EN LA BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II, EL GRANDE
Roma, 1 de Mayo de 2011
Queridos diocesanos:
La Iglesia reconoce y proclama hoy lo que era la voz del pueblo: el Papa Juan Pablo II vivió las virtudes cristianas de modo heroico, por lo que es un modelo para los cristianos y para todos los hombres y mujeres de buena voluntad; a él podemos recurrir pidiendo su intercesión. Esto, en definitiva, es lo que significa la declaración de uno de nosotros como Beato.
Mucho se puede decir, como muchos son los aspectos que habría que destacar en la vida del polaco, Karol Wojtyla, el eslavo que llegó a la silla de Pedro, y que ha marcado, sin duda, los últimos años del segundo milenio cristiano. Un pontificado que se desarrolló durante veintisiete años; un pontificado marcado por la vida y actividad de un hombre joven, deportita y vital, que ni el asalto de la violencia, que minó su fortaleza física, pudo con su ser de luchador de Dios.
Escritos, discursos, viajes, gestos significativos… Todo lo que constituye su gran pontificado se resume en una palabra: Juan Pablo II era un hombre de Dios.
Leer la biografía de este hombre es enfrentarse con lo más profundo y lo más radical de la historia del pasado siglo XX. Mirando su trayectoria vital, hemos de afirmar que era el hombre que Dios había elegido y preparado para conducir a la Iglesia al tercer milenio de su historia.
Nacido en una familia católica, como la mayoría de los polacos, crecido en una espiritualidad profunda y sincera, muy pronto experimentó la orfandad; niño sin madre y joven sin padre, tampoco su único hermano pudo sobrevivir, se unió fuertemente al Señor y con un amor filial entrañable, que marca su vida y su espiritualidad, su amor entrañable a la Virgen –Totus Tuus-. De joven experimentó la vida de obrero en la mina y en la fábrica; adelantado estudiante de la lengua y la cultura de su país, tuvo verdadera pasión por el teatro, al que dedicó parte de su tiempo, en un momento de verdadero acoso ideológico.
Wojtyla ha vivido y sufrido en su propia carne lo que suponen regímenes políticos que acaban con la dignidad del hombre en nombre de la libertad; todo por el hombre y para el hombre, pero al servicio de una ideología y del poder que la representa; y aquí no hay lugar para Dios. El joven polaco va comprendiendo que cuando Dios no está en el escenario de la vida personal y social, entonces es fácil manipular y acabar con la esencia misma de la humanidad. Sólo cuando Dios está, el hombre puede vivir en verdad y libertad.
Esta mirada contemplativa a todo lo que lo rodea se ve sorprendida por la llamada de Dios a ser sacerdote. No es una inclinación natural. Tampoco es un camino sin más para luchar por la libertad de su pueblo. Es una llamada a estar con el Señor y a ser signo de su presencia en medio del mundo. En la cladestinidad se desarrolla y completa su formación sacerdotal. Y en Cracovia recibe el don del sacerdocio que ejercerá en el mundo de la cultura y de la juventud.
No son muchos los años que puede realizar esta misión, pues pronto es llamado al episcopado, también en Cracovia. En este tiempo, no sólo es testigo de excepción, sino también protagonista del gran acontecimiento de la Iglesia del siglo XX, el Concilio Vaticano II.
Y así, en octubre de 1.978, es elegido por los cardenales como sucesor de San Pedro, tomando el nombre de Juan Pablo II.
Sin embargo, a Juan Pablo II sólo se le puede comprender al verlo rezar. Este Papa no es un político más, ni un actor que representa un papel. Juan Pablo II es un hombre de Dios, que vivía de su intimidad con el Señor. Me vais a permitir que os haga una confesióin personal: corría la primavera de 1986; se me concedió asitir, y concelebrar, a la Misa del Papa, en su capilla privada. Eran las 6 de la mañana, y allí llegué acompañado de mis padres; nunca olvidaré la escena: el Papa rezaba de rodillas frente al sagario; estaba inquieto, era un hombre luchando, se acariciaba la cabeza, parecía una verdadera conversación aunque fuera en silencio. Se percibía que la relación era habitual, la intimidad consagrada por el tiempo; nada de lo exterior lo disturbaba. Viendo esta escena era fácil comprender por qué en las celebraciones con las multitudes él permanecía recogido y orante; antes de estos encuentros con la gente, Juan Pablo II había orado durante mucho tiempo. Sabemos que las noches se interrumpían, sin miedo al cansancio de la complicada agenda; el Papa oraba, oraba siempre. Esto, y sólo esto, es lo que hacía sus palabras y sus gestos creíbles. De esta experiencia de la presencia del Señor brotaba la fecundidad de su ministerio.
Juan Pablo II era un hombre de Dios, pero también es un beato cercano; somos millones las personas que podemos decir que lo vimos, que lo tocamos. Su santidad no es lejana en el tiempo, es un santo del nuestro. Es una llamada del Señor a ser santo; hoy, como en cualquier momento de la historia, podemos ser santos, debemos ser santos. No podemos conformarnos con menos. A esto estamos llamados y Juan Pablo II es un testimonio de que así puede ser.
En esta mañana, desde Roma, le pido al Beato Juan Pablo II que interceda ante el Señor por nuestra diócesis. Que haga de nosotros una Iglesia que viva como Dios quiere; que nos dé sabiduría y fortaleza para seguir anunciando a Jesucristo en medio de los hombres de nuestra tierra; que nos haga testimonio del amor de Dios que quiere con pasión al hombre, aunque éste no lo sepa. Y de un modo especial, le he pedido por nuestro seminario y por el aumento de santas vocaciones; sin olvidar a aquellos que más lo necesitan, a los pobres, a los enfermos, a los matrimonios en crisis, a los que viven solos y olvidados, a los que están apartados de Dios.
Mirando la imagen de Juan Pablo que cuelga desde la logia central de la basílica de San Pedro, y que es la imagen de su mirada desde el cielo, le digo en nombre de toda la Iglesia del Señor que está en Guadix: Beato Juan Pablo II, ruega por nosotros.
Con mi afecto y bendición.
+ Ginés, Obispo de Guadix
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