Evangelio del día 30 de mayo

2 Pedro 1, 2-7 / Marcos 12, 1-12
Salmo responsorial Sal 90, 1-2. 14-16
R/. “¡Dios mío, confío en ti!”

Santoral:
San Fernando, Beatos Lucas Kirby, Guillermo Filby,
Lorenzo Richardson ,Tomás Cottam,
Beato Matías Kalemba y Beato
Otón Neururer

Se nos ha concedido las más grandes y valiosas promesas,
A fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina

Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pedro
1, 2-7

Hermanos:
Lleguen a ustedes la gracia y la en abundancia, por medio del conocimiento de Dios y de Jesucristo, nuestro Señor.
Su poder divino, en efecto, nos ha concedido gratuitamente todo lo necesario para la vida y la piedad, haciéndonos conocer a Aquél que nos llamó por la fuerza de su propia gloria. Gracias a ella, se nos han concedido las más grandes y valiosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina, sustrayéndose a la corrupción que reina en el mundo a causa de los malos deseos.
Por esta misma razón, pongan todo el empeño posible en unir a la fe, la virtud; a la virtud, el conocimiento; al conocimiento, la templanza; a la templanza, la perseverancia; a la perseverancia, la piedad; a la piedad, el espíritu fraternal; y al espíritu fraternal, el amor.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL 90, 1-2. 14-16

R. ¡Dios mío, confío en ti!

Tú que vives al amparo del Altísimo
y resides a la sombra del Todopoderoso,
di al Señor: «Mi refugio y mi baluarte,
mi Dios, en quien confío». R.

«Él se entregó a mí,
por eso, Yo lo glorificaré;
lo protegeré, porque conoce mi Nombre;
me invocará, y Yo le responderé. R.

Estaré con él en el peligro,
lo defenderé y lo glorificaré;
le haré gozar de una larga vida
y le haré ver mi salvación». R.

EVANGELIO

Apoderándose del hijo amado, lo mataron
y lo arrojaron fuera de la viña

a Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Marcos
12, 1-12

Jesús se puso a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y les dijo:
«Un hombre plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero.
A su debido tiempo, envió a un servidor para percibir de los viñadores la parte de los frutos que le correspondía. Pero ellos lo tomaron, lo golpearon y lo echaron con las manos vacías.
De nuevo les envió a otro servidor, y a éste también lo maltrataron y lo llenaron de ultrajes. Envió a un tercero, y a éste lo mataron. Y también golpearon o mataron a muchos otros.
Todavía le quedaba alguien, su hijo, a quien quería mucho, y lo mandó en último término, pensando: «Respetarán a mi hijo». Pero los viñadores se dijeron: «Éste es el heredero: vamos a matarlo y la herencia será nuestra». Y apoderándose de él, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña.
¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá, acabará con los viñadores y entregará la viña a otros. ¿No han leído este pasaje de la Escritura:
«La piedra que los constructores rechazaron
ha llegado a ser la piedra angular:
ésta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos»?»

Entonces buscaban la manera de detener a Jesús, porque como prendían que esta parábola la había dicho por ellos, pero tenían miedo de la multitud. Y dejándolo, se fueron.

Palabra del Señor.

Reflexión

2Pe. 1, 1-7. El Señor Jesús nos ha liberado de la esclavitud del pecado; y por medio de la fe y del Bautismo nos ha unido a Él para que, junto con Él, participemos de su misma vida divina.
Por eso hemos de manifestar, desde nuestra propia fe, la Vida de Dios para el mundo entero, pues no somos hijos ni esclavos del autor del pecado y de la muerte, sino que le pertenecemos a Dios; y su Vida y su Espíritu están en nosotros.
Nuestra fe se ha de traducir en obras de amor, pues aun cuando desde nosotros se manifestarán muchas otras virtudes, si finalmente no amamos ni a Dios ni a nuestro prójimo de un modo concreto, la salvación no habría llegado a nosotros a su plenitud.
Amar ya desde ahora nos une a Dios, aun cuando lo estemos como peregrinos, que, aspirando a los bienes eternos, algún día harán suyos para siempre las promesas de salvación que Dios ofrece a todos sin distinción
Procuremos, por tanto, no buscar únicamente nuestro bien y nuestra salvación, sino el bien y la salvación de todos, manifestando así que en verdad cumplimos con la misión que Dios nos ha encomendado: Buscar y salvar todo lo que se había perdido.

