En su nube todos tenemos sitio
La Asunción de la Virgen, en centenares de ciudades, pueblos y países, es un motivo de gran alegría: la Madre ha cumplido y, Dios, le aguarda en el cielo.
Es un sentimiento agradable que nos embarga en este día mariano y traspasado por la mano de Dios. Al fin y al cabo, Él, fue quien la eligió, quien la visitó, quien la guio y quien –en este día– sentimos que su suerte es vivir junto al Padre en el cielo. Hoy, los hijos, nos sentimos felices porque vemos que, la Madre, es elevada y coronada por el mismo Dios. Su imagen, rodeada entre nubes por ángeles, nos pregona la suerte que nos aguarda: hay lugar para todos si sabemos y queremos cumplir la voluntad de Dios. Aunque, claro está, es más fácil encontrar a un “cristiano por las nubes” que a un cristiano comprometido de llenos con las cosas de Dios.
1.- Un camino con abundantes huellas nos ha dejado la Madre a su paso por nosotros. ¿Seremos tan hábiles para descubrir la presencia de María en nuestra vida cristiana? ¡Mejor dicho! ¿Ya intentaremos aprovechar todo ese caudal de fe y de obediencia, de sencillez y de entrega que se convierte en un gran modelo para nuestra fe con y por María?
La Solemnidad de la Asunción nos hace levantar los ojos hacia el cielo: ¡allá nos aguarda el Padre, el Hijo, el Espíritu y con ellos María! La Virgen será grande si, como en Ella, a Dios también lo hacemos crecer y grande en nosotros. El mejor tributo y homenaje que podemos hacer a nuestra Patrona –a esa Nazarena que la llevamos hoy sobre el pavés de cientos de miles de hombros– es precisamente gustar lo que Ella gustó, seguir lo que Ella siguió, tejer nuestra vida con la misericordia y la bondad del Señor. María fue colosal porque consintió que, en su vida, Dios fuera grande. Por ello mismo hoy la felicitamos. Es imposible disociar la figura de María de su obediencia y de su colaboración con el plan de salvación. Nosotros miramos al Sol (que es Jesús) y, sólo después de descubrir a Jesús, podemos decir que es inmensa María.
2.- En la fiesta de la Asunción de la Virgen María celebramos lo que aguarda al que cree y espera por la fe: la gloria de Dios. El mayor gozo, por el cual salta también María, es el vernos a nosotros sus hijos por la dirección adecuada: recordando las maravillas del Señor, viviendo según su voluntad, proclamando su santo nombre y abriendo las ventanas de nuestro vivir para que Dios entre por ellas y sea un gran vecino en nuestros corazones.
María, desde Nazaret, así lo hizo. Su vida es un canto a la bondad del Señor. Su “sí” fue desde el principio un ponerse manos a la obra y a lo que Dios mandase. Al colocarse al lado de Jesús lo hizo desde la humildad y con el silencio. Bien sabía, María, quién era Dios, qué esperaba Dios y qué tenía que hacer para que Dios cumpliera en Cristo lo profetizado desde antiguo.
Hoy, en este día, la vemos triunfante. Sale de este mundo, en cuerpo y alma, porque sabemos que junto a Dios existe el cuerpo y el alma. Hoy, en esta jornada, cantamos el esplendor de María y –sobre todo- su inmensa generosidad con todo lo que el Señor pensó y confió en Ella.
Hoy, en el cielo, se junta la gran familia trinitaria con Aquella que, desde el principio, se dejó guiar por ese Misterio. Hoy damos gracias al Padre (porque nos ama), al Hijo (porque lo vimos nacer del seno de la Virgen), al Espíritu (que nos comunica tantas gracias) y a la Virgen porque, en el cielo, sigue intercediendo, insistiendo por cada uno de nuestros avatares y acontecimientos.
Que confiemos a la oración de la Madre que está en el cielo, el progreso de nuestra fe. Que cuando cerremos los ojos al mundo, como María, también dejemos detrás de nosotros un sendero por el cual los demás puedan encontrar razones para creer, esperar y contemplar un día –cara a cara- el rostro de Dios.
Javier Leoz