Espiritualidad
A comienzos del siglo pasado, Mons. Robert Hugh Benson, un destacado Anglicano convertido al Catolicismo, escribió dos interesantes libros titulados «Amo del Mundo» (Lord of the World) y «El Amanecer de todo» (The Dawn of All). En el primero, el autor profetiza un futuro donde el humanismo secular ha triunfado casi por completo y el Catolicismo es una fuerza cultural insignificante que cuenta apenas con unos cuantos seguidores. Predice también los viajes aéreos, las armas nucleares, y el surgimiento de dos enormes super potencias en Oriente y Occidente, aparte de la venida del Anticristo por medio de un gobierno mundial. En el segundo libro que fue escrito como reacción a la crítica que recibió el primero, describe un mundo donde se ha establecido un nuevo Cristianismo con una armonización maravillosa entre las enseñanzas de la Iglesia, y la medicina, la ciencia y la política.
En el siglo 21, el comienzo del tercer milenio al que tanto ha aludido el Santo Padre en el transcurso de su pontificado, podría materializarse una de estas dos visiones del mundo.
Yo me inclino por la visión más optimista y mi tesis es que se dará un mundo evangelizado de nuevo, al menos en Occidente, debido precisamente al florecimiento de una auténtica espiritualidad laica en las profesiones y en los sitios de trabajo.
No se necesita ser un historiador de la Iglesia demasiado perspicaz para ver que ya nos estamos acercado al final de un ciclo de 2000 años. La espiritualidad de los primeros cristianos estaba afirmada en un mundo secular, en la vida familiar y civil, y en el lugar de trabajo. Aunque algunos de los cristianos primitivos sin duda alguna se dedicaban totalmente al apostolado, muy poco se menciona la vida monástica hasta finales del tercer siglo y comienzos del cuarto. Irónicamente, la huída hacia los desiertos de Tebas en Egipto de decenas de miles de personas, se produce precisamente en el momento en que el Cristianismo estaba a punto de recibir la tolerancia religiosa por medio del Edicto de Milán, y con el tiempo, su vida moral se incorporaría al sistema jurídico del Imperio Romano. Esta es la época en que era común pensar que para buscar la santidad seriamente, uno tenía que abandonar el mundo, y a lo que más podían aspirar los laicos era a una santidad de segunda, debido a las «distracciones» del comercio, la familia, la vida social, etc. A pesar de lo anterior, escuchemos esta descripción de la vida cristiana en el segundo siglo antes del surgimiento del monasticismo:
No es posible distinguir a los cristianos de las demás personas ni por nacionalidad, ni por idioma ni por sus costumbres. No viven en ciudades aparte sólo para ellos, no hablan un dialecto extraño, ni tienen un modo de vida diferente. Sus enseñanzas no se basan en fantasías inspiradas por la curiosidad humana. A diferencia de otras personas, no defienden una doctrina puramente humana. En lo que respecta a sus ropas, alimentos y estilo de vida en general, siguen las cosstumbres de la ciudad en la que les toca vivir, sea griega o extranjera.
Y sin embargo hay algo extraordinario en sus vidas. Viven en sus propios países pero actúan como si estuvieran de paso. Desempeñan plenamente su papel de ciudadanos, pero trabajan con todas las desventajas de los extranjeros Cualquier país puede ser su patria, pero para ellos su patria, donde quiera que esté es un país extranjero. Como los demás, se casan y tienen hijos, pero no los muestran. Comparten sus alimentos, mas no sus esposas. Viven en la carne pero los deseos de la carne no los dominan. Pasan sus días en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes pero viven a un nivel que trasciende la ley… (Epístola a Diognetus, Nn. 506; Funk, 397-401).
El desarrollo de la vida religiosa desde los eremitas del desierto, pasando por el monasticismo de Benito y Columba, y continuando con los fundadores de las órdenes mendicantes del siglo 13 y la aparición de las congregaciones misioneras del siglo 16, nos revela una evolución constante de la vida religiosa hacia una mayor participación en el mundo. A lo más que podían aspirar los laicos era a una espiritualidad religiosa de «tercer orden».
