Aprendiendo a querer | Consejos para la vida
Dios mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no las tuyas.
Necesito librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga.
María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servir a su Señor.
Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle, poniendo todo su ser en amarle.
Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que Él conoce hasta el más delicado movimiento de su espíritu, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene.
María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada.
Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador.
Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte del Altísimo, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella; por eso se dirige a María, pero no por su nombre.
En María, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Angel: Llena de Gracia.
Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con su amor al amor divino.
A partir de la disposición de María el Angel le transmite su mensaje. Como afirma Juan Pablo II, Dios «busca al hombre movido por su corazón de Padre»: no debemos temer a Dios.
Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer, le dice el Angel.
Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.
¿Tenemos miedo a Dios? De Él sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar?
Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda…
No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales. Su sí a Dios cuando contesta a Gabriel, vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido.
Señor, que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí.
Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera… Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es ocasión de amarte.
Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios, te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente.
No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad…
Finalmente, recibe también una prueba de otra acción poderosa de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible, concluye el arcángel.
Cuando nos habituamos a contemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz.
Lo sentimos como un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque nos comprende y nos sonríe con el cariño afectuoso de siempre.
También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, intentamos rebajar la exigencia sin verdadero motivo, «escurrir el bulto».
Es que no es obligación, discurrimos. Y le escuhamos en el fondo del alma: «¿Me quieres?» Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida: «que obras son amores…»
Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí.
Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde. El «sí» de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento.
Nuestros «sí» a Dios de todos los días, se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida.
Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de afecto en los enamorados, aunque sólo se contemplen. Madre mía, enséñame a querer.