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El pecado “en” la Iglesia y el pecado “de” la Iglesia

El pecado “en” la Iglesia y el pecado “de” la Iglesia
P. Eduardo Bonnín, Sch.P.

Nota introductoria: Escribí y publiqué una primera versión de este artículo hace ya algunos años. Ahora, con ocasión de los recientes acontecimientos de los sacerdotes pedófilos, que tanta angustia están causando, y animado por las palabras de Benedicto XVI en su viaje a Portugal, me ha parecido oportuno revisarlo en una versión corregida, un tanto reducida y aligerada de aparato científico.

Con motivo del Año Jubilar 2000 Juan Pablo II reconoció en diversas ocasiones los pecados de los miembros de la Iglesia y pidió perdón por ellos. Pero ¿hasta qué punto el pecado de sus miembros afecta a la misma Iglesia, de tal modo que no sólo podamos hablar de pecado “en” la Iglesia, sino del pecado “de” la Iglesia?

El Concilio Vaticano II trató el asunto, al menos indirectamente, al afirmar que “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (LG 8e). Es verdad que la LG evita el término de “Iglesia pecadora” (hubiera sido emplear un lenguaje demasiado parecido al de Lutero), pero afirma el contenido objetivo, es decir el hecho de que la Iglesia en sí misma queda afectada por el pecado de sus miembros. Esta realidad queda confirmada en la misma constitución cuando declara más adelante que los pecados de sus miembros “hieren” a la Iglesia (LG 11b).

Un texto parecido se encuentra en el decreto sobre el ecumenismo: “La Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma, de la que ella, en cuanto institución terrena y humana necesita permanentemente” (UR 6a). Aludiendo a los pecados contra la libertad religiosa, la declaración conciliar sobre este tema dice que “en la vida del Pueblo de Dios, peregrino a través de los avatares de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico e incluso contrario a él” (DH 12a). A menos que se haga una distinción ajena por completo al espíritu del Concilio, entre Iglesia y Pueblo de Dios, aquí también se está diciendo implícitamente que la Iglesia es pecadora.

He recordado antes el texto conciliar de la Iglesia “herida” por los pecados de sus miembros. Pero la LG no explica en qué sentido queda herida. Es ya función de la teología el explicarlo. Karl Rahner lo hizo en los siguientes términos:

“La expresión ‘Iglesia de los pecadores’ tiene un profundo significado. No sólo los individuos deben reconocer verdadera y humildemente su condición de pecadores, sino también la Iglesia, pues ella es la comunidad de esos pecadores. Y en cuanto tal comunidad de hombres pecadores redimida y ordenada por Dios (fruto de la salvación), la Iglesia es el instrumento a través del cual Dios obra la salvación en el individuo (medio de la salvación). Si creyéramos que el pecado de sus miembros no afecta a la Iglesia, ésta no sería realmente el Pueblo de Dios, sino una entidad meramente ideológica, con un carácter casi mitológico. Solamente si la Iglesia se concibe a sí misma como ‘Iglesia de los pecadores’, estará constantemente persuadida y logrará una inteligencia profunda de que ella necesita purificarse y debe aspirar incesantemente a la penitencia y a la reforma interna (cf. LG 8). De otro modo, todas las pretensiones de reforma se quedarán en prudentes recetas y en deseos ineficaces, los cuales podrán perfeccionar el derecho de una institución y desarrollar una gran técnica –y táctica- pastoral, pero no se hallarán en el terreno de la vida real, de la verdadera fe y de la Iglesia humana . Si queda en claro que la Iglesia terrena permanece siempre ‘la Iglesia de los pecadores’, entonces se hace perfectamente comprensible el cómo y el porqué es santa, a saber: por la gracia de Dios. Solamente ésta impide que la Iglesia –en cuanto cuerpo total- se aparte de la gracia y verdad divinas; y la hace indefectiblemente santa. Esa gracia obra de un modo especial en aquel momento en que la Iglesia actualiza plenamente su esencia, a saber en la proclamación definitiva de su fe y en los sacramentos” .

La cita ha sido larga, pero creo que nos coloca en el meollo del problema. Para sustraerse al escándalo de una Iglesia “pecadora” a veces se ha querido distinguir entre dos Iglesias, una santa de arriba y otra pecadora de abajo; o se hablaba solamente de la “santidad objetiva de la Iglesia”, es decir la de sus instituciones fundamentales, sus sacramentos y sus enseñanzas, con el fin apologético de mantener las “notas de la Iglesia”. “Sólo hay una Iglesia que es al mismo tiempo, aunque bajo distintos aspectos, santa y pecadora, una ‘casta meretrix’, como fue a menudo llamada desde la época de los padres, siguiendo imágenes del Antiguo Testamento” . Pero la santidad y el pecado no forman parte de la Iglesia en el mismo sentido. La relación entre pecado y santidad en la Iglesia no es una mera yuxtaposición extrínseca de ambos elementos distribuidos entre distintos miembros, sino, por el contrario, la santidad de la Iglesia tiene una clara preeminencia sobre su condición de pecadora. “Si la santidad de la Iglesia es luz, el pecado es su sombra. Si la santidad manifiesta su esencia, el pecado la oscurece. Pero el pecado no emana de la esencia de la Iglesia, sino que irrumpe en ella. Y, por lo tanto, no pertenece, como oscura paradoja, a la esencia de la Iglesia, sino que hay que adscribirlo a su negación”.

Resumiendo, la santidad y el pecado no tienen la misma relación para con el fondo esencial de la Iglesia y no pertenecen a ella de igual manera. La Iglesia es “indefectiblemente santa” (LG 39), pero no es indefectiblemente pecadora.

Por otra parte, aunque debido al tema que estamos tratando, he insistido en la pecaminosidad de la Iglesia, no quiero de ningún modo negar la santidad que se ha manifestado y continúa manifestándose en muchos de sus miembros, muy especialmente en María como expresión cumplida, ya en su vida terrena, de la Iglesia “sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). Pero ya Santo Tomás afirmaba: “La Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga, es el último fin hacia el cual somos conducidos por la pasión de Cristo. Esto, pues, se realizará en la patria celestial, no en esta vida”.

LA IGLESIA PENITENTE

Porque está “necesitada de purificación” –afirma la LG- la Iglesia “avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (n° 8c). La Iglesia, pues, no sólo es un instrumento de gracia a través de sus sacramentos para la reconciliación entre Dios y los seres humanos, sino que ella misma está llamada al arrepentimiento, a la penitencia, a cambiar todo aquello que en ella oscurece la presencia del Reino de Dios. Pero como la iglesia es una realidad concreta, son todos sus miembros, aun aquellos que no participan de la gracia y de la vida de Dios, los que tienen que esforzarse para que, luchando contra el pecado, y a través de una continua conversión y renovación de sí misma, intente superar estas situaciones de injusticia que se encuentran en el interior de su realidad viviente. Es por esto que podemos decir que la Iglesia es sujeto de la conversión y de la penitencia, lo cual debe llevar consigo el que las actitudes de humildad, de contrición y de servicio prevalezcan sobre las actitudes de superioridad y de prepotencia. Este conocimiento de saberse necesitada de perdón se expresó en diversos documentos del Vaticano II, por ejemplo en la Gaudium et spes cuando se declara que en la génesis del ateísmo moderno “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral o social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (n° 19c). El mismo sentido penitente se expresa en la misma constitución cuando se deplora, aludiendo al caso Galileo, que la oposición entre la ciencia y la fe que muchos han establecido es debido a “ciertas actitudes que, por no comprender el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos” (n° 36b).

Más claramente se manifiesta el espíritu de contrición cuando el Vaticano II pide perdón “a Dios y a los hermanos separados” por las faltas cometidas contra la unidad de la Iglesia (UR 7b). Finalmente recordemos el texto, ya citado, de la declaración sobre la libertad religiosa en que el Concilio confiesa que en esta materia se ha dado en la vida del Pueblo de Dios “un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico e incluso contrario a él” (DH 12a) y el párrafo de la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en que se deploran “los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos” (NE 4g).

Sin embargo, cuando pienso en la Iglesia pecadora, no puedo olvidar que “yo soy la Iglesia”. No es válido el acusar a la Iglesia desde fuera, cuando se trata de los cristianos. Dice Karl Rahner: “Si el pecado en la Iglesia llamase por de pronto a nuestra conciencia los propios pecados; si nos aclarase para nuestro propio estremecimiento que también nuestros pecados son pecados de la Iglesia, que todos contribuimos con nuestra parte a su pobreza y a su indigencia; que así vale, aunque nuestros pecados no tengan su sitio en ninguna crónica de escándalos eclesiásticos; entonces nos encontraremos en la auténtica actitud, a saber, en la cristiana, para ver en su luz verdadera los pecados de la Iglesia. Tal vez entonces, en tanto está en nuestro poder y es nuestra obligación, ansiaremos, lamentaremos, combatiremos e intentaremos mejorar… Soportaremos el escarnio de la Iglesia y lo padeceremos como propio, ya que –queramos o no queramos- a ella pertenecemos y en ella hemos pecado” .

LA IGLESIA QUE OFRECE EL PERDON
El fruto del sacramento de la penitencia no sólo es la reconciliación con Dios, sino también la reconciliación con la Iglesia “herida” por el pecado de sus miembros. “El cristiano que peca, peca contra su eclesialidad substancial y contra la Iglesia” . Este sentido eclesial lo vivió intensamente la comunidad cristiana de los primeros siglos. Es imposible, de hecho, comprender la antigua disciplina penitencial si no se tiene ante los ojos este aspecto eclesiológico del pecado. Los que ahora lo han olvidado son los que dicen que es suficiente confesarse directamente con Dios. En su práctica penitencial la antigua Iglesia no es sólo la representante de Dios, que ayuda al pecador a despojarse de su culpa ante la divinidad, sino que es ella misma la que reacciona ante el agravio que le ha sido infligido. De hecho, muchos teólogos afirman que la reconciliación con Dios es el efecto de la reconciliación con la Iglesia. Esta readmite en su comunión plena al pecador arrepentido, lo reintegra en la comunidad y, a través de esta reintegración, lo reconcilia con Dios .

También Karl Rahner ha tratado con su peculiar estilo este sentido eclesial de la penitencia con las siguientes palabras:

“El que haya comprendido esto reconocerá también que la protesta más auténticamente cristiana contra el pecado en la Iglesia consiste en acusarse a sí mismo ante la Iglesia, ante la que uno se ha hecho culpable por sus propios pecados (grandes y pequeños). Desde que el Verbo de Dios se hizo hombre y en su santo Espíritu se ligó perpetuamente con la comunidad de los redimidos, el tibi soli peccavi del salmo penitencial no tiene ya la resonancia de un individualismo solitario. Ya no quiere decir: mis relaciones con Dios en el bien y en el mal conciernen a mí y a Dios y a nadie más. Esto concierne a mí y a Dios. Y por eso a todos. ‘Yo pecador me confieso a Dios… a todos los santos y a vosotros hermanos, porque he pecado’. No haría falta ni sería posible confesarse a los hermanos si no se hubiera pecado también contra ellos con todo pecado que se debe confesar” .

Por otra parte, en la acción sacramental de la penitencia se verifica de un modo singularmente ejemplar la caridad de la Iglesia. En el perdón que la Iglesia concede al pecador se hace presente el amor de la “Santa Madre Iglesia” hacia sus miembros más débiles y necesitados. A través de la reconciliación sacramental la Iglesia cumple el precepto divino del perdón mutuo de las ofensas y ofrece el testimonio de la misericordia de los cristianos como instrumento y signo de la misericordia divina.

Porque todo el cuerpo se siente solidario con el miembro enfermo (cf. 1 Cor 12,26), el amor se vive en la Iglesia de forma visible y mistérica a través del sacramento de la penitencia, en el que el perdón y la caridad de Dios se entrelazan con el perdón y la paz de la Iglesia.

El aspecto eclesial del sacramento de la penitencia (en cuanto la Iglesia es la que pide perdón y la que ofrece el perdón) ha sido especialmente resaltado por el ritual de la penitencia, fruto de la reforma del Concilio Vaticano II. Pero el aspecto penitencial de la Iglesia no se reduce al sacramento: “La Iglesia cuando comparte los padecimientos de Cristo y se ejercita en las obras de misericordia y caridad, va convirtiéndose cada día más al evangelio de Jesucristo y se hace así en el mundo signo de conversión a Dios. Esto la Iglesia lo realiza en su vida y lo celebra en su liturgia” .

He tratado el tema del pecado “de” la Iglesia y “en” la Iglesia sobre todo a partir de los datos del Vaticano II. Pero conviene tener presente que esta cuestión no es una novedad. En un amplio y profundo estudio titulado Casta meretrix Hans Urs von Balthasar mostró hace ya bastantes años cómo el pecado de la Iglesia es un teologúmeno antiquísimo cuyos rastros pueden seguirse ya en el Antiguo y el Nuevo Testamento y en las enseñanzas de los Santos Padres y de los teólogos medievales . En dicho trabajo se indica cómo para la teología de los primeros siglos las diversas escenas de la Sagrada Escritura referentes a los pecadores tuvieron gran importancia en orden a la concepción de la naturaleza de la Iglesia. Personajes bíblicos como Eva; Rahab, la prostituta; la esposa de Oseas (otra prostituta); la Jerusalén del Antiguo Testamento, tal como es presentada en los profetas, especialmente por Ezequiel 16; Tamar, la mujer que finge ser una prostituta y tiene relaciones con su suegro Judá; la ciudad de Babilonia; la prostituta de Lucas 7; la samaritana; María Magdalena; todas ellas se convierten para los antiguos escritores cristianos en figuras de la Iglesia, al menos por lo que se refiere a su origen.

Entre los muchos textos que presenta Von Balthasar citemos sólo éste de San Hilario: “La Iglesia está compuesta de publicanos y pecadores y de gentiles. Unicamente su segundo celestial Adán no pecó. Pero ella misma es pecadora, y es salvada al dar a luz hijos que perseveren en la fe” .

Por este texto y por muchos otros que aduce, Von Balthasar dice en los últimos párrafos de su largo trabajo:

“Que la Iglesia de Cristo, elegida por El para ser santa e inmaculada, sin mancha ni arruga de ningún tipo, elegida por Dios desde la eternidad para recibir la fe en santidad y pureza, que esta Iglesia sea un cuerpo de pecado, manchada, tan mísera y perversa que incluso en sus manifestaciones más auténticas aparezca ampliamente su miseria moral: esto, decimos, es incomprensible. Y, sin embargo, así es verdaderamente. El santo Cuerpo místico de Cristo es un cuerpo en el que se está realizando la redención sin haberse realizado ya completamente; el pecado permanece, pues, siempre presente y activo” .

Quisiera terminar este artículo con otra cita-homenaje a Karl Rahner en el vigésimo quinto aniversario de su fallecimiento que acabamos de conmemorar. Ojalá sean palabras que ayuden a devolver la paz a los que se han visto perturbados por los recientes acontecimientos que han sacudido a la Iglesia. Me refiero al escándalo de los sacerdotes abusadores sexuales de niños. Pero teniendo en cuenta que éstos no son los únicos pecados de la Iglesia. Son las líneas con que termina uno de sus artículos sobre el tema que aquí he tratado, refiriéndose a la Iglesia encarnada en la mujer adúltera de que habla el evangelio de Juan (8,1-11):

“’Señor esta mujer ha sido atrapada en flagrante adulterio. ¿Qué dices sobre ello?’. Y la mujer no podrá negarlo. Es un escándalo. Y no hay nada que embellecer. Piensa en sus pecados que realmente ha cometido, y olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la oculta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negarlo. Es la pobre Iglesia de los pecadores, Su humildad, sin la cual no sería santa, sabe sólo de su culpa. Y está ante aquel al que ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero calla. El escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se apagará y con ella su culpa. Calla un pequeño rato que nos dura, que parecen miles de años. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores junto a ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano, uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la cortesana, su esposa, y le preguntará: ‘Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?’. Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: ‘Ninguno, Señor’. Y estará extraña y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: ‘Tampoco yo te condenaré’. Besará su frente y hablará: ‘Esposa mía, Iglesia santa’” .

P. Eduardo Bonnín, Sch.P.

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