Guadix, 23 de octubre de 2012
“Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo” (Salmo 26)
Son las palabras del salmo con el que hemos alabado a Dios en la escucha de su Palabra. Ciertamente, buscamos y pedimos al Señor que nos deje entrar en su vida y gozar de su intimidad. El hombre, en lo más profundo de su ser, busca a Dios porque quiere vivir en Él y gozar de su dulzura. La contemplación de Dios y vivir en comunión con Él es la meta y la dicha del corazón humano.
Y esto es lo que hoy nos concede el Señor: contemplar su ternura, todo su amor en aquella mujer que eligió para ser su templo, la morada de su presencia. María es la belleza de lo divino plasmada en nuestra carne, en Ella Dios nos revela la creación de una humanidad a la medida de su corazón, de un hombre hecho a su imagen, la que se revela en María, modelo de la nueva humanidad.
1. Esta tarde la belleza de nuestra Catedral se presenta de un modo particular al abrir sus puertas y hacer de la plaza una continuación de su templo, como si quisiera abrirse al cielo para albergar a la que es su Reina. También nos presta el magnífico retablo que es su fachada, labrada de piedra y de fe. Y todo esto para albergar la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Soledad, Reina y Madre del accitano barrio de San Miguel. La ya centenaria hechura de nuestra Iglesia Madre hoy se rejuvenece por la fe de unos hijos que han traído una corona, signo de amor filial, para ponerla sobre la cabeza de su Madre querida. La corona es una joya porque está hecha de amor y devoción a la Virgen bendita, a la Señora en su Soledad.
Esta tarde Guadix se une al cielo por María; nos unimos los que todavía peregrinamos en este mundo con los que ya gozan del Señor y celebran en el cielo la victoria de Cristo que es la victoria de su Madre. Hoy sentimos especialmente cercanos y presentes a aquellos hermanos que nos han precedido en la fe, y que aquí en la tierra veneraron esta sagrada imagen de la Madre que hoy contemplan gloriosa en el cielo.
Pero no sería gusto quedarnos en lo externo de este momento, sin duda, cargado de sentido y de profundidad. Hemos de ir a lo esencial del gesto que realizamos. Es bueno pararnos y preguntarnos, ¿por qué coronamos a María?, y ¿por qué lo hacemos hoy, en este momento tan delicado por el que pasa la sociedad, colocando una corona de noble metal en las sienes de la mujer sencilla de Nazaret?. No se trata de argumentar. Os invito a dejarnos iluminar por la Palabra del Señor que hemos escuchado, con la seguridad que será luz y sentido para el gesto que realizamos hoy.
2. El evangelio de San Juan que hemos proclamado nos narra el primer signo que Jesús realiza en su vida pública y lo hace en una boda celebrada en Caná, a la que había sido invitado con sus discípulos. Allí está también María, su Madre, y es precisamente ella la que provoca el milagro. Desde el primer momento María se revela como mediadora de la gracia e intercesora para aquellos nuevos esposos que pasan por una necesidad.
“Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?. Todavía no ha llegado mi hora”, le dice Jesús a María. Estas palabras no muestran distancia del Hijo frente la Madre, todo lo contrario. Son palabras que anuncian e invitan a poner la vista en la Hora de Jesús que todavía no ha llegado. Los signos anuncian la Hora definitiva cuando la Madre se convierta en verdadera intercesora entre Dios y la humanidad, será la hora del Calvario, la hora de la Soledad.
El texto evangélico nos introduce en la relación entre Jesús y su Madre. Él es el Hijo de Dios e Hijo de María. Desde el momento de la concepción los lazos que unen al hijo con la madre son indestructibles y el amor de la madre a su hijo es indisoluble. El corazón de la madre palpita al ritmo del de su hijo, lo que no acaba en el nacimiento de la nueva vida, todo lo contrario, se intensifica y se hace profundo, espiritual. Donde está el hijo allí está también el corazón de su madre.
María es inseparable de Cristo, y Cristo es inseparable de María. El evangelio de Virgen, como algunos han llamado al itinerario vital de la doncella de Nazaret, es anuncio de Jesús y de su obra de salvación. María es esa otra presencia del Señor, una presencia humilde y callada. Desde la concepción hasta la subida al cielo, María recorre el camino de su Hijo, no solo yendo a su lado sino identificándose con Él. Es la Madre gozosa en el nacimiento y en la infancia del Niño; es la Madre, que guardando todo en el silencio de su corazón hace de la vida pública del Señor una escuela para el seguimiento; es la Madre que fuerte al pie de la cruz lloró los desgarros del hijo de sus entrañas hasta el último suspiro. Y es la mujer que esperó contra toda esperanza que su Hijo no moría para siempre. ¡Quién podía ser mejor testigo de la resurrección que la madre que no puede olvidar el fruto de sus entrañas!.
