El domingo de Ramos la iglesia catedral de Santa Florentina contó con la presencia de muy numerosos fieles, quienes desde las aceras circunstantes hasta las esquinas y cubriendo todo el atrio vecino al templo aguardaban la llegada del Obispo y los sacerdotes, junto con los diáconos y seminaristas. Acompañaron a Mons. Oscar Sarlinga el cura párroco, Pbro. Hugo Lovatto, el provicario, Mons. Santiago Herrera, y los diáconos permanentes Ricardo Dib, Pedro Bruno y Sergio Pandiani, junto con los seminaristas que realizan la pastoral de fin de semana en la parroquia, sin olvidar al numeroso grupo de monaguillos parroquiales. Muchas familias con niños asistieron a la celebración, y el obispo hizo alusión a ello en la homilía, en la que dijo que “en el itinerario a la Pascua, todos necesitamos de la purificación para vivir “la hora de Dios”.
HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS
En el itinerario a la Pascua, todos necesitamos de la purificación para vivir la “hora de Dios”
Queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas, hermanos y hermanas, queridos niños, que han venido tan numerosos para este Domingo de Ramos:
Aclamemos hoy a nuestro Señor, como lo hicieron los niños hebreos que acudieron aclamando al Señor, con inmenso cariño, con amor: ¡Bendito el que viene!. ¡Cómo habrá prevalecido el clamor de los niños y de los puros de corazón, sobre el rumor de la muchedumbre, sobre la ira de quienes odiaban a Jesús, como habrá prevalecido ese día el clamor del Osanna al nuevo Hijo de David (Cf Mt. 21, 15).Revivamos hoy ese Misterio, en y desde la fe.
Predomina el colorido, lo festivo, los ramos que se levantan cual signo de ovación. Observemos, sin embargo, que el vistoso color rojo vivo de los ornamentos, más que el color de los reyes o de los emperadores, es el color con que revistieron a Jesús con el “manto real” para burlarse de Él, “el Rey” que reinaría desde la ignominia de una Cruz. Por eso también le ciñieron la cabeza con la corona “real” de espinas y le dieron como cetro la caña. Tuvo que ser Pilato, juez inicuo, quien sin embargo hiciera dejar el “título” sobre la Cruz, que lo reconocía “Rey”. Pero de ese lugar de ignominia, y de Misericordia infinita derramada, vino el triunfo total, el de la Resurrección, el de la Ascensión, el del Envío del Espíritu Santo en Pentecostés, que inauguró el “tiempo de la Iglesia”. Por eso este rojo vivo es el color litúrgico del Descenso del Espíritu, y el color del martirio, del supremo testimonio de ese Amor inmenso.
Y Jesús, ¿qué veía en el Domingo de los Ramos?. Pensemos entonces que en este día en que se jugaban los destinos de la redención, más que la gloria de la aclamación, Jesús veía su entrega para la redención. Jesús, el Maestro, sabio, misericordioso, peregrinante en la Palestina de entonces, que obró milagros, tuvo en su misma entrada triunfal la conciencia de ser el Salvador prometido y a la vez la conciencia de la Cruz.
Nosotros, para “ver” este misterio, hemos de hacernos como niños. Sí, en especial los niños del pueblo hebreo agitaban ramos, de olivo, de palma, en señal de fiesta, porque son los niños quienes tienen un corazón más puro, y por ello, en un sentido, “ven más”, “aceptan más”, dan un homenaje más amoroso y sentido. Es por ello que el Señor nos ha exhortado a “hacernos como niños”, en sentido de purificar nuestro corazón, como en este día en que nos pide “verlo” en el Domingo de Ramos o de Pasión, más que como un “espectáculo religioso” (lo cual se convertiría más bien en una espectacular repetición en el calendario litúrgico), como una reactualización vivida, por obra del Espíritu, de ese Misterio del Señor. Y esto al punto que cada uno de nosotros aquí presentes nos hacemos partícipes, como nuevo Pueblo de Dios, proclamando a Jesús, “Mesías”, el Cristo, nuestro Salvador.
Que este acto litúrgico reavive nuestra fe, nuestra esperanza, anime nuestra caridad, y renueve nuestra vida, haciéndonos “nuevas creaturas”. Nuestra fe, primero, cual “virtud-puerta”, tanto más en las cercanías de la apertura del “Año de la Fe” por el Santo Padre. Creemos en Dios, creemos en Cristo, su Hijo. Creemos en el Espíritu Santo. Le creemos a Jesús, como las almas piadosas luego de la resurrección de Lázaro, le creemos, en su ingreso triunfal y humilde como Mesías en Jerusalén. Creemos en Él, siendo «signo de contradicción» (Luc. 2, 34). Creemos en Él, pues su gloriosa Resurrección cambió para siempre los destinos del mundo y de la humanidad.
Será la ocasión de profundizar también nosotros hoy esa conciencia, de querer crecer en nuestra voluntad en ser heraldos, mensajeros del Mesías, de su Reino de alegría, paz, gozo en el Espíritu, de profundizar la conciencia de estar viviendo “la hora” de Dios, en la que se cumplieron las profecías de la venida del Príncipe de la paz (Cf Is. 9,6) en su triunfo incontenible y en su entrega total (Cf Lc 19,39-40).
Nos ayudará para esto, a vivir el camino a la Pascua (la litúrgica, y el camino a la Pascua eterna) la reconciliación. La interior, la profunda, que nos mueva al sacramento de la reconciliación, es decir, a la confesión, pues la necesitamos. En el itinerario a la Pascua todos necesitamos de la purificación para vivir la “hora de Dios”.
María, nuestra Madre, la Madre de Dios y Madre de la Iglesia, quien nunca nos abandona, nos guíe de la mano en este camino hacia la luz pascual.
+Oscar Sarlinga
Domingo de Ramos 2012
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