Resulta evidente que el Espíritu Santo está trabajando de manera especial en la Iglesia, especialmente mediante el Segundo Concilio Vaticano, al enfatizar en la obra de los laicos en la tranformación del mundo de Cristo. Christopher Dawson lo explica así:
Necesitamos un nuevo ascetismo ajustado a las condiciones del mundo moderno–una vigorosa disciplina de mente y cuerpo en la nueva vida–El laico queda inevitablemete en una posición más difícil ya que las formas externas de vida vienen determinadas por las fuerzas económicas que toman muy poco en cuenta las consideraciones religiosas. Y no sólo queda la religión relegada a la vida interior, sino que ésta también está expuesta a múltiples distracciones. Se necesita un esfuerzo heroico, similar al que produjo la conversión del Imperio Romano. En lo personal creo que la necesidad produce al hombre y que la próxima era de la Iglesia va a producir una efusión de energía espiritual manifestada en la vida cristiana. Al igual que todos los grandes hombres, los santos son el órgano de un propósito social, y el éxito de su misión depende de las reservas de voluntad espiritual y de fe que se han acumulado por la actividad anónima de hombres y mujeres ordinarios e imperfectos , cada uno de los cuales ha hecho su propia contribución, aunque sea diminuta para el nuevo orden de la vida cristiana (Enquiries, 1933, pp. 308-310).
En este artículo deseo enfocar unos pocos temas que aparecen destacados en la Exhortación Apostólica post-sinodal del Santo Padre Christifideles Laici (CL). Procuraré concentrarme en un tema específico si bien el documento contiene muchísimos más. CL contiene la mejor síntesis de la reciente enseñanza de la Iglesia sobre el laicado. El Santo Padre cita ampliamente la Constitución Dogmática Lumen Gentium (LG), y el Decreto Apostolicam Actuosistatem (AA) del Concilio Vaticano II, y también importantes documentos postconciliares, Familiaris Consortio (FC) sobre la familia y Laborem Exercens (LE) (Sobre el trabajo humano) dos áreas en las que los laicos deben santificar y ser santificados.
El Santo Padre comienza poniendo el énfasis en la llamada divina del Señor, la vocación del hombre, citando la parábola del viñedo. Los laicos están todos llamados a trabajar en el viñedo, y el viñedo es el mundo y no hay excusa para no participar. El laico no sólo forma parte de la Iglesia, es parte de la Iglesia -la Iglesia a la que se refiere como «el sacramento universal de salvación» (LG # 48). Esto aclara la enseñanza conciliar acerca de que el laicado no es un simple instrumento de la jerarquía o de las congregaciones religiosas sino más bien miembros libres y responsables de la Iglesia, llamados directamente a la evangelización en el viñedo de este mundo. El Papa destaca la urgencia de esta tarea en estos momentos históricos:
Ya que la fe arroja una luz nueva sobre todas las cosas y da a conocer el ideal completo al que Dios ha llamado a cada individuo y por esto guía la mente hacia soluciones enteramente humanas… es necesario entonces mantener un ojo atento en este nuestro mundo, con todos sus problemas y valores, sus inquietudes y esperanzas, sus triunfos y sus derrotas: un mundo cuyos asuntos económicos, sociales, políticos y culturales presentan problemas y graves dificultades a la luz de las descripciones suministradas por el Concilio (CL #3)
Nos transmite un sentido de aventura, aún podría decirse, un espíritu de cruzada. Lo que se subraya es la naturaleza seglar (en el mundo) de esta mision, refiriéndose a evitar:
La tentación de interesarse tanto en los servicios y tareas de la Iglesia que algunos fallen en su compromiso de involucrarse activamente en sus responsabilidades en el mundo profesional, cultural y politico, así como la tentación de legitimar la separación injustificable de la fe y de la vida, o sea, la separación de la aceptación evangélica con la vida evangélica misma aplicada en las diversas situaciones en el mundo (CL #2, p.12-13).