Solo desde esta relación se puede entender el gesto de coronar a la Virgen. Ella es reina porque es la madre del Rey. “La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en Reina del mundo. Esta es una de las maravillas que revela el corazón de Dios. Naturalmente la realeza de María depende totalmente de la de Cristo” (Benedicto XVI, Angelus del 22 de agosto de 2010). Coronar a María es reconocer la victoria de Cristo, Él es Rey y a su realeza ha incorporado a su Madre constituyéndola Reina de todo lo creado. La coronación de la Virgen es un reconocimiento del bien sobre el mal, de la gracia sobre el pecado. “María es la primera que pasó por el camino abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica” (Ibid). Es decir que la coronación de María es para nosotros el anuncio del camino que nos lleva a la salvación.
3. Pero, ¿cuál es ese camino?. Lo hemos escuchado en la carta a los Hebreos en referencia a Cristo: “en su angustia fue escuchado (..) Aprendió, sufriendo, a obedecer”, así se ha convertido “en autor de salvación eterna”.
El camino del Mesías no es un camino de éxitos, es un camino de coherencia hasta las últimas consecuencias, cuyo fundamento es la verdad que se realiza en el amor. Este camino encuentra su confirmación en la entrega de la propia vida, enseñándonos que la vida es para entregarla, pues solo se tiene vida cuando se da. Cuando los que lo rodeaban esperan grandeza y títulos, Él anuncia que el Hijo del Hombre ha de padecer muchos, hasta perder el rostro humano para enseñarnos dónde reside la verdadera humanidad. La belleza de Cristo se manifiesta en la cruz, en medio del sufrimiento, cuando no tenía rostro humano.
La vida de Cristo es un acto de obediencia al Padre. Hacer lo que Dios quiere es el secreto de la felicidad humana. No somos dichosos porque hacemos lo que nos places, lo somos porque cumplimos con el plan de Dios hasta las últimas consecuencias, aunque esto suponga la incomprensión, el rechazo y la soledad.
A este misterio de donación se incorpora María, la Madre. Es en esta decisión libre, como la de Nazaret en la respuesta al enviado de Dios, donde la Virgen asume su soledad. La soledad de María no es impuesta, es una soledad habitada. Dios vive en la soledad de María, como vive en nuestras soledades dándoles sentido y haciendo de ellas una oportunidad para encontrar la verdadera vocación del hombre que es la comunión con Dios.
4. La coronación de la Virgen es para todos, y no solo para los cofrades, una oportunidad de renovación de nuestra vida cristiana y un nuevo aliento en esta siempre necesaria y actual aventura de la evangelización. La figura de María es un icono precioso que hace referencia a Cristo. La veneración de la santísima Virgen es un camino seguro que nos lleva a Jesús. Ella, con su ternura de madre nos muestra cual es el centro y el fundamento de nuestra fe, Cristo el Señor. Por eso, quedarse en María es no haber entendido su misión.
Cristo es el centro de la fe cristiana. El Hijo de Dios hecho hombre en el seno virginal de una mujer nazarena nos revela el verdadero rostro de Dios y su amor por el hombre. Cristo revela el misterio del hombre al propio hombre, como nos enseña el concilio Vaticano II. El es el hombre nuevo y el modelo de la nueva humanidad. En el misterio de Cristo se sustenta la imagen del hombre que anuncia la fe cristiana. No todas las imágenes del hombre que presenta la cultura actual son compatibles con el Evangelio; no todas las imágenes del hombre que el mundo anuncia son portadoras de verdad, y si no son verdad son camino de esclavitud, pues solo «la verdad os hará libres» nos dice el Evangelio.
La plenitud de la encarnación del Señor está en su Pascua; la entrega de la vida para la salvación de los hombres sella para siempre la comunión de Dios con la humanidad. Nada puede apartarnos del amor de Dios. La entrega de Cristo nos muestra el camino y el sentido de la verdadera humanidad: ser para los demás. Dar la vida por los otros es el signo del verdadero amor, y cuando uno ha descubierto el verdadero amor ya no puede gustar de los sucedáneos por mucho que quieran satisfacer los instintos más bajos del hombre. El cristiano es aquel que ha descubierto y gustado este amor verdadero, el que experimenta cada día el amor de Dios, también en las dificultades y en el sufrimiento. Y conquistado por tanto amor lo anuncia a los demás. Este es el secreto de la evangelización.
La Virgen, que ha sido tomada por el amor de Dios, es evangelio vivo que nos invita y nos enseña a ser también nosotros portadores de la buena noticia de Jesucristo. Ella es estrella y camino de evangelización, es la mejor evangelizadora. Hoy la Iglesia, convocada a una nueva evangelización, tiene en María un modelo para anunciar el Evangelio.
