Cada milagro es una señal
En el Evangelio leemos que dondequiera iba Jesús, los enfermos sanaban, se llenaban de alegría y daban gracias a Dios. El gentío se admiraba del poder de Cristo y todos esos milagros y curaciones los llevaban a pensar en Dios.
Cada milagro era una señal del reino de los cielos que Jesús había venido a establecer; cada prodigio demostraba que Él era el Mesías profetizado por Isaías: “El… destruirá para siempre la muerte, y secará las lágrimas de los ojos de todos” (Isaías 25,8). Al multiplicar los panes y los peces, Jesús manifestaba claramente que Él era quien saciaba el hambre con “un banquete con ricos manjares” (25,6). Por esto, cuando reconocían estas señales, todos se sentían movidos a glorificar al Dios de Israel.
Conviene dejar en claro que Jesús nunca realizó hazañas asombrosas para hacer alarde de poderes sobrenaturales ni para deslumbrar a la gente. Él era el Hijo de Dios y sus obras revelaban la compasión que movía a su Padre a bendecir a todos los necesitados y afligidos, sanar a los enfermos y dar de comer a los que pasaban hambre, porque los amaba y se sentía conmovido por las aflicciones de los pobres. A su vez, los que experimentaban el amor de Cristo se sentían movidos a reconocer y alabar a Dios.
El Señor sigue haciendo milagros hoy en favor de sus fieles, porque nos ama con amor eterno y cada vez que nos toca con su poder milagroso, nos comunica el amor del Padre y el poder del Espíritu Santo. Y si anhelamos recibir el amor del Padre y la fuerza del Espíritu, nosotros también podremos ser instrumentos de Dios, como los apóstoles y los discípulos de Cristo. Pero todo lo que hagamos debe servir para que otros dirijan la atención al Señor, el único que puede llenarlos del amor y la salud que tanto buscan.
“Jesús, Dios y Señor mío, te doy gracias por los milagros que he experimentado en mi vida. Haz que yo sea una señal de tu amor para los demás y derrama tu Espíritu en mi corazón, te lo ruego, para que, en mis palabras y acciones, otros reconozcan tu poder sanador y compasivo.”
Isaías 25,6-10; Salmo 23,1-6 Pg. 20