El anuncio de la resurrección
Ciertamente Jesús les había anunciado varias veces que después de su muerte resucitaría (Mc 8,31ss; 9,31ss; 10,34ss).
Pero este anuncio no pareció calar en la mente de los discípulos. Su muerte les provocó un dolor tan profundo como para anular toda esperanza. Por eso el Resucitado tuvo que reconquistar su confianza a través de una larga pedagogía de encuentros y de pruebas sobre su nueva realidad: tuvo que hacerse tocar por Tomás (Jn 20,27), caminar (Lc 24,15), comer con ellos (Lc 24,30 y 43; Jn 21,10-12). Y son frecuentes las reprensiones de Jesús resucitado frente al estupor y la incredulidad de sus discípulos: “¡Qué necios y qué torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” (Lc 24,25-26); “¿Por qué se alarman? ¿Por qué surgen dudas en su interior?” (Lc 24,38). Es ejemplar el episodio de los discípulos de Emaús, que se alejan de Jerusalén tristes y desilusionados por el naufragio de sus sueños: “Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto” (Lc 24,19-21).
El acontecimiento de la resurrección les resultó, pues, totalmente inesperado. Y fue la luz de la Pascua la que les permitió comprender la verdadera realidad de Jesús. Entonces pasaron de un conocimiento superficial e incompleto a la confesión convencida y el anuncio infatigable, hasta la entrega de la propia vida. La resurrección restituyó a Pedro y a sus compañeros la fe y el entusiasmo por Jesús, convirtiéndoles en difusores tenaces y perseverantes del Evangelio de salvación.
A partir de aquel acontecimiento, la Buena Noticia se concentra en un hecho fundamental: Jesús ha resucitado (Hech 2,14-39; 3,13-16; 4,10-12). Y esta centralidad se observa sobre todo en el apóstol Pablo. A los fieles de Corinto, que albergaban dudas sobre la realidad de la resurrección, les escribe con gran sinceridad: “Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros” (1 Cor 15,14-15).