Sal. 91 (90). Jamás pensemos que somos nosotros los autores de la salvación que el mundo necesita, pues tal vez concibamos, nos retorzamos y pensemos que estamos dando a luz, cuando lo único que expulsemos sea viento, y no concibamos ni demos a luz a los hijos de Dios.
Es Dios, es su Espíritu Santo el que nos va formando, día a día como hijos de Dios. Por eso, aun cuando necesitemos planear nuestros trabajos de evangelización en la Iglesia, necesitamos, antes que nada vivir a la sombra del Altísimo y descansar a la sombra del Todopoderoso.
Es en la oración, en la intimidad con el Señor, donde encontraremos los caminos que Dios quiere para que su salvación llegue a todos. Es en la unión con Dios como nosotros podremos, realmente colaborar para que su Evangelio tenga toda su eficacia para el mundo entero.
Que el Señor nos conceda la gracia de convertirnos en apóstoles suyos, que viviendo unidos a Él, lo manifiesten al mundo entero tanto con las palabras, como con las obras, y sobre todo con la vida misma.

Mc. 12, 1-12. Dios espera de nosotros el fruto que le corresponde respecto a la Viña que Él ha plantado. Su Iglesia no puede ser administrada como fuente de ingresos personales, como motivo para ocupar puestos pasajeros y recibir reverencias.
El Señor, especialmente a quienes ha puesto como Pastores de su pueblo, nos quiere constantemente al servicio de la salvación de todos. Nadie puede apropiarse al pueblo de Dios. Todos debemos sentirnos responsables del bien y de la salvación unos de otros. El Señor nos ha enviado a proclamar su Evangelio, y esa debe ser nuestra tarea primordial, de tal forma que estemos incluso dispuestos a ser perseguidos y entregados a la muerte con tal de buscar y salvar todo lo que se había perdido.
Sabemos que Jesús, entregado por nuestra salvación, ahora vive para siempre, constituido en piedra angular del Reino de Dios. Si algún día queremos vivir y reinar con Él para siempre, no podemos sino vivir tras sus huellas y conforme al estilo de vida que Él nos manifestó, amando y sirviendo a nuestro prójimo a la misma altura en que Él lo hizo para con nosotros.
Dios nos envió a su propio Hijo para que lleve consigo a toda la humanidad y la presente ante el Padre como el fruto de su amor redentor hacia nosotros.
Los que acudimos a la Celebración Eucarística y renovamos y fortalecemos nuestra unión a Cristo nos estamos comprometiendo a trabajar por su Reino en medio de las realidades en que se desarrolle nuestra vida.
Es verdad que el Señor fue calumniado, perseguido y clavado en una Cruz, sin embargo Dios lo resucitó de entre los muertos y lo constituyó en Señor de todo lo creado.
Al sentarnos el Señor a su Mesa nos está haciendo partícipes de su Vida y de su Espíritu, pero también de su Misión y de su suerte, de tal forma que debemos de trabajar incansablemente para que el amor y la salvación que proceden de Dios lleguen hasta el último rincón de la tierra, estando dispuestos a correr la misma suerte del Señor de la Iglesia.
No es sencillo servir a nuestro prójimo guiados por el amor y por el Espíritu del Señor. Es más fácil encerrarnos en nuestro egoísmo, banquetear espléndidamente, gozar de nuestra propia paz y olvidarnos de los pobres y de los que sufren.
Pero el Señor nos invita a sentarlos a nuestra mesa; a compartir lo nuestro con los que nada tienen, y a no pasar de largo ante las miserias y pobrezas de nuestros hermanos. Pertenecer a la Iglesia de Cristo debe convertirnos en trabajadores incansables de su Reino. Y ese nuestro trabajo debe tener como fruto el ganar a todos para Cristo.
Identificados con Cristo hemos de vivir como discípulos ante Él, escuchando en oración su Palabra para ponerla en práctica, y sirviendo a nuestro prójimo, buscando en él no nuestros propios intereses, sino únicamente su salvación.
La Iglesia de Cristo no puede centrar su atención al prójimo sólo en tratar de solucionarle sus necesidades pasajeras, pues aun cuando no podemos ignorar el servicio social como consecuencia de nuestro amor al prójimo, sin embargo no podemos estancarnos sólo en eso, pues el fin fundamental de la Iglesia es hacer que la salvación llegue a todos, de tal forma que podamos manifestarnos cada día de un modo mejor como hijos de Dios, y amarnos como hermanos, de tal manera que todos podamos construir un mundo más fraterno, más en paz y cada día avanzando más hacia una mayor perfección en Cristo Jesús.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir cada día más plenamente unidos a Él, de tal forma que en verdad nos convirtamos cada vez en auténticos signos de su amor, de su bondad, de su servicio y de su salvación para todos. Amén.

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