Entrevista a Juan Manuel Cotelo en el programa Cambio de agujas
Si quieres empezar contando un poco sobre tu niñez, cuantos hermanos tienes…
Muy bien, pues mi niñez diría que es bastante normal, normal, para mí me resulta de lo más normal del mundo. Soy de una familia de nueve hermanos, soy el quinto, lo cual era un problema muy grande porque a veces se decía: “Esto solo es para los mayores”, y yo no estaba en ese grupo; o “Esto es solo para los pequeños”, y tampoco estaba en el grupo.
Con lo cual, estar en el medio era complicado. Y nada, nacimos todos en Madrid, y la infancia recuerdo… todo son recuerdos buenos, recuerdos divertidos, bonitos, de peleas también con los hermanos. Todo normal, normal y sencillo, todo lo que es una vida de una familia normal y corriente.
Mi padre murió cuando yo tenía 13 años y en casa todo siguió igual, con las discusiones de entonces, los mismos juegos de entonces, la misma actividad de entonces, tal vez más unidos a mi madre que hasta entonces (si se puede hablar así), y hasta hoy esa familia permanece unida, divertida…, igual que el primer día.
¿Siempre habéis practicado la fe en la familia?
Rezar en casa era algo tan natural como comer o como ir al colegio o como ponerse el abrigo. No recuerdo nunca en mi vida que rezar fuera algo especial (“Ahora vamos a rezar porque es algo especial”). No, era natural, y sigue siéndolo, el rezar por la mañana, rezar al mediodía, rezar por la noche, ir a misa, dar gracias a Dios, pedirle ayuda en las dificultades…
Digamos que con la misma naturalidad que con la que hablábamos con mis padres y con mis hermanos. Yo he sido uno más en casa, no ha habido nada especial nunca, no puedo decir yo que me haya costado nunca esfuerzo especial hablar con Dios, nunca.
¿Y a qué le atribuyes eso?
Es que yo pienso que es lo natural en el ser humano. Entonces, no tengo que buscar una causa especial para hablar con Dios. Tendría que buscarla para no hacerlo. Me supondría un esfuerzo muy grande que veo en muchas personas que han crecido sin Dios.
Eso te supone algo tan violento en tu naturaleza que, al final, tienes que hacer un esfuerzo muy grande para vivir sin Dios, realmente lo tienes que hacer. Con lo cual, yo no lo atribuyo a nada especial, salvo al ejemplo y a la educación recibida en casa, en el colegio…
Me resulta lo natural, lo fácil, lo sencillo y lo bonito, pero no solo cuando era niño, sino hoy en día. Hoy tendría que hacer un esfuerzo muy grande para empezar a ser autónomo, para decir: “A partir de hoy, voy por la vida yo solo o a solas, no necesito a Dios”. Me costaría mucho esfuerzo.
¿Siempre has vivido la fe en la vida exterior, social, profesional…?
Pues digamos que, durante muchos años -yo ahora lo veo así-, es como si mi vida hubiera sido una autopista con varios carriles paralelos. En un carril, el trabajo; junto a ese, el de la diversión; junto a ese, el de la fe; y no se tocan unos con otros. Yo tengo mi vehículo, ahora voy a trabajar y, por tanto, no voy a divertirme ni voy a rezar, voy a trabajar.
Ahora voy a divertirme y, por tanto, ni voy a trabajar ni estoy rezando. Ahora estoy rezando, pues… Entonces hay un día, hace unos diez años, en que las líneas discontinuas que separaban cada carril se borran, desaparecen. Y dices: “¡Anda! ¿Aquí hay tres carriles?
No, va a haber uno solo”. En el único carril de tu vida puedes hacer todo, puedes trabajar, divertirte, amar a Dios y amar a los demás, no puede haber carriles paralelos. Y la decisión que me parecía complicada, y al final no fue en absoluto complicada, era dedicar mi trabajo, que era el de contar historias, a hablar de Dios.
Porque yo también estaba acostumbrado a hablar de Dios en círculos pequeñitos (con mi familia, con mis amigos). Con la puerta cerrada se habla de Dios, pero, cuando sales fuera, no. Entonces, es como si yo hubiera sentido en algún momento dado que Dios me decía: “¿Por qué no hablas de mí igual que lo haces de otros tantos temas, de tantos temas que te ilusionan, que te parecen interesantes, divertidos, apasionantes? Pues ¿por qué no hablas de mí a los demás?”.
¿Te dio miedo a empezar a hablar de Dios? ¿Tenías respetos humanos?
Pues no puedo decir que me diera miedo. Puedo decir que la idea me parecía estúpida. O sea, cuando aparece en mi cabeza la idea de dedicarme a hablar de Dios, la idea me parece tan estúpida que la rechazo. Como en un juego de pin pon, te viene un pelota y la rechazas, pero te vuelve a venir y la vuelves a rechazar. Yo me pasé tres años rechazando esa pelota que yo no buscaba, y pasaron una serie de hechos. Ya dejó de ser una idea y empezaron a suceder cosas que me hacían ver que era un plan de Dios, que no era mi idea.
Sucedieron demasiadas cosas, sobre todo en un año. Hay un escritor norteamericano que dijo una vez -no sé si más veces, yo conservo la entrevista que le hicieron una revista norteamericana-: “La casualidad es el disfraz que utiliza Dios para conservar el anonimato”. Cuando sucede una casualidad, piensas: “Casualidad”; pero cuando suceden dos, tres, cuatro, doce casualidades enfocadas al mismo asunto, dices: “Empiezo a tener que hacer esfuerzos para creer en la casualidad.
Tal vez hay una causalidad, tal vez haya alguien que esté causando esto”. En mi caso, esas causalidades fueron conocer a doce conversos en un solo año, sin buscar a ninguno de ellos, que contaban la transformación que habían vivido ellos después de ese encuentro íntimo con Dios, al que no buscaban. Y a mí, cada una de esas historias me fascinaba, me interesaba.
Y pensaba: “Si a mí me gusta tanto escuchar esta historia, podría contársela a otros”. Y la contaba a mis amigos, la contaba en círculos pequeños, y veía que a todos les gustaba. La gran sorpresa era que les interesaba y les gustaba y les ayudaba a mis amigos sin fe. Recuerdo que un amigo me dijo a los 25 años: “Es la primera vez que alguien me habla del cristianismo”. Y era una persona que había estudiado en un colegio católico y en una universidad católica en Valencia.
Y pensé: “¡Guau!, esto hay que contarlo, ¡que alguien cuente esto! Y… ¿por qué no lo cuentas tú que te dedicas a esto? ¡Espera!, que lo haga otro…”. Pero sientes esa presión suave, interna de que eres tú quien lo tiene que contar. Es entonces cuando tomo esa decisión fácil de: “A partir de ahora, no solo voy a hablar de Dios, sino que voy a intentar trabajar con Dios. Voy a sacarlo del cuadro de la pared, voy a sacarlo del mundo de las ideas y voy a convertirlo en un guionista, en mi productor, en mi director y en mi actor principal. Y, a partir de ahí, nace “Infinito más uno”.
La finalidad de “Infinito más uno” es idéntica a la que recibieron los primeros apóstoles: “Id por todo el mundo y anunciad la Buena Noticia”, no ha cambiado. “Infinito más uno” nació hace 2000 años, solo hay una empresa, que es la que ha puesto en marcha Jesucristo, que va adoptando distintas formas a lo largo de la historia: palomas mensajeras, discursos en una plaza, escritos, canciones, películas, colegios, cada uno en su vida personal…
Es la misma empresa, es la misma iniciativa. Como Dios está vivo, Jesucristo está vivo, se va adaptando a los tiempos. Ahora habla al hombre del siglo XXI y hace un rato hablaba al del siglo XV, al del siglo XI y al del siglo I, pues es la misma iniciativa y, por tanto, tiene la misma finalidad, que es anunciar la Buena Noticia. ¿A quién?