El Segundo Concilio Vaticano deja en claro que los laicos «tienen la capacidad para asumir de parte de la jerarquía ciertas funciones eclesiásticas, que deberán realizarse con un propósito espiritual» (LG #33). Este compromiso es bueno y necesario. Sin embargo, desafortunadamente en nuestro país esta idea ha proliferado a causa de una interpretación errónea de los documentos conciliares, en el setnido de que el laicado manifiesta su compromiso con la Iglesia a través de la participación principalmente en funciones litúrgicas, consejos parroquiales, posiciones en la iglesia, etc., más que en la familia, el trabajo y en la vida política, social y cultural. En pocas palabras, en algunos círculos se ha puesto énfasis en compartir el «poder» más que en el servicio y en el concepto de que de alguna forma el laicado se integra más en la vida de la Iglesia en la medida que sus funciones se clericalizan más. Además del peligro que esta clericalización presenta para la identidad del laicado mismo, esta forma de pensamiento lleva inevitablemente a evadir las responsabilidades que los laicos católicos tienen sobre la situación del mundo. Asimismo, los enemigos de Dios y de la Iglesia no encontrarán una oposición firme de parte de los laicos católicos, contra sus maquinaciones. Sin embargo, se necesitan católicos comprometidos en el campo de los deportes, en Broadway, en las universidades, en los medios de comunicación, y en todas las actividades legítimas, así como también se necesitan en las actividades litúrgicas y parroquiales.
El documento deja en claro que es la fe del cristiano la que lo capacita para ver lo que debe hacerse en un momento en particular. El Santo Padre habla de conflictos cuya solución debe encontrarse en «paz y justicia» y que la única respuesta es Jesucristo: «La Iglesia sabe que todas las fuerzas que la humanidad emplea para comunión y participación, encuentran su respuesta total en la intervención de Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo» (CL #7).
Bajo el título «Quiénes son los Laicos Fieles?», el Papa afirma la identidad total de los laicos con la Iglesia: «Yo soy la vida, vosotros los sarmientos». Su misión es «buscar el Reino de Dios, participando en los asuntos temporales y ordenándolos de acuerdo al plan de Dios» (LG # 31). Y por medio del Bautismo, los laicos fieles se hacen un cuerpo con Cristo y son establecidos en medio del pueblo de Dios. En su propia forma se hacen copartícipes de la dignidad sacerdotal, profética y real de Cristo» (LG #31).
He aquí la esencia de la espiritualidad en el lugar de trabajo. Están unidos a Cristo por «la ofrenda que hacen de sí mismos y de sus labores diarias» (CL #14). «Por su trabajo, oraciones y labor apostólica, su vida matrimonial y familiar, sus tareas cotidianas, descanso físico y mental, si se realizan en el espíritu, y aún las pruebas de la vida, llevadas pacientemente, todo ello se convierte en sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (LG # 34). Todo esto debe unirse a la ofrenda de Cristo en la Eucaristía.
Los laicos comparten la misión profética de Cristo mediante «su habilidad y responsabilidad en la aceptación del Evangelio en la fe y su proclamación en el mundo de palabra y obra, sin vacilaciones identificando y denunciando el mal valientemente» (CL #14). Finalmente, ejercitan el ministerio real «sobre todo en el combate espiritual en el que buscan vencer en sí mismos el reino del pecado, y hacerse a sí mismos don y servicio en justicia y caridad» (CL 3 14). Resulta interesante la prioridad que el Santo Padre otorga al combate interior y a la conquista de uno mismo en la batalla que debe darse antes y a la vez que se establezca el reino de Cristo en la tierra.
Este llamado, esta misión es a todas luces secular porque «el mundo es el lugar y el medio donde los laicos fieles cumplen su vocación cristiana ya que el mundo mismo está destinado a glorificar al Padre en Cristo» (CL #15). «Allí son llamados por Dios» (LG# 32). Por tanto en el caso de los laicos, el mundo no es un obstáculo a la santidad, sino más bien una ayuda. No es cuestión de despreciar al mundo o huir de él, sino que más bien, ordenar la bondad intrínseca del mundo a la Gloria de Dios y al bien de las almas, a la vez que respetando siempre la autonomía legítima del orden seglar, destacada en Gaudium et Spes (No. 36). Esta enseñanza conciliar es radical y debe ser absorbida totalmente en la conciencia de muchos cristianos acostumbrados a creer que la santidad es algo reservado para unos pocos. Están llamados a seguir el ejemplo de Jesús que pasó treinta años de su vida trabajando y orando en el anonimato; estos treinta años a los que Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens sobre el trabajo humano llama el «Quinto Evangelio».
