BRAULIO HERNÁNDEZ, brauhm@gmail.com
TRES CANTOS (MADRID).
ECLESALIA, .- El 27 de abril el papa Francisco elevó a los altares a dos papas con una visión de Iglesia diferente: a Juan XXIII, el papa anciano,
fallecido hace 50 años, que sorprendió al mundo convocando, por sorpresa, el Concilio Vaticano II: para renovar la Iglesia, volviendo a la sencillez de los orígenes (Hechos de los Apóstoles: la primera comunidad cristiana); y a Juan Pablo II, fallecido hace tan sólo nueve años y que frenó la renovación emprendida por el primero: para volver a la Iglesia triunfalista de cristiandad; y bajo cuyo pontificado fueron inhabilitados y marginados una buena parte de los teólogos más comprometidos con la renovación impulsada por el “Papa bueno”, siendo especialmente implacable con la Teología de la Liberación, que defendía “la opción preferencial por los pobres”.
La de Juan Pablo II era una canonización previsible. Imparable. La sorpresa ha sido la decisión del papa Francisco de canonizarlo junto a Juan XXIII (a quien eximió de un segundo “milagro”). Se dice que es una jugada maestra de Francisco para hacer de contrapeso y rebajar el excesivo culto a la personalidad hacia Juan Pablo II, el ‘papa viajero’ (104 viajes a 29 países). Y como una forma de solapar los escándalos surgidos bajo su pontificado, especialmente la pederastia por parte de miembros de la Iglesia.
Es una paradoja que el papa Francisco, que parece decidido a afrontar algunos de los escándalos que vivió la Iglesia durante el papado de Juan Pablo II (pederastia, IOR,…) le haya tocado canonizar a quien -según denuncian quienes los sufrieron- los encubrió. El vaticano ha desmentido esas denuncias, aduciendo que Juan Pablo II “no estaba al corriente”. Sin embargo, en julio de 2013, tras conocerse las intenciones de Francisco de canonizarlo, organizaciones de víctimas de abusos sexuales de México (el país donde Juan Pablo II cosechó mayores fervores) elevaron la voz exigiéndole a Francisco que paralizara el proceso mientras la ONU no se pronunciara sobre la investigación de los casos de abusos sexuales de la Iglesia. Entre los denunciantes está el exsacerdote mexicano Alberto Athié que abandonó el sacerdocio después de que sus denuncias sobre los abusos del fundador de los Legionarios de Cristo, el padre Marcial Maciel (a quien Juan Pablo II propuesto como “modelo y guía de la juventud”) no fueran escuchadas ni en México ni en Roma. “Juan Pablo II se enteró de los casos y nunca quiso hacer nada, prefirió no mover un dedo”, denuncia a su vez Joaquín Aguilar, director de la Red de Sobrevivientes de Abusos del Clero (El País Internacional, 24/07/13).
El proceso de beatificación y canonización de Juan Pablo II (el más rápido de la historia moderna), ya estaba cantado desde antes de morir. Su agonía, tan televisiva, y el tsunami de pancartas proclamándolo ‘Santo subito’ el día de su funeral, preludiaban su canonización: era como un hecho casi consumado. El entonces secretario de Estado, Angelo Sodano (gran defensor de M. Maciel) lo proclamó como Juan Pablo II El Magno: calificativo que la iglesia medieval daba a los santos por aclamación. Un título que no desentona, pues Juan Pablo II (“un papa preconizado en los EE.UU.”) se encontraba cómodo en su papel de jefe de Estado, con honores y agasajos ante los grandes de la tierra: “por eso llegó a decir que, de los viajes, lo más importante para él era su encuentro con los poderosos. Así robustecía el prestigio de la Iglesia” (Juan Arias, periodista). Según Richard Allen, que fue consejero de seguridad del presidente norteamericano, Juan Pablo II fraguó con Reagan “una de las más grandes alianzas secretas de todos los tiempos”. Con él, el estado vaticano estableció relaciones diplomáticas con EE.UU. (1984).
Juan Pablo II sufrió desde niño los totalitarismos de los países del Este. Como Papa contribuyó a la caída del comunismo, aunque su apoyo económico al sindicato Solidaridad está lleno de sombras: parte de ese dinero, según diversas investigaciones de la procuraduría italiana, provenía del IOR (el banco vaticano), de depósitos realizados por organizaciones criminales de la mafia. Mijail Gorbachov manifestó que “Sin Juan Pablo II no se puede entender lo sucedido en Europa a finales de los 80”. Sin embargo, la actitud de Juan Pablo II con los totalitarismos de los dictadores latinoamericanas de derechas, que alardeaban de muy católicos, fue más complaciente. Ellos ordenaron miles de asesinatos y de desaparecidos. Una buena parte de las víctimas eran catequistas, sacerdotes, religiosos y religiosas, entre ellos Monseñor Romero, un obispo de perfil muy conservador que fue un paradigma de conversión: arriesgó su vida, y fue asesinado, por ser ‘la voz de los sin voz’.