A todo el mundo, pero especialmente a quien no la conozca, a quien no sepa que hemos sido creados, que somos amados, que somos perdonados, que somos deseados, que tenemos un padre que nos quiere con locura, que tenemos un Dios que se ha hecho esclavo y me lava los pies, que tenemos al Espíritu de Dios deseando vivir y crecer en nosotros, que tenemos una Madre en el cielo, que no importa quién eres, porque eres tan amado como cualquier otro. ¡Guau, que notición! Pues la misión es esta, contémoslo, contémoslo, contémoslo.
¿A qué atribuyes la perseverancia? ¿Alguna vez has tenido la puerta en la cara o has sido rechazado por anunciar a Jesús?
Realmente, las dificultades son internas, en mi caso. A muy pocas horas de distancia desde donde estamos, hay personas que, por anunciar el Evangelio, pierden la vida. No es mi caso. Yo aquí, ¿a qué me arriesgo? Hasta ahora lo que he constatado de estos diez años es que me he arriesgado a ser muy amado. La experiencia de estos diez años es recibir amor, amor, amor, amor de Dios y de personas.
Si yo podía imaginar que iba a tener dificultades y me imaginaba una persecución mediática o de gente burlándose de mí, señalándome con el dedo, no ha sucedido. No ha sucedido, y si ha sucedido es anecdótico, no tiene peso. La anécdota no pesa, y yo podría concentrar la mirada en esa dificultad, pues uno dijo, otro escribió y otro añadió.
Sería tan injusto que yo me centrara en eso cuando en el otro lado de la balanza hay una cantidad de amor recibido que va creciendo por parte de muchas personas…, de personas generosas que nos ayudan, de espectadores que nos escriben que el trabajo que han visto les ha ayudado a ser más felices… Eso pesa tanto que todas las demás dificultades son así, chiquititas.
Las dificultades, insisto, en mi caso, son siempre internas: son la falta de fe, la falta de humildad, la pelea con las personas que más quieres, la murmuración interna o externa de alguien… Todo eso es lo que te va desinflando. La dificultad se llama pecado, el pecado mío, no de otros. Entonces, al final, también en eso hay una belleza que es aceptar que Dios te quiere como eres, no como podrías ser, y que no te ha elegido a ti por bueno: “He encontrado a uno muy bueno, este va a ser de los míos”.
No es este el caso. Entonces, cuando tú constatas que, a pesar de ser como tú eres, a pesar de tu pecado real, no teórico, Dios dice contigo: “Tú eres mío y yo te voy a permitir que me ayudes contigo”. “Pero es que yo no soy el candidato ideal…”. “Mi consejo es: búscate a otro, tú”. Pues todo eso te da al final una paz y una libertad impresionante.
No estoy aquí por méritos propios, sino porque a Dios le ha dado la gana y yo he aceptado su plan, pero los resultados no dependen de mí. Lo que sí está en mi capacidad es frenarlo. Puedo frenar el don recibido, puedo frenar al Espíritu Santo, puedo frenar la confianza de Dios en mí. La puedo frenar, tengo esa libertad permanentemente, pero si suelto el freno de mano. le digo: “Yo sigo”. Entonces, Él sigue en mí y, al final, la experiencia es bonita, es positiva, alegre, está llena de esperanza. Yo prefiero concentrar mi mirada en todo eso positivo que en la anécdota chiquitita de una pequeña dificultad porque alguien ha dicho no sé qué. Eso no pesa.
Entonces, ¿en tu vida hay un lugar importante para la oración?
Pues a quien piense que lo puede hacer por sí solo, sin la ayuda de Dios, yo le deseo mucha suerte, mucha suerte, y que desayune fuerte, porque sin la ayuda de Dios te vas a agotar. Si tú dices: “Yo voy a evangelizar porque yo lo comprendo, está claro y… ¡Venga, a por ellos!”. Y coges ese impulso fuerte, y no vas a la gasolinera una y otra vez a llenar el depósito, te vas a agotar. Al principio, si vas cuesta abajo con tus fuerzas, de maravilla, e incluso cuando se ponga recto.