Esta coronación no tiene otro objetivo que honrar a María y en ella al mismo Cristo. Y no conozco otra forma más hermosa de honrar a la Madre que anunciando al Hijo. Este acontecimiento es y quiere ser un momento evangelizador. Que todos los que lo vean o sepan de él descubran o redescubran que Jesús es el Señor. Es una invitación a amarlo y a seguirlo. También la corona quiere ser un signo que anuncie por la belleza de su hechura y el amor de la que es expresión, la necesidad de una renovada evangelización.
La corona que vamos a poner en la cabeza de la Señora está rematada por una cruz signo cristiano, signo de vida y esperanza, signo del mayor amor. Y esta cruz se asienta en tres perlas que quieren simbolizar el encargo que mi querido y recordado antecesor, Mons. Juan Garcia Santacruz, hizo a la Hermandad al comienzo de este camino que nos ha traído a la coronación canónica de Santa María de la Soledad. Estos son el fundamento de esta coronación: la celebración de los misterios de Cristo en el culto, la formación cristiana y la caridad.
Hoy quiero recordarlos y volver a proponerlo, no solo a la Hermandad de la Soledad de Guadix, sino a todas las de la diócesis, con el convencimiento de que estos principios son esenciales en la experiencia cristiana y en la vida de la fe, y por supuesto en el ser y en el quehacer de las hermandades y cofradías.
La celebración de los misterios de Cristo en la liturgia no solo nos evangelizan sino que van configurando nuestra vida con Cristo y su misterio. No es una cuestión de voluntad, mucho menos de gusto o conveniencia, sino de identidad y pertenencia. Es decir, que un cristiano vive la fe como algo vivo y esencial en la participación cada domingo en la eucaristía y se acerca al sacramento del perdón de los pecados al reconocerse pobre y débil ante Dios. El culto externo privado de vida interior es cono un cuerpo privado del alma. Lo externo sin espíritu no es más que frivolidad. Hemos de cuidar la liturgia en nuestras hermandades haciéndolas dignas y revestidas de sencillez y de solemnidad.
La formación cristiana es otra de las perlas que depositamos en la corona. Solo se ama lo que se conoce y conocer a Cristo es amarlo,; es difícil conocerlo y no amarlo, no quedar fascinado por su persona. La formación cristiana nos acercara a Dios y nos ayudará a entrar en su misterio, a encontrar luz en tantas oscuridades y a dar respuesta a tantos interrogantes que se despiertan en nosotros. Hoy, mis queridos hermanos, hemos de dar razón de nuestra fe a una sociedad que hace de la cuestión de Dios una cuestión insignificante. La disolución de Dios en el hombre de hoy no es un bien para la humanidad, todo lo contrario. Sin Dios el hombre se revela como un ser perdido, deja diluir su humanidad porque no tiene fundamento, ¿cuál es su origen?, ¿Cuál es su destino?, ¿acaso ya no necesita buscar?. Tampoco el argumento de su poder, que se muestra en el progreso científico y técnico son argumento de sentido de la vida. El progreso material, desgraciadamente, no siempre va unido al progreso ético y moral. Basta mirar al momento socio económico en el que vivimos para darnos cuenta cual es el resultado de un hombre intrascendente.
En este contexto la formación cristiana es un medio indispensable para fortalecer y la fe y para hacernos instrumentos de una nueva evangelización. Si no sabemos lo que creemos difícilmente podemos ser cristianos vivos.
La tercera perla representa la caridad. Esta es la que hace creíble todo lo demás. Sin caridad no hay cristianismo, sin la caridad no se puede entender al Dios cristiano que es amor. En la caridad reconocerán que somos discípulos del Señor. Este es el mandamiento nuevo del amor que cada día ha de llamar a nuestra vida. El amor es un don, es también una exigencia.
Quiero traer aquí el testimonio de la caridad que, desde el principio, ha inspirado a esta Hermandad para no hacer creíble la coronación de su venerada titular, Nuestra Señora de la Soledad. Las becas a los niños de Indonesia y la Asociación de discapacitados Ntra Sra. de la Soledad son la expresión de un amor que se hace concreto en servicio de los más pobres.
Pero, la coronación, queridos hermanos de la Soledad, no es, ni puede ser, una llegada, es por el contrario el comienzo de algo nuevo. Ser la Madre Soledad Coronada exige a sus hijos vivir como tal. Ser testimonio de fe, esperanza y caridad en medio del mundo, de nuestra sociedad.
Con la Iglesia te digo Santa María de la Soledad:
“Bajo tu protección nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no desoigas las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades;
ante bien, líbranos de todo peligro,
oh Virgen gloriosa y bedita”.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix