La parábola del “hijo pródigo” cambia todo un esquema teológico. Jesús la dice respondiendo a las murmuraciones de los escribas y fariseos: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos”.
Para los fariseos los pecadores habrían de convertirse y cambiar de vida para poder ser acogidos por Dios; sin embargo Jesús cambia radicalmente su relación con los pecadores: sale a su encuentro, los acoge, los ama, incluso come con ellos y es precisamente ese amor gratuito y misericordioso de Jesús el que los convierte.
Jesús sabe que el Padre Dios hace salir el sol sobre buenos y malos, por eso él ofrece su abrazo y la fiesta del perdón tanto a los que creen que no tienen perdón, porque están fuera de la casa paterna, de la Iglesia, como a los cumplidores, a los que estando dentro de ella, lo están por costumbre o por cumplimiento.
El cristiano cumplidor, pero mediocre, encarna tristemente la figura del hermano mayor de la parábola.
Por una parte tiene manjares suculentos y vinos de solera, tiene la Palabra, la Eucaristía, el testimonio de los grandes creyentes, la oración, pero su vida es triste, cumple como cristiano refunfuñando y con espíritu mezquino, no por amor.