígueme, y sígueme cada día”.
Jesús, particularmente de aquellos que Él llama a seguirle más de cerca, exige el amor indiviso que la ley antigua pedía para Dios: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas”; y lo hace porque Él es el “rostro visible” del Padre. Por ello: “si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
¿Seguir a Cristo? Cosa nada fácil, particularmente hoy que abundan las voces que precisamente nos sugieren lo contrario; voces de cuyos sonidos ninguno es inmune; ni siquiera los jóvenes aspirantes al sacerdocio. Seguir a Cristo no es fácil, más aún, es imposible, para quien busca una vida cómoda. Porque, seguir a Cristo reclama, entre otras cosas, lucidez, conciencia de la realidad y lucha. Toma de conciencia de los retos que están ahí, frente a nosotros y en nosotros desafiándonos, y lucha contra los falsos ídolos y valores que con insistente fuerza quisiera imponernos el mundo; lucha, por tanto, contra la búsqueda continua del propio “yo”. Porque de lo que se trata es de seguir a Jesús, no a otro, ni a uno mismo. Seguirlo a Él, y entonces, también camino al calvario y la cruz. Porque quien libremente acepta seguirle, acepta también su suerte: fatiga, dolor, pruebas, persecuciones, cruz, y finalmente resurrección.
En esta perspectiva, queridos hermanos y hermanas, es posible mirar y comprender lo que ha significado y lo que deberá significar hoy y mañana el Seminario. Él, ciertamente es un lugar, un conjunto de edificios habitados por seminaristas y formadores. Pero, eso no es todo. El seminario no es solo y simplemente un lugar. El Seminario es una etapa de vida, un tiempo significativo y necesario en la vida del aspirante al sacerdocio. Un tiempo de formación y discernimiento. Un lugar y un tiempo en el que a los jóvenes que han sentido la llamada de Jesús a seguirle para ser enviados, se les da “la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los doce Apóstoles (…). La identidad profunda del Seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia, de la íntima comunidad apostólica en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión» (PDV60).
El seminario, en consecuencia, es lugar y tiempo privilegiado para el encuentro con Cristo, lugar y tiempo para estar con Cristo, para sentarse a los pies del Maestro, escuchar su voz y su palabra, aprender de Él y seguir su ejemplo. Para estar con Jesús, sobre todo a través de una sólida vida interior, de una profunda vida de oración íntima y confiada, personal y comunitaria. Para estar con Jesús a través del estudio y sobre todo de la asidua vida sacramental, poniendo al centro de todo el sacramento de la reconciliación y la participación viva y devota en la Eucaristía, sentando también así los cimientos necesarios para recorrer paso a paso un camino de seguimiento y discipulado, que si bien inicia en el seminario, está destinado a prolongarse a lo largo de toda la vida.
Y, ¡sí! queridos hermanos. Jamás debemos olvidar que el “¡Sígueme!” que dirige a cada uno, Jesús lo está pronunciando día a día, minuto a minuto, siempre en tiempo presente, jamás en tiempo pasado. Recordémoslo siempre; porque de la fidelidad y perseverancia real al seguimiento, depende la validez, o en cambio, el desperdicio, de nuestra propia vida. Y, entonces, jamás, ni por un instante olvidar, que el Señor hoy me está llamando a seguirle. No me llamó a seguirle hace tiempo; me llama hoy”, con coherencia y hasta sus últimas consecuencias, asumiendo la radical y explícita opción por Él, por su estilo de vida, por su manera de pensar, por sus criterios en el actuar.
Y, cuánto es esto importante hoy. Porque, “lo que necesitamos sobre todo en este momento de la historia -dijo el Papa emérito Benedicto XVI- son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan creíble a Dios en este mundo. El testimonio negativo de los cristianos que hablan de Dios pero que viven contra Él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Sólo a través de hombres tocados e iluminados por Dios, puede Él volver a los hombres”.
Por ello, quienes aspiran al sacerdocio y quienes los acompañan en su camino formativo, saben bien que nunca es suficiente la educación académica, por muy seria y completa que esta sea. Porque de lo que se trata es de que, quien ha sido llamado, tenga la experiencia del encuentro profundo con Jesús para conocerlo, escucharlo y amarlo al grado de poder confesar con convicción, no como mera cosa aprendida, sino como experiencia real y sentida, que “lo que hemos visto y oído se los anunciamos, para que estén unidos a nosotros en esa comunión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1, 3).
Queridos hermanos. “Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo, siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo” (EG, 284). “Nosotros hoy fijamos en Ella la mirada, para que nos ayude” (EG, 287). A Ella, hacia el final de la Eucaristía consagraremos el Seminario en toda su realidad y, con él, le consagraremos nuestras personas; pero, ya desde aquí y ahora le pedimos, también, que sea Ella quien “custodie hasta el más pequeño germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama a seguirle más de cerca, hasta que se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad” (Benedicto XVI, Jornada Mundial de la Paz 2010).
Y nosotros, cada uno de nosotros, acojamos día a día a la Virgen María en nuestras vidas, en nuestros hogares, en nuestros ambientes y en nuestra sociedad. Hospedémosla en nuestros corazones y, desde ahí, pidámosle cada día que ayude a nuestros seminaristas, sacerdotes y pastores a seguir siempre a su Hijo Jesucristo con fidelidad, perseverancia, coherencia y santidad.
¡Felicidades, queridos hermanos! Felicidades, Mons. Faustino y Mons. Mario, hermanos míos en el Episcopado. Felicidades a ustedes, mis queridos sacerdotes, seminaristas, formadores, bienhechores y colaboradores del seminario, consagrados y fieles todos de esta Diócesis. Felicidades, y que el Señor les bendiga abundantemente a cada uno. Que bendiga a las familias y bendiga a todos los habitantes de esta querida iglesia particular que peregrina en Querétaro.
Así sea.