HOMILÍA EN LA MISA PONTIFICAL DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
1. Celebramos hoy la culminación de la Pascua con la fiesta de Pentecostés.
Aquellos primeros discípulos que habían seguido a Jesús por los caminos de Palestina, y habían sido testigos de su resurrección, reciben ahora la efusión del Espíritu Santo prometido, que los llevará al mundo entero dando testimonio del Evangelio que han recibido del mismo Señor.
Del temor que los hace débiles pasan a la valentía evangélica, que a pesar de la fragilidad humana, los hace testigos valientes de la fe en el Señor resucitado. Nos dice la Escritura santa que predicaban con “parresia”, es decir, con convicción y fortaleza, sin temer a las dificultades y persecuciones a causa de la fe.
Comienza en el cenáculo de Jerusalén una aventura que llega hasta nuestros días con la misma fortaleza y audacia con la que comenzó hace dos mil años. Me refiero a la aventura de la evangelización. Un acontecimiento del que nuestra tierra fue testigo desde los primeros años.
Celebrar la memoria del que fue fundador y primer obispo de esta diócesis accitana en la fiesta de Pentecostés es una invitación particular a volver a los orígenes de nuestra fe, que lo son también de la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica. Volver a lo orígenes es siempre una llamada y una garantía de renovación.
¿A quién se le oculta que vivimos tiempos nuevos, en una cultura diferente a la que ha marcado el tiempo que nos precede? Es verdad que el alma humana es la misma. Por eso, el Evangelio sigue siendo joven y actual. Pero, no podemos olvidar, que la esencia de ese Evangelio, que es Cristo, el Señor, exige desde su misma esencia un camino de inculturación, es decir, el Evangelio es para el hombre concreto, y es este hombre el que debe conocerlo, comprenderlo y vivirlo.
He aquí el gran reto de la Iglesia en cada lugar y en cada época, también en la nuestra: dar a conocer el nombre de Jesús, y hacerlo de modo comprensible al hombre y a la cultura de nuestro tiempo. Esto no significa una asimilación con la cultura sin más, ni una adaptación interesada al modo de pensar del mundo, con la intención proselitista de ser muchos y relevantes; no es esa la intención ni el deseo de la evangelización, no es la voluntad de poder sino de amar.
Anunciar el Evangelio, para la Iglesia es una dicha, un don inmerecido. Es hacer suya la misión del Señor, y llevarla con el mismo espíritu y estilo suyo hasta los confines de la tierra. Esto supone mirar al hombre y al mundo al que se quiere anunciar el Evangelio con simpatía, en una actitud de escucha y diálogo, sin imponer pero sin ningún temor al proponer, porque de lo que está lleno el corazón habla la boca.
Quiero repetir que la evangelización de San Torcuato en el siglo I, como la nuestra en el XXI, es un gesto de amor a la humanidad, una voluntad sincera de servicio al hombre y al mundo. Si Jesús es con mucho lo mejor, si Él da respuesta y sentido a todo lo que el hombre lleva en su interior, no haríamos bien en callarlo u ocultarlo. Hablar de Cristo a los demás es un signo de amor. Y la evangelización un servicio al hombre y a su mundo.
2. La Palabra de Dios de este domingo de Pentecostés, en la primera lectura, recrea la imagen de la Iglesia naciente.
Sería hermoso recrear hoy en nuestro corazón la escena de aquel primer cenáculo en Jerusalén. Estaban todos en un mismo lugar. De procedencias distintas, como distintos eran ellos, pero estaban en un mismo lugar. Estaban unidos. Ni el miedo, ni los intereses particulares de cada uno habían sido capaces de desunirlos. Un ruido, como de un viento fuerte, los sobrecoge, y una luz los ilumina.
Les abre el entendimiento y el corazón para que entendieran todo lo que habían vivido con el Maestro y para acoger la misión universal a la que estaban llamados. Pentecostés es el signo de la unidad consumada, fruto de la vida en el Espíritu.
Pero, ¿cómo los ve la gente? Dice el libro de los Hechos de los apóstoles que los estaba en Jerusalén celebrando la fiesta, quedaron desconcertados. No se refiere a un desconcierto en sentido de incomprensión, todo lo contrario.
Es el desconcierto de la admiración, porque cada uno los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. La unidad de la fe, expresada en la diversidad de la lengua, es el camino de la conversión y de la verdadera acogida del Evangelio. Unidad y diversidad, identidad y diferencias, no sólo no son incompatibles, sino que son necesarias.
Es esto lo que enseña Pablo a la comunidad de Corinto. Los carismas son muchos, pero el Espíritu uno. Es el Espíritu el autor de los carismas. Todos los carismas que el espíritu suscita en la Iglesia son para el bien y la construcción de la comunidad. Lo que no une, lo que divide, no viene del Espíritu Santo.
