ESTÍMULOS PARA CONTINUAR LUCHANDO
EL REPROCHE DEL JUSTO. «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo; se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados…» (Sb 2, 12). «Es un reproche para nuestras vidas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente; nos considera de mala ley y se aparta de nuestras sendas como si fueran impuras; declara dichoso el fin de los justos y se gloría de tener por padre a Dios». Vidas distintas que conmuevan, que sean como un grito de urgencia, que proclamen con hechos, sin palabras ni gestos, esa fe profunda de los que se saben hijos de Dios.
Es lo que estamos necesitando. Lo demás no sirve para gran cosa. Las palabras están perdiendo su fuerza, los hombres están acostumbrándose a oír cosas y cosas, sin que les cale más allá de la dura corteza de sus entendimientos chatos… Concédenos que nuestra vida, la de cada cristiano, sea como una protesta enérgica, un reproche contundente para tanto paganismo como hay en nuestra sociedad de consumo.
Vidas, obras, autenticidad. Vivir de tal modo el cumplimiento exacto del deber de cada momento, que sin llamar la atención, y «llamándola» poderosamente, seamos testigos del mensaje que Cristo trajo a la tierra para salvar a los hombres. Santos, santos de verdad, es lo que están haciendo falta en estos momentos críticos. Santos que vengan a ser como banderas al viento, como símbolos eficaces que llaman, que atraen, que revelan, que transmiten la verdad, la paz, el amor.
«Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, le auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos…» (Sb 2, 17-18). La persecución injusta, las asechanzas, el ataque rastrero, la calumnia, la murmuración, la mentira. La intriga política que aprovecha la buena voluntad del justo. «Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; le condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él».
Tú, Señor, padeciste en lo vivo el vil ataque de la traición, fuiste víctima inocente de mil insidias. Los mismos que formaban el Sanedrín, el órgano supremo de la justicia de Israel, buscaban injustamente tu condena. Qué ironía, qué paradoja. Los que eran defensores del derecho te condenaron contra todo derecho.
Y Dios, tu Padre bueno y poderoso, te dejó en la estacada. Permitió que la sentencia se dictara y se ejecutara… Pero lo que parecía el fin no era más que el comienzo. Y lo que semejaba una tremenda derrota, fue un rotundo éxito… Ayúdanos, Señor, a comprender, ayúdanos a aceptar, ayúdanos a esperar. y un día, no sabemos cuándo, la verdad vencerá a la mentira, la luz espantará a las sombras. Y los impíos contemplarán desconcertados el final imprevisto de la Historia.
SE INVERTIRÁ EL ORDEN. «…por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9, 34). Es consolador conocer los defectos de quienes acabaron alcanzando la santidad. Alienta el saber las derrotas de los que consiguieron al fin la victoria. Los evangelistas parecen conscientes de esta realidad y no disimulan, ni callan los defectos personales, ni los de los demás apóstoles. En efecto, en más de una ocasión nos hablan de sus pasiones y sus egoísmos, de su ambición y ansia de poder. A los que luchamos por seguir a Jesucristo sin acabar de conseguirlo, esto nos ha de estimular para continuar luchando, para no desanimarnos jamás, pase lo que pase. Es cierto que uno es frágil y que está lleno de malas inclinaciones, pero el Señor es omnipotente y, además, nos ama. Si lo seguimos intentando acabaremos por alcanzar, nosotros también, la gran victoria final.
En esta ocasión que contemplamos, los apóstoles discuten sobre quién de ellos ha de ser el primero. Era una cuestión en la que no se ponían de acuerdo. Cada uno tenía su propio candidato, o soñaba en secreto con ser uno de los primeros, o incluso el cabecilla de todos los demás, el primer ministro de aquel Reino maravilloso que Jesús acabaría por implantar con el poderío de sus milagros y la fuerza de su palabra. Juan y Santiago se atrevieron a pedir, directamente y también a través de su madre, los primeros puestos en ese Reino. Es evidente que la ambición y el afán de figurar les dominaban. Como a ti y a mí tantas veces nos ocurre.
Pero el Maestro les hace comprender que ese no es el camino para triunfar en su Reino. Quien procede así, buscando su gloria personal y su propio provecho, ese no acertará a entrar nunca. «Jesús se sentó –nos dice el texto sagrado–, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos…» El Maestro, al sentarse según dice el texto, quiere dar cierta solemnidad a su doctrina, enseñar sin prisas algo fundamental para quienes deseen seguirle. Sobre todo para los Doce, para aquellos que tenían que hacer cabeza y dirigir a los demás.
Ser el último y servir con desinterés y generosidad. Ese es el camino para entrar en el Reino, para ser de los primeros. Allá arriba se invertirá el orden de aquí abajo: Los primeros serán los últimos y éstos los primeros. Los que brillaron y figuraron en el mundo, pueden quedar sepultados para siempre en las más profundas sombras. Y quienes pasaron desapercibidos pueden lucir, siempre, radiantes de gozo, ante el trono de Dios.
Antonio García-Moreno