EL CELIBATO DENOSTABLE

JOSÉ Mª RIVAS CONDE, corimayo@telefónica.net
MADRID.

ECLESALIA, 06/07/10.- Los casos últimamente divulgados, tanto de masivos incumplimientos de la ley del celibato en áreas geográficas determinadas, como, sobre todo, de pederastia entre el clero de varios países, han reavivado, en unos, la oposición a la ley del celibato y, en otros, el celo por el castigo de los culpables. No parece que pueda uno aliarse sin más, ni con unos, ni con otros. Por el riesgo que hay, por un lado, de que la abolición demandada sea valorada como acción presionada por una situación coyuntural y, por el otro, el de seguir alimentado una concepción de la sexualidad, cuando menos poco realista.

Aunque la oposición a la ley se haya reavivado con ocasión de esos quebrantamientos, ni ella ni éstos son ocasionales y exclusivos de nuestra época; ni cabe en modo alguno que las violaciones de una norma sean motivo válido para su exclusión de un ordenamiento jurídico, en este caso el eclesiástico-canónico. Lo único que ellas pueden justificar, de ser frecuentes y serias, es la urgencia de derogar la ley, sólo en el supuesto de tratarse de un precepto del que se puede prescindir y más aun –de ser él eclesial– si resulta que en sí mismo es inválido en orden a la vida eterna. Así lo es sin duda alguna la atadura del celibato, conforme a lo expuesto en mis escritos anteriores “¿No será que en la iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA, 16/10/09) y “El celibato inválido” (ECLESALIA, 04/06/10).

Para asegurarse de que los quebrantamientos del celibato se han dado en todas las épocas y que han sido todo lo numerosos y graves que se dice, basta con asomarse a la ingente multitud de documentos históricos que hablan de ellos, así como de las sanciones reiterativamente decretadas contra los infractores. Aunque también podría remitir a colecciones sistemáticas de muy rancio abolengo, me limito a los documentos oficiales, los cuales incluso han sido invocados y exhibidos, más de una vez, en prueba irrefutable de la permanente solicitud de la iglesia, por atajar los “deslices” sexuales entre el clero de todas las épocas.

Me refiero a los de sínodos diocesanos y regionales, a los conciliares y a los pontificios en su pluralidad de formas: decretales, encíclicas, breves, constituciones apostólicas, instrucciones, etc. Todos ellos son como acta notarial fehaciente. No se puede pensar que faltaran a la verdad; ni menos que se pusieran de acuerdo para hacerlo, habiendo vivido sus autores en lugares y tiempos distanciados y tenido los más un celo extremado en no dar pie a escándalo. Tampoco cabe que en ellos se normara tan reiteradamente por simple afán académico de teorizar, en vez de hacerlo en atención a lo que sucedía y se sabía reiterado y reiterable. Teorizar no es cosa que haga ningún legislador al ejercer su función.

Por no alargarme en demasía, citaré aquí sólo dos documentos testigos de lo más depravado, que –dicho sea de paso– son los únicos que yo conozco; pero que ellos solos bastarían, aunque hubiere alguno más por mí desconocido. Al aducirlos, sólo pretendo evitar que esa excesiva solicitud por evitar un escándalo, más alboroto que inducción a pecado, impida afrontar el problema en su ser verdadero y en sus auténticas dimensiones.

El más remoto de esos documentos es el canon 11 del Concilio Lateranense III (1179), el cual estableció penas con las que sancionar y combatir, no sólo la incontinencia “normal” de los clérigos, sino también los llamados vicios contra naturam, que se daban entre algunos entonces, momento eclesiástico de gran rigor represivo.

El más reciente, la Instrucción del 9 de junio de 1922, en principio sólo para los Ordinarios; pero que luego –al parecer hacia 1937– fue dada a conocer a los profesores de teología moral, advirtiéndoles la conveniencia de que llegara a conocimiento del clero y fuera incorporada a los manuales de la materia, como efectivamente se hizo. Con ella el Santo Oficio trató de atajar aquellos mismos vicios contra naturam y otros actos aberrantes, entre los que expresamente cita el trato sexual «con impúberes de cualquier sexo».

Toda esa historia de frecuentes violaciones del celibato, aunque sólo en ocasiones hayan sido extremas, da lugar a un apremio por abolir la ley, sin parangón con el podría analizarse respecto de otras ataduras, tan derogables y tan inválidas en orden a la salvación eterna como ésta. Pondré un ejemplo de los más claros: la originable de los quebrantos del ayuno previo a la comunión, que muchos de nosotros conocimos de niños: si se cumplía, se comulgaba; y si no, no se hacía. El asunto no pasaba de ahí en el ámbito de lo legal, y sólo podía enturbiarlo uno mismo con algo extrínseco al precepto, como podría ser la retorcida intención de profanar el cuerpo del Señor, tal cual entonces se consideraba que era comulgar sin observar ese ayuno. Sin embargo la violación de la ley del celibato siempre constituye en sí misma, se tenga o no intención de ello, grave lesión al amor que sintetiza la Ley y los Profetas (Mt 7,12); salvo tal vez en casos inadvertidos de los que no quiero hablar aquí, por no apartarme del tema.