Pero habrá un momento en que se ponga así y digas: “Ahora, ¿qué? ¡Venga chicos!, empujamos el carro”. El carro no puedes con él. Por tanto, al final, el descubrimiento es este: “Sin mí no podéis hacer nada”. Me permito añadir, salvo agotaros. “Agotaros sí, pero sin mí no podéis hacer nada si el plan es evangelizar. No podéis hacer nada. Si no podéis ni con vuestra propia alma, ¿cómo vais a evangelizar a otros? Sin mí, tú te caes”. Leí hace poco en un cuadrito chiquitín, en Colombia, que alguien tenía en su casa, esta frase: “Tu principal trabajo es la oración”.
Era una frase de san Maximiliano Kolbe. Es algo que intento recordarme permanentemente, sobre todo en los momentos de más trabajo. ¡Es que hay mucho trabajo, es que hay mucho trabajo, no tengo tiempo para rezar! Así es como tengo que subir esta cuesta, y no tengo tiempo para echar gasolina, porque, bueno, si se te avecina una cuesta, echa gasolina. Antes de subir la cuesta y en la mitad de la cuesta, porque si no, aunque pienses que vas a subir la cuesta en un principio, antes de que llegues a la gasolinera, te caerás.
Entonces, para nosotros, la oración es el cien por cien del tiempo. Mientras estamos teniendo esta entrevista, no le hemos dicho al Señor: “Espéranos, que vamos a hacer una entrevista y aquí no intervienes Tú”. Estamos en oración. Hemos empezado con un Ave María. No ha sido un Ave María decorativo, ha sido un Ave María real, viendo a la Virgen María: “Intervén, protégenos ahora y cuando estemos con la cámara, o editando, o con el carro…”.
En fin, vas en oración. Y cuando te enfadas, estás rezando; y cuando te preocupas, estás rezando; y cuando te entristeces, estás rezando; y cuando te alegras, estás rezando; y cuando estás dormido, estás rezando. A partir de ahora, como decía antes, no pongo carriles paralelos en mi vida. Todo lo que haga será en Dios, incluso cuando duerma. Con lo cual, insisto, ya no es que vaya a la gasolinera, me llevo el depósito conmigo adonde viaje.
¿La Virgen tiene un papel importante en tu vida?
La Virgen tiene un papel especial en la vida de cualquiera. No es tanto lo que nosotros hacemos por ella como lo que ella hace por nosotros. Lo que pasa con la Virgen María es lo que sucede con cualquiera de los regalos que Dios nos da, que, al ser regalos, estamos obligados a recibirlos, de modo que yo puedo tener una madre para mí, que puede tratarme a mí como si fuera hijo único, y yo puedo darle la espalda y decir: “No me interesas, no me molestes, no te necesito”; pero ella, como es madre, no se da la vuelta ni dice: “Bueno, como este no se interesa por mí, no me intereso yo por él.
Lo he intentado y no hay forma”. Entonces ella sigue, ella sigue, ella sigue… Yo no sé pesar o medir la importancia que tiene la Virgen en mi vida, no, no lo sé. Como si alguien me dijera: “¿Qué importancia tiene tu madre biológica, física, para ti?”. No lo sé medir, lo que sé es que es muy grande, pero… ¿cuánto? Esto es como lo que se pregunta a los niños: “¿A quién quieres más, a papá o a mamá? Pues no lo sé, los quiero a los dos. Pero sí, la Virgen María es un regalo que Dios nos ha dado a nuestro servicio. Si queremos gozar de sus servicios, los tenemos.
¿Tienes alguna anécdota de evangelización? ¿Has podido ver frutos de lo que Dios ha hecho en ti?
Cada día que abro el correo electrónico hay una anécdota, si se puede llamar así. No son anécdotas, son transformaciones reales, que suceden en la vida de las personas, de modos insospechados.
