Ayer, gracias a Pablo Domínguez, tuve una de las experiencias más felices de mi vida. Sé que va a ser imposible que pueda transmitirlo con fidelidad, y que sólo quien lo haya vivido podrá comprenderme. Aún así, me arriesgo a contarlo, confiando en que lo poco que pueda transmitir sirva de estímulo a quien lo lea.
Ayer pasé la tarde en el Convento de las Hermanas Clarisas de Aguilera, que muchos conocen como “las monjas de Lerma”, otro convento vecino de la misma orden. Cinco horas sumergido en felicidad, en alegría, en paz y en buen humor. Cinco horas para romper, en los primeros cinco minutos, cualquier prejuicio o tópico sobre las monjas. Cinco horas de ternura y de belleza, de sencillez. Cinco horas de besos, abrazos, caricias y sonrisas. No es una metáfora y, por eso, lo repito: besos, abrazos, caricias y sonrisas. Cinco horas de bromas y tomaduras de pelo. Aplausos, risas, lágrimas… canciones, bailes, oraciones. Ternura y más ternura. Ojos preciosos, sonrisas abiertas, juventud. Cuesta creer que no haya un patrón mínimo de belleza física para poder ser monja allí. ¡Son todas guapas! Son súper-guapas, una pasada… Por la mañana, hablando con una periodista, dije que “Dios no hace selección de personal, se pone al servicio de todos”. Hoy debo añadir un matiz, porque estoy convencido de que Dios sí hace selección de personal, al menos para entrar en el convento de clarisas: son todas guapas. Que vaya un director de casting de una agencia de modelos y lo compruebe. Belleza y más belleza.
Tuve el privilegio de ver con ellas LA ÚLTIMA CIMA, con la banda sonora improvisada y espectacular de sus carcajadas, aplausos… y el silencio aplastante de las lágrimas. Porque querían y quieren mucho a Pablo Domínguez, su confesor, su amigo, de quien me contaron sucesos dignos de empezar la segunda parte de esta película.
Me fui de Lerma con alegría y con pena: ¡cómo cuesta despedirse de ellas! Es como conectarse a la corriente durante unas horas para luego, con las pilas cargadas, sentirte capaz de enfrentarte a todo. Pablo Domínguez fue a Lerma durante cinco años, un día cada semana. Me bastaría ese dato para comprenderlo todo. Quien pasa por Lerma, se come el mundo. Si los abrazos, los besos, las canciones, los bailes… son capaces de tocarte el corazón y dejártelo como el requesón… rezar con las monjas, asistir a misa con ellas… te deja hecho papilla. Nunca en mi vida me habían invitado a postrar mi cabeza en el vientre embarazado de la Virgen María. ¡Físicamente, no como un juego de palabras hermoso! No me habían invitado nunca a depositar en las manos de la Virgen, cruzadas ante su pecho, todas mis inquietudes y deseos. Nunca hasta ayer había tocado y sentido el palpitar del corazón de la Virgen, mi mamá del cielo. Nunca, hasta ayer, había sentido el calor de su regazo. En Lerma no hay esculturas de madera o de metal. Ni monjas de cartón. En Lerma todo está vivo, todo tiene la temperatura del corazón amable de Dios. Hoy sólo puedo dar gracias a Dios, a Pablo, a Sara, a Verónica, a Esther, a Paloma, a Inés, a Ana… suma y sigue hasta 150 agradecimientos, uno por uno.
Hago esfuerzos titánicos por no abrir las cajas de chocolates que me regalaron para mis hijas, a las que veré mañana. Si son tan dulces como las mujeres que lo han hecho… me dará mucha alegría y mucha pena terminar de comérmelos. ¡Quiero volver a verlas! ¡Tengo 150 hermanas nuevas en mi familia!
Juan Manuel Cotelo
Director de LA ÚLTIMA CIMA
INFINITO + 1