«La vocación a la santidad, o sea, la perfección de la caridad, es el encargo básico que tienen todos los hijos e hijas de la Iglesia». Constituye «un requisito innegable» (CL 3 16). Sólo la santidad puede cambiar al mundo: «Hombres y mujeres santos han sido siempre la fuente y origen de la renovación en las circunstancias más difíciles de la Historia de la Iglesia» (CL 316).
En este punto el documento menciona una frase que ofrece lo que hasta ahora ha sido el enlace que faltaba entre la espiritualidad y el lugar de trabajo – la unidad de vida: «La unidad de vida de los laicos fieles es de suma importancia; deben por cierto santificarse en la vida cotidiana y en la vida profesional y social. Por tanto, para responder a su vocación, los laicos fieles deben ver sus actividades diarias como una ocasion para unirse con Dios, cumplir su voluntad, servir al prójimo y guiarlo hacia la comunion con Dios en Cristo» (Proposición # 5).
La vida sacramental y de oración del cristiano, si bien debe anteceder a su vida activa, tiene que estar íntimamente ligada a ella. Por tanto, la vida profesional y familiar, vivida en la presencia de Dios, deberían ser el desbordamiento de la vida interior. Es más importante ser que hacer, o como dirían los escolásticos, Agere sequitur esse. Christopher Dawson nos dice:
Bastaría con que el cristiano simplemente existiera, para cambiar el mundo, ya que en el acto de ser, está contenido todo el misterio de la vida sobrenatural. Es la función de la Iglesia plantar esta semilla divina para producir no simplemente hombres buenos, sino hombres espirituales, es decir superhombres. En la medida en que la Iglesia cumple esta función, le transmite al mundo una corriente constante de energía espiritual… Un cristianismo sin espiritualidad es incapaz de cambiar nada. Es el más abyecto de los fracasos, ya que no sirve ni al orden natural ni al espiritual (Christianity and the New Order, p. 103).
El Santo Padre, en uno de los pasajes más bellos y místicos del documento destaca, repitiendo a Dawson, que este trabajo redentor a menudo pasa inadvertido:
Los ojos de la fe contemplan una escena maravillosa: la de una cantidad innumerable de laicos, tanto hombres como mujeres, atareados en el trabajo de su vida y actividades cotidianas, a menudo, lejos de la vista y de los aplausos del mundo, desconocidos para los grandes personajes pero no obstante, contemplados en amor por el Padre, jornaleros incansables que trabajan en la viña del Señor (CL # 17).
Pasamos ahora a la misión apostólica de los laicos, o sea, el apostolado, testigos para otros por sus palabras y obras, del Evangelio Salvador de Cristo. El Santo Padre reitera:
El apostolado ejercido por el individuo – como flujo abundante proveniente de una auténtica vida cristiana – es el origen y condición de todo el apostolado laico, aún en su expresión organizada, y como tal no admite sustituto. No importa cuales sean las circunstancias, todos los laicos están llamados a esta clase de apostolado y obligados a participar en él. Semejante apostolado es útil en todos los tiempos y lugares, pero en ciertas circunstancias es el único factible y disponible (CL #28).
El apostolado es fundamentalmente individual, de persona a persona, es decir: un llamado personal y un compromiso de santificar a los demás, comenzando por la familia, y ampliando en círculos concéntricos cada vez más amplios para incluir a los colegas, los amigos y los conocidos. La única limitante del apostolado es la falta de vida interior o del celo apostólico: «Tal forma personal de apostolado puede contribuir enormemente a la difusión más extensa del Evangelio, por cierto puede alcanzar tantos lugares como alcanzan las vidas cotidianas de cada laico fiel» (CL #28). Es crucial aquí la identidad del laico fiel, ya que dondequiera que se encuentre un laico, allí la Iglesia estará ejerciendo su misión evangélica de predicar el Evangelio de Cristo hasta los confines de la tierra.