Hay personas que escriben cosas muy bonitas, que han vivido ellos después de ver una de nuestras películas, y no hablan de la película, no dicen: “Me gustó”, “Me lo pasé bien”, “Me la voy a comprar”. No, no hablan de la película, hablan de ellos y cuentan de qué modo, a lo mejor, una simple frase, incluso recuerdo una persona que se quedó con una fotografía que salía en la película, a lo mejor dos segundos, tres segundos…, pues esa fotografía le había pegado a ella.
Entonces nos cuentan lo que sucede al salir de la sala de cine o al terminar de ver un DVD o de la forma que lo vea cualquiera.
Es un goteo constante. A veces, nos llaman mucho la atención los casos más llamativos. Los periodistas tenemos ese defecto, y es que nos gusta lo llamativo. Por ejemplo, hace dos o tres meses, me escribió una persona desde Méjico, diciendo: “Yo salí de mi casa para suicidarme, pero en la calle pasé delante de una sala de cine. Había un cartel me llamó la atención y entré a ver la película”. Y escribía justamente al día siguiente: “Su película salvó mi vida”. Bueno, es llamativo, porque se iba a suicidar.
Pero, por ejemplo, recuerdo una nada espectacular, pero pensé: “¿Qué habrá pasado aquí? ¿Qué cosa tan grande habrá pasado aquí en esta persona?”. Que decía -lo recuerdo literalmente-: “Ayer era martes y fui al cine, hoy es miércoles y he ido a misa”, y no decía más el mensaje, no sé si por Facebook o por correo electrónico. Pues detrás de esas palabras, piensas que algo grande ha pasado y no sé qué es, ni necesito saberlo.
Es un goteo permanente, muy entusiasmante. A veces, nos escriben personas que no tienen a nadie cerca que les hable de Jesucristo, y han llegado a nosotros de cualquier forma: buscando por Internet, porque han visto un vídeo, porque han leído un artículo de prensa o por lo que sea. Y entonces nos piden ayuda. Hace poco, una persona, desde Melilla, nos dijo: “Tengo veintiún años, no conozco a ningún cristiano. ¿Me podéis ayudar?”.
Recuerdo un día también, hace seis u ocho meses, el mismo día, dos personas escriben y una tercera que conozco esa misma noche, que me cuentan idéntica historia: “Aborté hace veinte años y, viendo la película “Tierra de María”, recordé lo que había hecho. Sentí unos deseos fuertes de ir a confesar. Y la historia común era: “Y tengo una alegría, una paz, que no la comprendo”. La casualidad era que ese mismo día, esas tres historias -bueno, personas-, han salido del cine y han confesado un pecado de hace veinte años, y que hablan de la alegría que han sentido después de confesar.
Son muchas historias, muchas historias. Creo que al principio nos sorprendíamos mucho de estas transformaciones y hacíamos noticias de ellas. “Fíjate”, y decíamos esta palabra, “¡es increíble, es increíble esta persona!”. Y un día me di cuenta de que lo increíble sería que no sucediera, lo increíble, lo que daría para comentar sería: “¡Oh, es increíble no hay conversiones! Dios está de vacaciones, Dios se ha ido, se le han gastado las pilas, se ha cansado, se ha dormido, se ha aburrido y trabajamos y no hay fruto”. “Yo os envío para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto dure”.
Dios a los apóstoles no nos dice: “Tú haz lo que puedas y a lo mejor hay fruto”, a lo mejor sí, a lo mejor no. No, no es así. Te dice: “Mi palabra es eficaz, viva, más penetrante que espada de doble filo”, con lo cual, si tú eres fiel, no te inventas un Jesucristo imaginado por ti. Si tú eres fiel y vas transmitiendo al Jesucristo real, vivo, que conocemos, pues no te puedes extrañar de que haya fruto. Esto no es un billete de lotería, a lo mejor toca a lo mejor no. No, este toca, este toca; incluso cuando tú puedas ver a tu alrededor que puede aparecer estéril, como por ejemplo, morir en la cruz. Ese día parece todo estéril, qué plan más absurdo, ¿dónde está el fruto aquí? ¿Dónde está el fruto aquí? Paciencia, calma. Dios no pierde la batalla, ni cuando por fuera parece todo perdido, espérate tres días, que va a resucitar.
