Por J. M. Zuzunegui Garmendia,
profesor emérito de la Facultad de Teología de Vitoria-Gazteiz 10 04 22
«Los tiernos desvelos del Papa actual para con la mínima minoría lefebrista desatan rumores de que prepara una reforma de la Reforma del Vaticano II»
De los veintiún concilios de la historia, el Vaticano II, es por mucho el más ‘cristiano’ de todos ellos. Lo precedió una pléyade de teólogos, biblistas e historiadores, liturgistas y ecumenistas, fenomenólogos y filósofos de la religión, sociólogos e incluso expertos en psicología religiosa.
Todos ellos, gente de Iglesia, lo pedían unos callando y sufriendo y otros requiriendolo con impaciencia. Otra pléyade de cristianos santos, como Antonio Rosmini, John Henry Newman, Maurice Blondel, Paul Couturier y un largo etc., lo suplicaba ardientemente en la oración. Lo convocó un Papa humilde, uno de los papas más sorprendentes y amados de la historia. Nuestra generación disfrutó con aquellos cuatro años de claridad de lenguaje. Promovió, quizá por primera vez, una saludable opinión pública en la Iglesia entera.
Participaron 2.540 obispos, de los cinco continentes. Les asesoraron 480 teólogos. Oficialmente invitados, estuvieron presentes auditores y auditoras y, más aún, representantes del Protestantismo y de la Ortodoxia. Esto último lo hacía también el más ecuménico de todos los concilios. Se quería reconciliación y no condenas. Se anhelaba el milagro de la unión.
Celebró 10 sesiones, desde el otoño del año 1962 al de 1965. Produjo 16 documentos: 4 constituciones: sobre Liturgia, Iglesia, Revelación Divina, Iglesia ante el mundo contemporáneo; 9 decretos: sobre Medios de comunicación social, Iglesias Orientales, Ecumenismo, Obispos, Religiosos, Formación sacerdotal, Laicos, Misiones, Ministerio y vida sacerdotal; 3 declaraciones: sobre Educación cristiana, Religiones no cristianas, Libertad religiosa.
Hubo sinceridad y decisión. También reconocimiento y propósito de enmienda de cara a aspectos deficitarios de la historia de la Iglesia. Hubo tensiones y luchas –una de ellas inicial y decisiva de cara a la libertad de la propia asamblea–. Se padecieron ciertos suspenses patéticos que, aunque no todos, se superaron felizmente.
Hubo una minoría artera y una gran mayoría un tanto autocomplaciente y, bastante ingenua, de cara al futuro del Concilio dentro de la misma Iglesia. En conjunto, aunque con limitaciones, fue un Concilio honrado y valiente. Proporcionó novedades –innegables y muy importantes–, como la afirmación de la dignidad y misión del episcopado universal superando el monolitismo papal del Vaticano I, las nuevas actitudes ante las religiones no cristianas, los judíos y la libertad religiosa.
Los padres conciliares y sus asesores otearon el planeta en toda su redondez. Pero no se hicieron eco directo del significado atroz de las dos Grandes Guerras todavía cercanas al Concilio ni del horrible holocausto de judíos y no judíos. Y lo más extraño, no avistaron el tsunami cultural, que sobrevenía de horizontes remotos y próximos, y que, coincidiendo en fecha con la clausura del Concilio, iba a echarse sobre todo el planeta, transtornando sensibilidades e ideas, estructuras e instituciones. También entra en la Iglesia y desdora los frutos –reales o deseados– y hasta la memoria y valoración del Concilio. Al más sano y bueno de los Concilios de la historia se le cruzó esta dura adversidad.
E. Hobsbawm, historiador especializado en el Siglo XX, dice a este respecto: «Desde el año sesenta y cinco del pasado siglo, estamos inmersos en una revolución, la más profunda desde la Edad de Piedra –revolución no política, ni social, ni económica, sino antropológica–. Revolución que incide sobre todo en el trastueque de las relaciones humanas».
Provocó de inmediato numerosos efectos adversos al espíritu y a los deseos del Concilio. Los padres conciliares de ‘la minoría’ se crecen, se permiten espantarse para atribuir sin más tales desafueros al propio Concilio. La Jerarquía suprema, bien pronto turbada también, cae en la trampa de confundir el Concilio y sus efectos con el tsunami cultural y sus letales influencias.
En vez de enrocarse en los indubitables valores espirituales y pastorales del Concilio, cae en un cierto resentimiento contra él. El Concilio ansió una relación nueva de la Iglesia con el mundo, fundada sobre su propia humildad. Pues bien, ahora la Jerarquía vuelve a reaccionar con su endémica prepotencia. Cultiva un narcisismo mayor de cara al universo mundo. Por ese medio trata de reafirmarse a escala mundial. No le es fácil ocultar su desafección por el Concilio y se dedica a capearlo. Descansa en los Nuevos Movimientos, privilegiándolos.
Estos, junto a evidentes valores positivos, se caracterizan por un papalismo a ultranza y un maximalismo mariano. Identificándose con estos movimientos, la Jerarquía contribuye a una mayor escisión interna de la Iglesia, en vez de solventarla con una pastoral inteligente de la comprensión y del abrazo universal. Discrimina. Recrimina. Opta por medidas drásticas. Razón tenía el Cardenal Pironio: «Roma no quiere obispos santos ni sabios, sino sumisos». Eran tiempos de Juan Pablo II. Era la involución. El ‘oscuro invierno’ que lamentó bien pronto Karl Rahner.
Los tiernos desvelos del Papa actual para con la mínima minoría lefebrista desatan rumores de que prepara una reforma de la Reforma del Vaticano II. Algo quiere decir –noticia muy reciente– que en Milán dos cardenales -jesuitas los dos-, Martini y Tuchi patrocinen la creación de un portal de internet: ‘www.vivailconcilio.it’. Iniciativa de inmediato apoyada por otros altos prelados y teólogos. También nosotros, a pesar de todos los pesares de dentro y de fuera, nos reafirmamos en aquello tan conciliar: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la humanidad de hoy, sobre todo de los pobres y de todos cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo». Proclamamos también nosotros: ¡Viva el Concilio Vaticano II !