Si bien como señala el documento, no todo el mundo es capaz de colaborar en asociaciones de laicos, el Santo Padre menciona «una nueva era de esfuerzos de grupos de laicos fieles». Los considera como el medio para una «participación responsable… en la misión de la Iglesia de llevar el Evangelio de Cristo – fuente de esperanza para la humanidad y la renovación de la sociedad» (CL #29). Son obras del Espíritu Santo que pueden ser «muy diversas las unas de las otras en diferentes aspectos», pero que muestran «una profunda convergencia cuando se miran desde la perspectiva de un propósito común». La Iglesia reconoce el derecho de asociación de todos los fieles, identificando diversos criterios que demuestran el carácter eclesiástico que pone de manifiesto la autenticidad de cada movimiento en particular. Algunos de estos criterios son: a) una primacía de la vocación de cada cristiano hacia la santidad, favoreciendo la conexión entre la fe y la vida; b) la profesión de la fe católica, siguiendo fielmente la enseñanza autorizada de la Iglesia; c) la comunión firme y convencida con el Papa y los obispos y respeto mutuo entre todas las formas de apostolado en la Iglesia; d) participación en los fines apostólicos de la Iglesia; y e) un compromiso de servicio a la sociedad a la luz de la doctrina social de la Iglesia (cfr. CL #30).
Estos movimientos igualmente deberán mostrar frutos positivos como prueba de su autenticidad, tales como: el cuidado de la vida litúrgica, de oración y sacramental; el logro de auténticas vocaciones al matrimonio cristiano, así como al sacerdocio; la colaboración con la Iglesia a nivel local, nacional e internacional; la participación en los trabajos de catequesis; y el avance de obras culturales, espirituales y de caridad a fin de cultivar un espíritu de pobreza y desprendimiento, y trabajar por el retorno a la vida cristiana de los fieles alejados (cfr. CL #30). El Santo Padre promete que pronto se publicará una lista de asociaciones aprobadas oficialmente que está preparando el Consejo Pontificio de los Laicos.
Al hablar de la realidad del trabajo, la Iglesia nos dice a través de los Concilios y de los Sínodos que «los laicos fieles deben desempeñar su trabajo con competencia profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano y especialmente como forma de su propia santificación… (Prop # 24). Es más, sabemos que mediante el trabajo ofrecido a Dios, las personas se asocian con la obra redentora de Jesucristo, cuyo trabajo con sus manos en Nazareth ennobleció grandemente la dignidad del trabajo» (GS #67). Qué mensaje más fuerte si bien sencillo, nos envía la Iglesia; desafortunadamente aún no se ha transmitido en toda su fuerza y vigor al laicado, quien podrían encontrar en este mensaje su propia espiritualidad.
El penúltimo tópico está muy cercano al corazón del Santo Padre –cultura. El Cristianismo no existe en el vacío. Basta mirar a la Edad Media y al Barroco, por ejemplo, que son dos períodos fuertemente influenciados por el espíritu cristiano, y que podríamos decir que fueron los creadores de una cultura cuyo arte, música y literatura fueron grandemente afines al Cristianismo. La cultura se define de la siguiente manera:
Humanizar la vida social tanto en la familia como en toda la comunidad cívica mediante el mejoramiento de las costumbres e instituciones, para expresar mediante sus obras las grandes experiencias y aspiraciones espirituales de todos pueblos a lo largo de la historia, finalmente, comunicándolas y preservándolas como una inspiración para el progreso de muchos, y por cierto, de toda la raza humana… (GS#53). En particular, sólo desde dentro y mediante la cultura es que la fe cristiana viene a ser parte de la historia y creadora de la historia (CL# 44).
El Santo Padre encarece especialmente a los fieles «a estar presentes como signos de coraje y creatividad intelectual en los sitios privilegiados de la cultura, o sea, el mundo de la educación – la escuela y la universidad— en los sitios de investigación científica y tecnológica, en las áreas de creatividad artística y en los trabajos de las humanidades» (CL # 44).
En septiembre de 1987, durante su segundo viaje pastoral a los Estados Unidos, el Santo Padre se dirigió directamente a los Obispos americanos sobre este tema:
Principalmente mediante los laicos, la Iglesia está en posición de ejercer gran influencia en la cultura americana. Esta cultura es una creación humana. Es creada mediante el discernimiento y la comunicación. Se construye a través del intercambio entre los pueblos de una sociedad en particular… Pero cómo evoluciona la cultura americana hoy en día? Esta evolución está siendo influenciada por el Evangelio? Refleja con claridad una inspiración cristiana? Vuestra música, poesía, arte, drama, pintura y escultura, la literatura que estáis produciendo–todas esas cosas que reflejan el alma de una nación están siendo influenciadas por el espíritu de Cristo para la perfección de la humanidad?