Hay muchas historias de personas que “a priori” con una mirada muy chiquitita, muy a ras del suelo, tacharíamos de que este no es candidato de amar de Dios. “No, a este no…, porque mira lo que hace…”. Paciencia, espérate, espérate, tú reza por él y esa semilla que tú escondes, esa oración, es como una semilla escondida, nadie ve una oración, y a lo mejor, tú mueres sin ver el fruto, pero ninguna oración se pierde, será regada con otra oración, con otra oración y, a su tiempo, dará un melocotón. Pues, hay que confiar, nada se pierde.
A veces, el fruto de esas dificultades es nuestra propia conversión, es decir, yo quiero convertir a esta persona. Bueno, vas mal, vas muy mal encaminado, tú no vas a convertir a nadie. “¡Yo voy a hacer una película para convertir a la gente!”. No vas a convertir a nadie con tu película, a nadie. Esto me lo dijo un sacerdote cuando yo quería convertir al mundo entero. Y me dijo: “Que te quede claro: tú no vas a convertir a nadie, ni a ti mismo. Tú no tienes fuerza para sostener tu alma”. Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? ¿Teatro? No. El día que entiendas que Dios lo hace todo, no casi todo, todo, ese día tú empezarás a crecer, empezarás a convertirte a transformarte y, tal vez, Dios a través de ti transforme a otros, pero como tú pienses que tú vas a ser santo te vas a estrellar.
Para mí el ejemplo es muy muy claro, muy sencillo; hay dos modos de entregar la vida a Dios. Uno, como hace Pedro, que le dice a Jesús: “Yo (y le pone un YO bien grande en mayúsculas, luminoso) voy a dar mi vida por ti”. Y Jesús le contesta: “¿Que darás tu vida por mí? Tres veces me vas a negar hoy”. Yo le añado: “Para que te quede claro”. Que “yo no he venido a ser servido sino a servir”. “¿Cómo es que tú me vas a servir a mí, si soy yo quien te sirve a ti? Si te dejo sin gracia, tú te vas a caer tres veces”.
Y la amenaza va a ser muy sencilla, simplemente que una mujer te va a apuntar con el dedo y te va a decir: “Oye, ¿tú eres amigo de ese?”. “Bueno, yo…, sí, lo conozco, pero amigos no somos”. Esto es muy frecuente hoy en día. Si piensas: “Yo voy a dar la vida por Cristo”, no darás ni esto. La Virgen María no le dice al ángel: “Yo voy a dar, voy a hacer la voluntad de Dios, sí, dile a quien te envía que yo voy a hacer la voluntad del Padre”. Le dice: “Hágase en mí”. Yo que soy la esclava, hágase en mí. El protagonismo no está en el yo, está en lo que Él va hacer en mí. Y entonces dices: “Vale, ahora vas a recibir el Espíritu Santo, ahora sí”. Porque no es que tú te ganes a Dios, sino que le dejes actuar en ti y, por tanto, prescindes del resultado.
Nos obsesionan los resultados, es la cultura del éxito: si tenemos mucha audiencia, si tenemos muchos espectadores, si hablan bien de nosotros, si vemos conversiones… Pero el resultado, primero, es mi propia conversión, mi propia conversión.
Y si esas dificultades, esa falta de fruto, me facilitan el camino a la humildad, es decir, al reconocimiento de que yo no puedo, “¡guau!, el fruto ha merecido la pena. Si luego, cuando hay frutos, no le robas a Dios la gloria que le pertenece, sino que reconoces que tú no has conseguido una sola conversión, vale, entonces, puede haber conversiones; y todo el proceso es ese. Es realmente soltar el freno para que Dios actúe, primero en cada uno de nosotros y luego en otras personas, y aplaudir, nos pasamos el día aplaudiendo, alabar a Dios. Aplaudir a Dios es alabar su obra. Pues aplaudamos la acción de Dios en el mundo.