“En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. El bien común, objetivo que haremos bien en desenterrar y procurar con empeño cada día tanto en la Iglesia como en la sociedad civil. La imagen del cuerpo propuesta por el apóstol para presentar a la comunidad cristiana, nos muestra el verdadero sentido y valor del bien común. En el cuerpo los miembros son necesarios, pues cada uno ejerce su misión, unos de modo más visible y otros más escondido.
La pluralidad es enriquecedora y crea unidad. ¿Cómo podremos hablar de unidad si no hay diversidad, si no aceptamos la diferencia? La uniformidad puede ser más cómoda, pero no enriquece al hombre ni favorece el bien común. Esto supone para todos acoger al otro, no practicar una filosofía de la exclusión.
En el Evangelio, Jesús da el Espíritu a los discípulos, y con el Espíritu el poder de perdonar. Os invito a reflexionar sobre este don del Señor. Dios nos ha regalado la capacidad de perdonar. El poder está en el perdón. Es el mayor poder que conserva el corazón humano, porque el que perdona ama.
Si no perdonamos es que no amamos; y ¿qué es un corazón que no perdona, que se regodea en la división, en la indiferencia, en la exclusión del otro porque no es como yo, no piensa, como yo, no siente como yo, no cree como yo? ¿Cómo puede el corazón humano llevar permanentemente sobre sí la carga del resentimiento y el odio hacia el otro?
El perdón es un pilar fundamental de la misión de la Iglesia, de nuestra misión. Jesús nos envía, nos sigue enviando al mundo para anunciar el Evangelio. Esta tarea no ha terminado, continua hoy como un don y un reto que hemos de asumir con entusiasmo y con mucho amor.
3. La Palabra de Dios es siempre actual
, es decir, que viene a iluminar cada momento de nuestra vida y de la vida del mundo, pero también interpela, y nos pone tarea. Hoy el Señor nos invita a vivir según el Espíritu y a renovar nuestra misión como cristianos.
Quisiera destacar uno de los rasgos del Espíritu según la tradición de la Iglesia. Algún Padre de la Iglesia antigua en oriente tiene una expresión que no deja de ser iluminadora: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”.
“Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.
Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo (Papa Francisco en la Homilía de la Vigilia de Pentecostés 19-5-13).
Hoy, en la Iglesia y en la sociedad civil, se hace, particularmente, necesaria esta “Armonía”. Y esto sirve para creyentes y no creyentes. Son muchos los que comienzan a cansarse de las dialécticas estériles que enfrentan, de la cerrazón sobre sí mismos, de la búsqueda de interés particulares, lo que impide el verdadero progreso que tiene como meta el bien común.
No se progresa porque se haga mucho, o porque se quiera cambiar todos, sino que el verdadero progreso es un camino interior, que se manifiesta en lo externo, en la vida social; si no hay cambio interior tampoco lo podrá haber exterior, este será sólo un maquillaje.
Tan peligroso sería el inmovilismo como una ruptura con lo que existe, sin tener ni camino ni meta. Despreciar la historia es despreciar al hombre y el camino de su humanización.
Este verdadero camino de armonía y progreso tiene un nombre que hoy no quiero, ni debo callar. Se llama diálogo.
Y, además, quiero iluminaros en este camino, como a mí me ha servido de iluminación el magisterio del Papa Pablo VI, hoy Beato, en su primera Encíclica, embarcada la Iglesia en lo que ha sido su acontecimiento más importante, al tiempo que el empeño más serio de renovación en la época contemporánea, el concilio Vaticano II. Escribe el Papa Pablo VI en la Ecclesiam Suam:
“El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes:
1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad: es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, viendo si es comprensible, si es popular, si es selecto.
2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de El mismo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón; el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso.
3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus por una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoísta.
4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye: si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil; y si se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible” (n. 31).
El diálogo muestra que los caminos diversos pueden converger en un mismo fin. La complementariedad es buena y enriquece la mirada del que está dispuesto a abrirse al otro. En el diálogo está impresa la convicción de que los demás también pueden enriquecer nuestra propia mirada.
“La dialéctica, sigue diciendo el Papa, de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros (n. 32).
En definitiva, “con el diálogo se cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor”. (n. 31).
Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María y de San Torcuato, esta armonía para la Iglesia y para el mundo. Que entre nosotros imperen siempre el respeto, la comprensión, la acogida y la misericordia hacia el otro.
Que nunca agotemos los caminos del diálogo y que no nos olvidemos de los más pobres de la sociedad. Que nuestra iglesia se renueve cada día en su amor al Señor y en su empeño misionero. Así haremos realidad lo que cantamos en el himno a nuestro Santo Patrón: “Que el pueblo accitano no mancille su nombre cristiano ni su fe en la cruz”.
+ Ginés, Obispo de Guadix