Detrás de Jesús
Jesús pasó algún tiempo recorriendo las aldeas de Galilea.
La gente sencilla se conmovía ante su mensaje que hablaba de un Dios bueno y misericordioso, los pobres se sentían defendidos, los enfermos y desvalidos agradecían a Dios su poder de curar y aliviar su sufrimiento.
Sin embargo Él tenía que anunciar la Buena Noticia de Dios y su proyecto de un mundo más justo en Jerusalén, centro de la religión judía y sabía que esto era peligroso que «allí iba a padecer mucho».
Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Le horroriza imaginar a Jesús clavado en una cruz. Sólo piensa en un Mesías triunfante. A Jesús todo le tiene que salir bien. Por eso, lo toma aparte y se pone a reprenderle: «No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte».
Jesús reacciona con una dureza inesperada y le dice: «Apártate de mí Satanás», ocupa tu lugar de discípulo y aprende a seguirme, no te pongas delante de mí para desviarme de la voluntad de mi Padre. Ya no llama a Pedro «piedra» sobre la que edificará su Iglesia; ahora lo llama «piedra» que le hace tropezar y que le obstaculiza el camino que debe seguir.
La gran tentación de los cristianos es siempre imitar a Pedro: confesar solemnemente a Jesús como «Hijo del Dios vivo» y luego pretender seguirle sin cargar con la cruz, vivir el Evangelio sin renuncia ni coste alguno, colaborar en el proyecto del reino de Dios y su justicia sin sentir el rechazo o la persecución.
Seguir los pasos de Jesús siempre es peligroso. Quien se decide a ir detrás de Él termina casi siempre envuelto en tensiones y conflictos, será difícil que conozca la tranquilidad, sin haberlo buscado se encontrará cargando con su cruz, una cruz en la que se encontrará con su paz y su amor inconfundible.