La forma más expeditiva que se me ocurre de presentar con claridad esta urgencia de derogación, supuesta como digo la intrínseca invalidez de la ley respecto de la eternidad, es como por comparación. Si consta, como en este caso, que una señal de “tráfico”, puesta en una de las curvas de la carretera de la Vida, advierte de un riesgo inexistente de despeñarse hacia la muerte eterna, y sucede que ella es ocasión de graves y muchos accidentes, no es admisible que no apremie a “los encargados de la seguridad vial” el deber de retirarla de inmediato, aunque la señal fuere tenida por tesoro artístico tradicional de inestimable valor , y aunque no llegaran los accidentes al atropello y a la felonía de la pederastia. De lo contrario, difícilmente se librarían ellos de muy serio reproche, ni de quedar inmersos por completo en responsabilidad subsidiaria. Por supuesto, sin que por ello los conductores resultaran exonerados de su propia culpa por conducir temerariamente; ni libres de la sanción pertinente, ni de la congruente reparación del daño que hubieren podido causar.

La condición de ocasión de múltiples y graves “accidentes”, que afecta a la disciplina celibataria, es motivo cumplido, no sólo para excluirla del ordenamiento canónico; sino además para denostarla y “maldecirla”. Y así lo entendió rápidamente la iglesia persa del siglo V, ante las fornicaciones, adulterios y graves desórdenes que padecía con ocasión de las restricciones clerogámicas vigentes en su demarcación. Tanto, que reunida en el concilio de Beth Edraï (486), reprobó que se impidiera a los clérigos casarse, infamando esta norma como una de “esas «tradiciones nocivas y gastadas» a las que debían poner fin los pastores”.

En consecuencia, ella anuló en su territorio la ley de continencia conyugal –la que había decretado un siglo antes el papa Siricio, como ya dije en mi anterior escrito, para los tres grados del orden sacerdotal de la iglesia universal–, e invocando diversos textos bíblicos en aval suyo, ordenó a sus obispos no imponer esas dos obligaciones a su respetivo clero, al tiempo que autorizaba expresamente el matrimonio a los ordenados célibes, la vida marital a los clérigos casados y casarse de nuevo a los que enviudaran tras la ordenación. Y todo esto lo extendió once años después, en su concilio de Seleucia-Ctesifonte, incluso al “Catholicós”, título que se daba entonces a los patriarcas de las iglesias orientales desmembradas del Patriarcado de Antioquía.

Al no haber podido acudir directamente a las fuentes, sino únicamente a la reseña que hace H. Crouzel en “Sacerdocio y Celibato” (BAC. 1971. Págs. 292-293), no he podido saber si su expresión general, «graves desórdenes», se refiere a los causados sólo por las fornicaciones y los adulterios que menciona, o también por actos sexuales de otra índole. Pero es un dato que no altera el valor ejemplar de la repulsa radical de la iglesia persa de toda restricción clerogámica. Es más, de no haberse dado en ella las perversiones constatadas en la latina, acrecería ese valor, en cuanto que para la decisión “de retirar la señal de tráfico” de falso peligro, le habrían bastado “accidentes” no tan extremadamente graves como algunos de los de occidente.

El contraste entre la inmutabilidad occidental y la prontitud de reacción de la iglesia persa –sólo un siglo frente a dieciséis que ya van corridos y lo que reste–, tal vez pueda deberse, al menos en parte, a una diversa concepción subyacente de la sexualidad. Pero entrar ahora en esto me obligaría a largarme otro tanto. Lo dejo para una próxima ocasión, aunque aquí quede sin aclarar el riesgo de seguir alimentando una concepción inexacta de la sexualidad, al que me referí al principio. Es asunto que puede ayudar a entender las dos reacciones históricas ante los serios y permanentes quebrantamientos de la ley del celibato y, tal vez también, el motivo por el cual resulta ésta ocasión hasta de muy graves “accidentes”.

Fuere así o no, esa sola última realidad histórica parece ya razón suficiente para valorar la disciplina celibataria a la manera de sal desalada, que no sirve para nada, salvo «para ser tirada fuera y ser hollada por los hombres» (Mt 5,13). Ni, desde fuera de todo lo que se nos inculcó de niños –como tanto he repetido– tampoco parece pueda entenderse que se blasone de entrañas de misericordia, cuando se hace alarde de exigencia del castigo de los “accidentados” con ocasión de ella, en vez de retirar esa inútil y funesta “señal de tráfico”, al menos en aplicación de aquello que se nos dijo: “Andad y aprended qué quiere decir «Misericordia quiero, que no sacrificio»” (Mt. 9,13) (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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