HABLA, SEÑOR, QUE TU SIERVO ESCUCHA
Aunque no nos demos cuenta el Señor nos llama a nosotros y lo hace por nuestro nombre, pero la mayoría de las veces no oímos su voz, porque nuestra fe está dormida.
Aunque estamos rodeados de muchos ruidos, de muchas voces que nos hablan de muchas cosas distintas de Dios, que nos resultan con frecuencia apetecibles y atractivas y nos hablan a gritos, como pretendiendo que no oigamos otras cosas, sin embargo, en nuestro interior se instala un silencio de Dios tan espeso que nos cuesta reconocer la voz del Señor y prestarle atención.
Sólo el Espíritu puede iluminarnos y abrir nuestros oídos para que reconozcamos la voz del Señor que nos habla al oído, y casi siempre lo hace sin gritar, casi en un susurro.
Tenemos dificultades para escuchar al Señor, porque tal vez pensemos que nos bastamos a nosotros mismos, y por eso ni necesitamos ni buscamos al Señor.
Nuestra actitud debe ser la de Samuel: Habla, Señor, que tu siervo escucha