También es una paradoja que el papa Francisco, que parece decidido a dotar de mecanismos de transparencia al opaco y polémico IOR (Banco Vaticano) tenga que canonizar a un papa que protegió, dándole más poder al frente del IOR, al polémico obispo Paul C. Marzincus (‘el banquero de Dios’) a quien Juan Pablo I (muerto en circunstancias extrañas a los 33 días de ser elegido), pensaba destituir. Cobra de nuevo actualidad el libro del sacerdote abulense Jesús López Sáez, “El Día de la Cuenta” (The Day of Reckoning) que lleva como subtítulo: «Juan Pablo II a examen», libro que salió a las librerías (en la edición pública, ampliada y actualizada) en 2005 coincidiendo con el anuncio de la beatificación de Juan Pablo II: “Al final de su largo pontificado y ante el insólito proceso de beatificación, al papa Wojtyla se le pide cuenta de la causa de Juan Pablo I y de otros asuntos también importantes”. Es decir, “Se canoniza a uno y no se dice absolutamente nada del otro”. Recientemente, el escritor colombiano Evelio Rosero ha vuelto a poner en el candelero la extraña muerte de Juan Pablo I, en una novela: “Plegaria por un Papa envenenado” (Tusquets, 2014). El Papa Wojtyla, «en lugar de ordenar clarificar la muerte de un Papa que gozaba de una salud de hierro, se encargó de cerrar los ojos».
Otro test para valorar la canonización de Juan Pablo II es su relación con monseñor Romero. Durante su largo pontificado, Juan Pablo II hizo del Vaticano una ‘fábrica de santos’: beatificó a 1340 personas y canonizó a 483 (más que la suma de sus predecesores en los últimos 500 años). Pero no mostró ninguna prisa ni mucho entusiasmo por hacer lo mismo con monseñor Romero; un santo no oficial, canonizado por el pueblo como ‘San Romero de América’; y honrado como tal (fuera de la Iglesia Católica) por otras denominaciones religiosas de la cristiandad, incluyendo a la Iglesia Anglicana que lo incluyó en su santoral: es uno de los diez mártires del siglo XX representados en las estatuas de la Abadía de Westminster de Londres.
Monseñor Romero no tenía muchos apoyos en los palacios vaticanos. Roma le enviaba ‘visitadores apostólicos’. Él decidió ir a Roma, para defenderse de las calumnias de algunos compañeros. En su primer encuentro con Juan Pablo II (mayo de 1979) monseñor Romero le llevó un Dossier con las flagrantes violaciones de derechos humanos en El Salvador. Se cuenta que, cuando iba a entregarle al Papa el Dossier, Juan Pablo II le dijo: “no me traiga muchas hojas que no tengo tiempo de leerlas. Y procure estar de acuerdo con su Gobierno”. Fue un encuentro desolador. Monseñor Romero salió llorando.
“El Papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia. Romero palpó la incompatibilidad de la diplomacia con la verdad evangélica: “las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo” escribe el obispo P. Casaldáliga en su Poema “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro” (servicioskoinonia.org/romero/poesia).
En su último encuentro con Juan Pablo II, enero de 1980, monseñor Romero encontró más acogida. Juan Pablo II le felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros del marxismo incrustado en el pueblo cristiano; a lo que monseñor Romero, con su habitual espíritu de obediencia, respondió que “el anticomunismo de derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo”. Ya lo había denunciado el 15 de septiembre de 1978: “hay un ateísmo más cercano y más peligroso para nuestra iglesia: el ateísmo del capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.
Cuenta el periodista Juan Arias que en el primer viaje de Juan Pablo II a América latina, cuando le mencionó el martirio de monseñor Romero, Juan Pablo II se irritó con él: “Eso aún había que probarlo”. Tras el asesinato de monseñor Romero (24 marzo 1980) Juan Pablo II lo definió como “celoso pastor”. Pero nunca lo elogiaba como mártir. Según Robert E. White, embajador norteamericano en El Salvador (destituido por el presidente Reagan en 1981), Reagan ocultó las pruebas del asesinato de monseñor Romero (Ya, 4-2-1984; El día de la cuenta, pág. 387).
En la capital del país más poderoso de la tierra, a Juan Pablo II ya le han erigido un Santuario Nacional («Culto papal y culto imperial» de Jesús López). (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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