Claramente la respuesta es «No», y el Santo Padre está diciendo tanto a los obispos como a los laicos que hasta que se perciba un cambio en el tono de nuestra cultura, aún no habremos puesto en práctica las enseñanzas del Concilio y las enseñanzas post Conciliares.
Considero muy adecuado que el Santo Padre cierre el documento con un examen del elemento esencial de formación. Ya que sin una formación bien definida tanto espiritual como teológica, cualquier resolución de poner en efecto los fines descritos en este documento, carece de valor. Dice: «No pueden haber dos vidas paralelas en la existencia: por una parte, la llamada vida espiritual, con sus valores y sus exigencias, y por otra, la llamada vida seglar, que es la vida en familia, en el trabajo, en las relaciones sociales, en las responsabilidades de la vida pública y de la cultura» (CL #59). La respuesta para evitar esta dicotomía es muy concreta:
La capacidad de descubrir la verdadera voluntad del Señor en nuestras vidas, siempre involucra lo siguiente: la escucha receptiva de la Palabra de Dios y la Iglesia, la oración ferviente y constante, el acudir a una guía espiritual sabia y amorosa, y un fiel discernimiento de los dones y talentos recibidos de Dios, así como la diversa situación social e histórica en la cual uno vive (CL #58).
Es interesante dar énfasis a las virtudes humanas ya que ellas constituyen precisamente lo que se necesita para unir lo espiritual con lo material en una auténtica unidad de vida. «El laico fiel deberá tener también en gran estima las aptitudes profesionales, el espíritu cívico cotidiano, y las virtudes relativas a la conducta social, o sea, la honestidad, el espíritu de justicia, sinceridad, cortesía, valentía moral; sin ellas no hay verdadera vida cristiana (CL # 60). Sin un programa formativo integral, se frustra en la práctica la espiritualidad laica. Dentro de la Iglesia, el Papa, los obispos, y las parroquias tienen la responsabilidad primordial por esta formación, junto con las escuelas y universidades católicas, y aquellos «movimientos laicos» que han aparecido en décadas recientes.
Resumiendo, existe una auténtica espiritualidad en el lugar de trabajo y se presenta en las enseñanzas de la Iglesia, en particular en los documentos conciliares y postconciliares, sintetizados en Christifidelis Laici. Esta espiritualidad es profundamente laica, basada en un compromiso de santidad mediante una lucha interior alimentada por la oración y los sacramentos. La vida espiritual se integra y se completa en la familia y en la vida profesional. Esta unidad de vida lleva inevitablemente a una evangelización no sólo de los individuos mediante la amistad sino que también se extiende a sociedades enteras y a toda una cultura. Todo esto requiere unión con la jerarquía eclesiástica y una disposición para buscar la formación personal necesaria para alcanzar la meta de la santidad personal.
Recordemos el desafío del Santo Padre a los laicos americanos:
El orden temporal de que habla el Concilio es vasto. Comprende la vida social, cultural, intelectual y política en las que correctamente participáis. Como hombres y mujeres laicos comprometidos activamente en el orden temporal, habéis sido llamados por Cristo para santificar el mundo y transformarlo. Esto es una realidad en cualquier tipo de trabajo, no importa cuán elevado o humilde, pero es especialmente urgente para aquellos a quienes las circunstancias y los talentos especiales los han colocado en posiciones de liderazgo o influencia—hombres y mujeres en el servicio público, la educación, las empresas, la ciencia, las comunicaciones sociales y las artes. Como laicos católicos tienen una importante contribución de servicio moral y cultural que hacer en la vida de su país. «Mucho se le pedirá al que mucho se le ha dado» (Lucas 12:48). Estas palabras de Cristo se aplican no sólo en el sentido de compartir la riqueza material o los talentos personales, sino también de compartir nuestra propia fe (JP II en América, p. 254).
Traducido por Julia A. Jarquin, Oct. 27, 2004
C. John McCloskey es sacerdote e investigador del Instituto Fe y Raz�n en Washington, D.C.